Ese efímero instante de luz en el poemario de Alicia Fernández


Por Carlos Calvo 

  Las personas que no tienen fe, maldita sea, buscan espacios propios. Acaso para sobrevivir. Acaso para trascender la experiencia inmediata.

    Acaso como espacio físico del tiempo. La conciencia o el desarraigo. El deseo o el sufrimiento. La luz o la soledad. El sueño o la nada. “¿De qué me sirve tanta vida / si no puedo retenerla? / Cae la noche en este noviembre insomne / y yo no puedo conceder una sola certeza. / Solo espero el silencio / y, a partir de ahí, el sueño o la nada”.

  ‘Efímero instante de luz’ es el primer libro de Alicia Fernández -bajo un seudónimo, Alison Morrell-, un poemario de apenas setenta páginas editado por Libros de la Imperdible, en su colección Rosebaum, y organizado en tres partes: la que da título al conjunto, ‘Los patos salvajes’ y ‘Una mujer sola frente al mar’. Y en esta cuarentena de poemas homenajea, sucesivamente, a Anacreonte de Teos (“Eros, que al ver que mi barba encanece, entre brisas de sus alas de reflejos de oro me pasa de largo volando”), a Antonio Gamoeda (“No toques, Dios, mi corazón impuro”), a Marta Valdés (“No vayas a tratar de consolarme, porque los ríos de amor no saben”), a Safo de Mitilene (“Amor ha sacudido mis sentidos”), a Alcmán de Esparta (“Yo sé las tonadas de todas las aves”), a Dulce María Loynaz (“Amor que llegas tarde, no me viste ayer cuando cantaba en el trigal…”) y a Marguerite Yourcenar (“Levitación durante la cual el alma flota como una nube de oro; Baudelaire no sé equivocó…”).

  Los poemas de Alicia Fernández marcan su percepción del estado de las emociones, esas cosas de la vida de las que hablaba el gran Claude Sautet. En cierto modo, la poesía de esta autora viene impulsada en sus particulares miedos y pretextos, en sus prejuicios y reproches, en sus razonamientos e intimidades. Unas expresiones poéticas singulares de las experiencias vividas en y desde las intemperies de la existencia humana. “¿Por qué no fuiste tan solo / un efímero instante / de luz otoñal entre las hojas? / ¿Por qué ese empeño pueril / de inventar una verdad a toda costa, / de nombrar lo que no tiene nombre? / ¿Por qué te volviste loco / para alejarme de ti / y asirte a mi alma al mismo tiempo?”.

  De esto y de muchas cosas más habló Alicia Fernández en la presentación efectuada en el Centro Cívico de las Esquinas, arropada en una mesa rectangular por el hombre de la doble contracultura Manuel Galindo, quien dio paso al divertido editor y músico David Giménez (“una vez dejé en una librería veinte volúmenes de mi cosecha; al final no se vendieron, pero aparecieron, al recogerlos, veintidós”) y al profesor Paco Bailo. El toque mágico lo pusieron los recitadores Luis Felipe Alegre y José Ángel Rodicio, auténticos rapsodas de cualquier campana de los perdidos.

  Dijo Paco Bailo que “ante tanta oferta que a menudo envuelve simples ocurrencias, juegos de palabras, plagios por ignorancia o eufóricos disparates, aparecen poemarios como el presente que te plantan una sonrisa de gozosa satisfacción”. También vio “ecos barrocos que me recordaron a Yves Montandt”, así como “una buena dosis de sonoros endecasílabos y aliteraciones a ritmo de vals”. Y “aromas de Garcilaso y Lope”. Y “gusto a José Hierro”. Y añadió: “Un manejo de entreverados heptasílabos cierran la primera parte con una vital opción por el olvido, una apuesta por desterrar todo lo que ha herido”.

  “En una segunda parte más esperanzada”, acabó diciendo Bailo, “la queja da paso a los recuerdos desde una perspectiva más positiva en la que ya intuimos equilibrio, resistencia y sosiego. Son poemas de aclaración, de aviso, de confirmación de lo aprendido tras las erosiones de vientos, nieblas y lluvias, porque la naturaleza está muy presente y convocada, pero también en la reflexión sobre lo urbano y con guiños antibelicistas. Finalmente, en la tercera parte hay sabor a Bécquer y es cuando la autora logra la serenidad deseada, aunque el pasado haya dejado marcas y cicatrices, y se nos revela como una mujer que cree en el amor como algo posible, verdadero, necesario”.

  Y los cuatro bustos parlantes del acto literario junto a los asistentes (entre ellos, Antonio Tausiet, Lourdes Serrano, Carmen Carramiñana, Alberto Moreno, José Luis Fernández, Pilar Maurel, Ana Bailera y el arriba firmante) terminaron –terminamos- bebiendo cerveza y cantando tangos y rancheras, jotas y bulerías, en la terraza de una taberna de los alrededores, ante la presencia de un extrañado camarero y un sonoro ukelele que sirvió de perfecto acompañamiento musical. Una entrañable (e inesperada) guinda final bajo una lluvia torrencial. Esa lluvia pertinaz que no terminaba. Pero poco importó. Porque la terraza tenía toldo. Y porque todos nos aferramos a una prisa, ligera y sutil, que fue guía de nuestro norte, como un viejo faro en mitad de la tormenta. Nos bastó su débil destello para llegar a puerto.

  “El paisaje  quimérico del cielo / me arrastra hacia otro mundo, / bajo el cual escondo / mis heridos anhelos. / Quizá esta lluvia no es real / y solo la imagino, / como el recuerdo de un lejano sueño / o de un gris augurio. / No pisaré las calles encharcadas, ni ahogaré el ruidoso murmullo / de mi alma en las aceras. / Me quedaré inmóvil, / escuchando el ausente sonido de tus pasos / debajo del paraguas”.

  El poemario de Alicia Fernández penetra como una suave caricia y como el murmullo del mar. El desamor, el dolor de estar y de no ser querido, está aquí muy presente, a modo de un dulce de alfajor de almendra, también como una serpiente emplumada o un colibrí picoteando de flor en flor, bebiendo con delectación la miel de sus labios. Y aparecen ruiseñores y golondrinas y alondras y gaviotas y delfines y mariposas y hormigas y caracolas. Y, por supuesto, “deberíamos acordarnos más de los patos salvajes de Islandia, en su épico vuelo por llegar a Inglaterra y trascenderse a sí mismos”.

  También aparecen Casandra y Ulises, sirenas y dragones, brisas tercas y fuegos dormidos, rostros borrados y diosas majestuosas, arenas de antiguo calor y vientos subyugados e inoportunos, olmos soñadores y fresnos indefensos, campos de batalla y hojas abatidas de muerte. Y edenes puros y brillantes. Y refugios abandonados. Y pieles endurecidas. Y huellas nerviosas e inconstantes. Y muros de incómodos silencios. Y, en fin, horizontes limpios, inventados e insensatos, pero siempre nítidos y humanos, más allá de futuros huecos o escondidos.

  Se aprecia en los poemas la búsqueda del absoluto e, igualmente, la reivindicación del amor como redención y punto de llegada. Un amor, una vez más, cuya definición corresponderá al lector. Y una poesía, esto es, de la soledad, de la búsqueda del amor, de los afectos y de la imprescindible autoestima, como una cicatriz confundida con la propia identidad. Así, el libro deja bien claro que el pasado influye en el presente de las personas, dándole a toda la trama un aire de cuento de hadas para adultos, que entra en nuestro corazón afligido, como si fuese un doloroso aguijón o como el eco de una voz.

  Y es aquí, en la peculiaridad de la mirada, los detalles que revela, la otra cara de las cosas que saca a relucir, donde reside uno de los valores singulares de estos poemas, construidos sobre una libertad verbal que va desde el puro coloquialismo hasta unas imágenes oníricas fuertemente sugestivas. Hay en ‘Efímero instante de luz’ una cierta tonalidad elegíaca, al evocar el ayer, al prever que el recuerdo se desvanecerá (o no) en un presente que guarda rumores silenciosos, que se enfrenta a miradas esperanzadas o, al fin, el amor que vence las adversidades.

  Fernández trenza elementos propios de la autobiografía, ahonda en lo emocional y verifica que hablar del estado de las cosas, que podrían saltar de la infancia a la madurez atribulada, pasando acaso por una adolescencia como signos de zozobra, es toda una declaración de intenciones. Un poemario, también, realista, cotidiano, siempre precipitándose en una dimensión insondable, que escenifica la primera persona como recurso –o refugio- de búsqueda, en su proyección lingüística de una identidad individual.

  La idea es crecer sin que las certezas lleguen y las referencias, en última instancia, son utilizadas como una base rítmica de sucesivas antesalas al descubrimiento. Hay algo de solución natural a un desafío literario que estalla en el aire, que destila –o intensifica- las estructuras y giros estilísticos de la escenificación del yo. Al fin y al cabo, la poeta obra sobre aquello de lo que habla, lo que pone en crisis, esto es, el yo de la enunciación del discurso. Porque, a veces, desobedecer es un acto de libertad y nos define en nuestra humanidad.

  Un libro con un inusual sentido de libertad, de hallazgo, y algunos versos sueltos que se quedan fijados en la mucosa de la memoria como algunas iniciales se mantienen grabadas en la corteza de un haya. El único poder fuerte es aquel que no tiene miedo a la libertad. El que seduce y no reprime. El que convence y no prohíbe. El que dialoga y no impone. Pero siempre la luz asoma, de un modo u otro, más allá de la desolación y el hastío del tiempo y sus heridas, intactos en la memoria. Volverán la luz y el agitado viento golpeando sin permiso las ventanas.

  Alicia Fernández, maestra de profesión y cantante de vocación, acuña ahora poemas como un vértice más del placer. Como seres fronterizos al filo de la navaja que somos, la poeta ve en la intemperie una luz, efectivamente, que le acuna sonriente bajo las velas del candelabro. Porque hay que salir indemne de las sombras. Y guardar tu luz en las hogueras. Y deslumbrar con tus ojos a la suerte. Y que dancen los astros brillantes siguiendo el ritmo infinito, el eterno compás del universo. Y cuando lees este pequeño gran volumen reconoces cosas de ti mismo. Nada nos acerca tanto a los demás como gozar –o explorar- entusiasmos y miedos juntos.

  La poesía, incluso en sus esbozos místicos, permite caminar con menos estorbos en el alma. Y los que no tenemos fe, maldita sea, lo agradecemos. Como un efímero instante de luz.

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