Leer la vida


Por Carlos Calvo

  “No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo”, decía Oscar Wilde.

      Las plumas más representativas de la escena literaria fueron las protagonistas de la feria libresca 2022 de Zaragoza, que contó con sesenta y cinco casetas, confirmándose el parque Grande Labordeta como el lugar idóneo para esta celebración. Ahí pudieron encontrar los visitantes las muchas y diversas novedades de las editoriales, porque la palabra, desocupado lector, es el tesoro más grande que tenemos. Escribir, para Umbral, “es la manera más profunda de leer la vida”. Y se puede leer la vida, ciertamente, en infinidad de libros. Incluso los malos libros no dejan de ser, maldita sea, una manifestación incondicional por la cultura, aunque no siempre los intelectuales lo han tenido tan claro, pues personajes como René Descartes, en el pasado, mantenían que «los malos libros provocan malas costumbres y las malas costumbres provocan buenos libros”, lo cual resulta todo un tratado de filosofía. Y de literatura.

  Más de trescientos autores, doce librerías y treinta editoriales participaron en una cita que contó con cuentacuentos, talleres, teatro de títeres, conciertos, recitales de poesía y hasta batallas de gallos. Tampoco faltó un emocionado homenaje al poeta Ángel Guinda, recientemente fallecido. Y el cómic estuvo especialmente presente con la elección del pregonero, Antonio Altarribia, premio nacional en 2010 por su obra ‘El arte de volar’, quien pronunció un discurso incisivo, nada vacuo, con el que dejó claro que hay que posicionarse en el mundo y los libros son el mejor camino para ello.

  No faltaron, en esta trigésimo séptima edición, las firmas de libros con autores aragoneses o foráneos. Por allí pululaban Luis Zueco, David Vela, José Luis Corral, Magdalena Lasala, Miguel Mena, Ana Alcolea, Domingo Buesa, Roberto Malo, María Frisa, Irene Vallejo, Sergio del Molino, Teresa Viejo, Vera Galindo, Santiago Morata, Chesús Yuste, Fernando Martínez de Baños, Javier Marquina, David Guirao, Chema Tapia, Itziar Miranda, Miguel Ángel Nievas, Margarita Leoz, Sandra Araguás, José Luis Melero, Hernández Latas, Javier Romero, Salvador Trallero, Patricia de Blas, Queco Ágreda, el equipo Malavida…

  Entre los escritores, además, cabe distinguir los ‘de toda la vida’ (o auténticos, más o menos) y los mediáticos, o sea, los que publican gracias a que trabajan en la tele, o así, y son populares y conocidos. Por eso, a veces, la feria del libro es la feria de la impostura, de la fantasmada. La humillación para los libros de verse expuestos en siniestros tenderetes. La culpa, muchas veces, es de los propios autores, que han perdido el decoro –y la estética- y se sientan como animales de feria a firmar autógrafos sin sentido. El que no paró fue Vicente Vallés con su criatura ‘Operación Kazán’. También se hartó de firmar Rosario Raro con la novela ‘El cielo sobre Canfranc’.

  En cualquier caso, miré la lista de autores y reparé en que los escritores que me importan los podría contar con los dedos de una oreja. Con la suerte de un señor en pleno safari, lo primero que vi fue a Juan Bolea, quien me interesa menos que un practicante. A su lado estaba un viejo autor exitoso de finales del siglo pasado ante una fila inexistente de fans imaginarios. Visité a mi amigo el editor y novelista Fernando Jiménez Ocaña, más solo que la una, aunque la reedición de ‘Musgo en la piel’, de Michel Suñén, no le fue del todo mal.

  Sea como fuere, ¿para qué sirve un libro, ya sea bueno o malo, auténtico o mediático? Con esta pregunta me acerqué a esta feria libresca de las vanidades para que contestaran, si les placía, las ilustres personas a las que abordé, casi todos ellos cargos políticos, ya locales, ya autonómicos.

  Paloma Espinosa (concejala de Educación y Bibliotecas del consistorio zaragozano): “Como elemento decorativo. Me explico. Aunque no aparezca reseñado en los manuales de bricolaje, el libro es un excelente motivo decorativo que luce un bonito salón. Para ello, hay que elegir con criterio los tomos de los libros que vayamos a comprar para que hagan juego con los sofás o el mueble del comedor. Esta alternativa es mucho más práctica que comprar falsos tomos de cartón que nos hagan enrojecer cuando invitemos a algún amigo lector y descubra el truco al intentar hojear un presunto libro”.

  Felipe Faci (consejero de Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón): “Como potenciador muscular. O sea, si desea modelarse un cuerpo de culturista y no tiene dinero para comprarse un juego de pesas, utilice sus libros. Comience sus ejercicios con libros de bolsillo y antologías poéticas. Vaya subiendo de peso, semana a semana, hasta acabar los ejercicios con los ‘Episodios nacionales’ de Galdós. En unos meses, lucirá unos bíceps que serán la envidia de sus amigos”.

  Víctor Lucea (director general de Educación del Gobierno de Aragón): “Uno de los lugares más tranquilos para leer es el cuarto de baño. Algunos adelantados a su tiempo se han hecho construir en sus viviendas bibliotecas en el excusado para no perder el tiempo cada vez que el vientre aprieta. Pero en los duros momentos en que se sufren dificultades de defecación, la elección del libro adecuado puede ayudar a aligerar el cuerpo sin riesgo de padecer hemorroides”.

  Ros Cihuelo (diputada delegada de Cultura de la DPZ): “Como soporte para fijar muebles. Para esa mesa que cojea porque el fabricante no era muy diestro en carpintería, o nos la vendió a mitad de precio, nada mejor que un libro. Olvide las cuñas de madera que producen molestas astillas y coloque un ejemplar debajo de la pata más corta. Seguro que encontrará en su biblioteca el tamaño adecuado para subsanar elegantemente su defecto”.

  Jorge Azcón (alcalde de la Inmortal): “Como elemento de castigo. A ver. Desde tiempos inmemoriales, los libros han sido utilizados como instrumentos de castigo mucho más efectivos que el tradicional látigo o fusta. Basta con hacer que el castigado coloque sus brazos en cruz y colocar sobre las palmas de sus manos sendos libros, dependiendo su tamaño de la severidad de la punición. Ideal para reconducir la educación de los hijos revoltosos o para añadir un punto sadomasoquista a sus relaciones sexuales”.

  Martínez Urtasun (crítico gastronómico): “Dicen los expertos que un pueblo que no se ilustra corre el riesgo de embrutecerse. Pero seamos realistas: un pueblo que no tiene nada que leer no es en absoluto más peligroso que aquel otro que carece de algo para masticar. ¿Alguien duda de que al pueblo llano se le calienta la cabeza justo cuando se le enfría la cocina?”.

  Javier Lambán (presidente de la comunidad aragonesa): “Utilizo los libros como papel higiénico. Siempre tengo uno en el excusado, porque no me parece fino que me vean comprar el higiénico papel en el súper. ¡Qué ordinariez! Me hice con una primera edición de un Quijote con grabados de un tal Doroteo o algo así. Lo tengo ya muy delgado. Sólo me quedan 37 páginas. Tengo ganas de empezar otro, uno que compré en el rastro sobre un manuscrito encontrado en Zaragoza o algo así. Me extraña que no me pregunte sobre los Juegos Olímpicos de Invierno”.

  César Muñío (presidente de Copeli): “A la pregunta que me pregunta añadiría otras preguntas. ¿Leen los críticos literarios todo sobre lo que escriben? ¿No hay mucha miopía en la crítica literaria? ¿Las malas novelas mejoran con el traqueteo del tren? ¿Leen los peces los mensajes en la botella? ¿Se puede considerar la lectura de la mano como un subgénero literario? ¿Tienen palabra los escritores? ¿Por qué muchos aficionados a escribir se consideran escritores? ¿Por qué tenemos que leer? ¿Cada lector reescribe un libro? ¿Todo (buen) lector debería escribir en algún momento?”.

  Como Muñío, el arriba firmante se hace preguntas igualmente. ¿Para qué sirve la literatura? ¿Qué servicio le hacemos? ¿A quién pedirle piedad? ¿Qué sacamos de todo esto? ¿Tiene sentido publicar? ¿Tenemos algo que decir siempre que escribimos? ¿Tenemos algo nuevo que aportar? Afortunadamente, hay mucha gente que sí, que da en el clavo cuando analiza un acontecimiento, un hecho cotidiano, una anécdota, cualquier cosa. Hay que saber elegir. Y todos tenemos algo que decir, en efecto. O deberíamos. Es algo inherente al ser humano. Pero hay momentos en que no lo sientes así, en que crees que ya está todo dicho, que no tienes nada (nuevo) que aportar. Y, a pesar de todo, escribes. Y lees. Ya lo dice Lucas (capítulo dos, versículo cuatro): “Como brotes de olivo en torno a tu mesa, señor, así son los hijos de tu iglesia”.

  Por eso aproveché esta feria de las vanidades e hice acopio de un buen puñado de libros. Estos libros que he comprado dejan definitivamente el paseo principal del parque Grande Labordeta para ir hacia su nuevo hogar. Mi hogar. Son unos recién llegados que primero pasarán unos días en la mesilla de noche, cerca de la butaca, encima de la mesa del despacho. Después, hojeados o leídos, encontrarán su espacio en estanterías siempre llenas, esperando otro momento para hacer aquello que, mientras nos cambian los días y los sentidos, justifica su existencia: distraer, enseñar, comprender, concienciar y, si son buenos y auténticos, ensanchar la vida de los lectores. Y, así, del primer libro que abro, al azar, me encuentro con un ejemplo de mal estilo, de prosa pedante e hinchada, de cursilería sin paliativos, con cosas como “un celofán de belleza ilusoria” o “una embriaguez acústica de promesas”. Empezamos bien…

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