Con-ciencia con alma


Por María Ángeles Cuéllar Sánchez

    En estos tiempos vacíos de contenido donde nuestra sociedad crea, sin el más mínimo ápice de compasión, dioses de barro que enarbolan la bandera de…

…la superficialidad, de lo vacuo, resulta más que nunca necesario reivindicar la figura de personas que, desde la discreción que otorga la sabiduría y el amor por su trabajo, luchan por cambiar el mundo.

      Día tras día observamos impávidos cómo se convierten en noticia, a través de las redes sociales, las excentricidades de personajes que cincelan su cuerpo a base de bisturí, de inyecciones de bótox y de maratonianas jornadas de tablas de ejercicios expresamente diseñadas para el cultivo de lo externo, de lo que se enseña en el escaparate, pero, ¿qué hay más allá de esa imagen? Nada; eso es lo triste, nada. Vacío existencial que se maquilla con “likes”, con “me gusta” y con nuevas solicitudes de “amistad”. Soledad profunda que se cubre de alcohol y demás estimulantes en fiestas pormenorizadamente detalladas mediante sus correspondientes imágenes y vídeos que, religiosamente, se compartirán para que el resto de la humanidad sea testigo de su “felicidad”; de su “éxito social”. Qué peligroso resulta que nuestros jóvenes, e incluso muchos de los que ya contamos con varias adolescencias acumuladas en nuestro DNI, entremos en esa rueda de consumismo voraz, de superficialidad vital y de nihilismo existencial.

   Como contrapunto a todo, siguen existiendo personas brillantes, talentosas, preocupadas por el saber y la belleza. Lástima que de ellas tan poco se sepa…Estas palabras tienen su origen en una mala noticia, la peor. Una compañera de trabajo me hablaba desolada de la partida de un familiar, la Covid se lo llevó, y se lo llevó estando lejos de su casa, de sus raíces aragonesas, en Canadá donde se encontraba felizmente afincado para desarrollar su excelsa carrera profesional. Se trata de Alfonso Gracia Saz, de 45 años, natural de Zaragoza, científico de primerísima línea, profesor en la Universidad de Toronto. Licenciado en Físicas y en Matemáticas por la Universidad de Zaragoza, premio Nacional Fin de Carrera en ambas licenciaturas, Doctor en Matemáticas por la Universidad de California, profesor en las Universidades de Keio (Japón) y Victoria (Canadá), consultor de docencia en matemáticas para la universidad y coordinador de divulgación y educación para el Instituto de Ciencias Matemáticas del Pacífico (PIMS) en Victoria, instructor voluntario en la prisión estatal de San Quintín, y mentor y coordinador académico en el USA Mathcamp. Currículum tan extenso que es difícil de condensar en tan breve paso por la vida.

   Me hablan de él como el niño que, con tres años de edad, dejó boquiabierto a todos los que tuvieron el deleite de escucharlo recitar un poema de Garcilaso de la Vega en una fiesta del colegio; esas en las que todos éramos felices interpretando el villancico que la paciente maestra había tenido el placer de hacernos ensayar durante semanas para que nadie olvidase la letra ni se le fuese una nota, estropeando tan magistral interpretación. Esas en las que la música de fondo la ponían las panderetas, los triángulos y, cómo no, las botellas de anís el mono, tañidas con una cucharilla de café.

     Qué feliz se sentiría Alfonso al recibir el aplauso de sus compañeros y maestros, y qué felices serían sus padres ante la admiración estupefacta de los padres del resto de los niños…Y ésta no sería más que una de las tantas veces en que el por entonces niño, dio muestras de su brillantez. Me cuentan que, con 14 años, en el colegio, postuló un teorema sobre los números primos que palideció a sus maestros de matemáticas y de ciencias; suma y sigue.

   Con apenas 18 años obtuvo el primer puesto en la V Olimpiada Española de Física (Valencia, 1994), llegando a participar en la final internacional que se celebró en Pekín.

   Me imagino sus veranos, en las ahora vaciadas tierras del Jiloca, amaneciendo en esas habitaciones con sabor a pasado de las casas del pueblo, en esas camas donde, seguramente, habían venido al mundo muchos de los que le precedieron. Y no sé por qué me imagino a ese niño curioso, asomándose a la ventana para disfrutar del canto de los vencejos, que anuncian la canícula, e inspirando con los ojos cerrados el olor a huerto recién regado, a cosechas a punto de segar, a almas limpias. Seguramente de esas fuentes bebió, observando la dedicación por el trabajo de esos ancianos, cuyos huesos deformados de trabajar de sol a sol, desde la más tierna infancia, aún tenían fuerza para unos embistes más, para cuidar de sus animales, hacer crecer sus lustrosas huertas, y hasta recoger caracoles tras la tormenta que, a buen seguro, acompañarían a la paella dominical.

   Sí, seguro que de esos orígenes rurales aprendió el valor del esfuerzo, el tesón y la honestidad, porque ¿de qué vale una gran inteligencia si a ésta no le acompañan otros factores como el esfuerzo y la honestidad? Alfonso atesoraba todas ellas y, por ello, fue reconocido justo antes de su prematura e injusta partida por la Sociedad Matemática Canadiense con un premio a la excelencia por sus investigaciones, trabajos y métodos desarrollados para la docencia de las matemáticas. 

   Lástima que haya tenido que irse para que muchos conociéramos de su existencia. Lástima que sus seres queridos, su madre, su pareja, sus hermanos tengan que llorar su ausencia para que muchos seamos conocedores de todo lo que fue su breve pero fructuoso paso por este mundo. Cuánto más podría haber aportado si no fuese por el paso devastador de la guadaña en forma de Covid que a tantas personas nos ha arrancado del escenario cotidiano de nuestra vida; y, desafortunadamente, lo digo con conocimiento de causa: familiares directos, conocidos, allegados se han ido; nos los ha arrancado prematuramente, sin previo aviso, de un día para otro, sin piedad, dejándonos doloridos, perplejos, asustados ante la voracidad de la muerte en esta sociedad que se cree por encima del bien y del mal…si de esto no hemos aprendido, empiezo a dudar de forma irreversible de la humanidad del ser humano.

   No nos vayamos por las ramas, centrémonos en el objetivo del presente artículo, honrar la figura del científico, pero también de la persona que sustentaba ese coeficiente intelectual que despunta sobremanera. Me cuentan que era discreto, prudente, paciente, humilde, como todos los grandes, sin alardear de sus capacidades y logros; sus familiares lo recuerdan como el chico brillante y dedicado a su pasión por los números en todo momento. Me cuentan también que estaba en un momento de su vida especialmente dulce, feliz. Me alegro de ello y, aunque, desde otro plano de la existencia, sus trabajos, su legado y su espíritu siguen aquí, y estarán muy presentes en la Universidad de Zaragoza, su cuna, el lugar en el que empezó todo, puesto que los múltiples archivos y carpetas que jalonaban esa habitación en la casa familiar en la que tantas horas de estudio, de creación y de pasión por el conocimiento atesoran, van a formar parte de los fondos de investigación de la Universidad en la que tantos de nosotros encontramos el camino para formarnos para la vida.

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