De Herat al Ara (Capitulo IV)


Por Gonzalo del Campo

   El título que recoge estos poemas y artículos “De Herat al Ara”, son una mezcla de realidad y ficción. Abarca un periodo de más de quince años. Aunque el eje vertebrador de esta selección…

…esté cercano a la guerra o los conflictos, abarca también otros muchos Desde el año 2003, en un programa de radio llamado “La Máquina de Escribir” que, a día de hoy, se sigue emitiendo en Radio Sobrarbe, he ido desgranando estas reflexiones sobre asuntos que he considerado de interés o relevantes para escribir sobre

    Aunque puede parecer un cajón desastre en su temática, hay un hilo conductor, que consiste en el punto de vista crítico que adoptan la mayor parte de los textos.

    Herat representa la parte más cercana a esa guerra permanente en la estamos inmersos desde hace mucho tiempo. Ara es el nombre del último río virgen del Pirineo, que tantas veces he paseado y disfrutado. En lo referente a los textos sobre la guerra, que aquí se presentan, abarcan desde un año antes de la Guerra de Irak. Aparecen otros artículos relacionados con la Iglesia, los viajes, la literatura…

      Espero que puestos en el contexto en que fueron concebidos y escritos, puedan resultar de interés a los posibles lectores 

LA MAR, EL MAR

  La mar, el mar. ¿Por qué tiene dos géneros esa palabra, ese elemento líquido que hace azul este planeta?

   ¿Será porque mar es madre y padre, origen de todo lo viviente sobre el globo terráqueo?

   De él fueron surgiendo los seres que hoy vuelan o caminan, hasta colonizar una tierra, antes estéril y un cielo, en su día, abrasador.

    No se sabe, con certeza, cuándo el ser humano se atrevió a surcar los mares, ni cómo lo hizo la primera vez, pero a lo largo de la historia lo ha hecho de formas tan variadas como la imaginación y la necesidad pudieron dar de sí.

   Desde la simple balsa, que inmortalizó Gericault, resumiendo en ella toda la esperanza y desesperación, que la pequeñez del hombre frente al mar es capaz de provocar.

  Los balseros cubanos, aunque saben que su destino es más cercano se arriesgan a navegar montados en la fragilidad de artilugios caseros que no siempre han llegado a su destino.

   Ulises y Simbad el Marino son, en la literatura más cercana, los viajeros del mar por excelencia.

   Ulises recorrió el Mediterráneo durante muchos años de vuelta a Ítaca y, tanto él como Simbad vivieron aventuras que solo en el oscuro abismo de un gran mar o un océano eran imaginables.

   Como el mar Tenebroso se conocía al Océano Atlántico y aún el nombre de Finisterra nos recuerda el temor que inspiraba su seno airado, cuyos umbrales son conocidos hoy en día como La Costa da Morte.

  Pasó el tiempo del dios Poseidón y las sirenas, tal vez queden pescadores como el de “El viejo y el mar”, pero el ser humano parece empeñado en desmitificar el mar aunque no quiera. Lo hace de  manera bestial, sin dar tregua a su lecho. Lo mismo que la tierra emergida, el mar es para el hombre un almacén y se nutre de él como de un supermercado. También es vertedero, un gran basurero en el que, sobre todo, los grandes petroleros vierten su carga letal, que tantas veces escupe la marea hacia la costa.

MAR DE GALICIA

    ¿Desde cuándo mis ojos se volvieron al mar?

    Tal vez en mucho tiempo solo el bosque lamía en las raíces la sal de sus perfiles y, solo él, temblaba ante su furia oscura y sus blancos zarpazos contra el acantilado.

    Pero a tanto no alcanza la memoria de mis hijos humanos, quienes se abrieron paso entre carballos y, desde las frondosas copas del castaño, alcanzaron sus ojos, incrédulos, el mar.

    Construyeron sus nidos en las playas y los montes cercanos.

   Soñaron adentrarse sobre el color cambiante de las olas, descubrir caminos en el agua de aquel Mar Tenebroso, más allá de Fisterra, donde solo se dibujaban seres monstruosos en mapas medievales.

    ¿Acaso el gran mar caía desbocado en una catarata que todo lo engullía, como un gigantesco aliviadero?

    Se ausentaron los hombres, embarcados en breves cascarones. Se acostumbraron las mujeres a vislumbrar el horizonte que trae la borrasca y a salir en la noche con antorchas para alumbrar la oscuridad, sin estrellas, y anunciar, así, las rocas enemigas en las que tantas vidas se estrellaban. Aquellos inhóspitos y fértiles umbrales del Océano recibieron de nombre la Costa de la Muerte.

   ¿Cuántos cuerpos tragó el mar impasible que nunca devolvió?

   ¿Cuánto luto regaló a las compañeras y a las madres, que en vano volverían sus ojos hacia el mar?

   No podían odiarlo porque en él vagaba el vigor apagado de sus hombres, su faz flotando, para siempre en la memoria, en mitad del temporal.

     El temido horizonte fue un día camino de esperanza. Emigrantes, luciérnagas de invierno a las que también se espera, aunque no vuelvan. Las ánimas flotando sobre el mar, vivos y muertos bailando en la marea, bajo la vía láctea que guía al peregrino sin camino marcado.

   Y así, tiempo después, llegó aquel día en que fue el mismo mar quien se vistió de luto, un luto espeso envolviendo las playas, adherido a las rocas como un cáncer mortal.

    Incrédulos los hombres intentan conjurar el negro cinturón. Van vestidos de blanco al nacer el alba pero retornan negros de alquitrán.

     Todos se vuelcan a curar el mar.

    No es la primera vez. De ahí la indignación y la impotencia. ¿Hasta cuando será Costa de Muerte? Y cuentan con los dedos de las manos, no ya los naufragios incontables de pesqueros, sino mareas negras: el “Urkiola”, el “Cazón” y ahora el “Prestige”.

   Los pesqueros que faenan en Gran Sol enrolan tripulantes indonesios. Nadie quiere arriesgar su vida en alta mar. ¿Olvidarán los hombres de Galicia las artes de la mar?

    No creo que esto ocurra, pero estoy seguro de que no olvidarán el día en que su costa se convirtió otra vez en sumidero, en una Burla Negra, a la que no atendieron con el debido celo, esa iguana que pescaba en agua dulce, llamada Manuel Fraga, ni el cazador de condonera verde y gorro tirolés, llamado Álvarez Cascos, ni el heredero del inefable Aznar,  don Mariano Rajoy, quien bien podría pasar a la historieta, porque no a la Historia, como “mister hilillos de plastilina”.

    Siento acabar de forma tan prosaica, pero en Galicia no todo es poesía.

   Esperemos que NUNCA MAIS ocurra lo que jamás debió ocurrir.

 

Familia ¿Qué familia?

    Cuando yo era un niño solo distinguía entre familias numerosas y las que no lo eran. Era raro encontrar aquellas en que solo hubiera una hija o hijo, lo cual, además, sin ninguna reflexión, yo consideraba una pequeña desgracia, pues aunque fuera más fácil acceder a la posesión de ciertos juguetes, el hecho de no tener hermanos me  parecía un recorte antinatural, una carencia que daba como resultado niños acostumbrados a hacer su voluntad y que sometían a sus padres al vaivén de su capricho.

    En una familia numerosa las expectativas de amistad, en ocasiones, se veían casi colmadas dentro de núcleo familiar. Jugábamos juntos, paseábamos juntos e íbamos, de vacaciones al pueblo, la familia entera.

   Invariablemente, en cada familia había alguna abuela o abuelo que ayudaba en la crianza de los hijos y servía de nexo entre una vida en vías de extinción y otras con un futuro por descubrir, al que se incorporarían canciones, historias y vivencias que, como un puente, sorteaban los ríos paralelos y sinuosos de las generaciones para no ser olvidadas.

   Yo recuerdo a mi abuela Daría que vivía con nosotros. Era una mujer menuda, con su cara curtida por el tiempo y la vida de aldea montañesa.

    Aparentemente frágil, escondía, tal vez, esa tristeza honda de quien ha perdido parte de sus hijos de forma prematura. Como en muchas mujeres, su luto parecía eterno, contrastando con su largo pelo blanco que, cada mañana, peinaba largo rato para, luego, recogerlo en un apretado moño. Era una presencia tan entrañable y cálida que aún la siento como algo real, como si siempre estuviese cerca, a pesar del tiempo transcurrido desde su partida.

   Cada vez es más raro, sobre todo en las ciudades, encontrar familias en las que convivan tres generaciones. Ese puente que unía a los abuelos y a los nietos en la convivencia cotidiana se desvanece, convirtiendo a los abuelos en visitantes ocasionales o en la única referencia que acerca a las familias a las residencias de ancianos una vez por semana o cada cierto tiempo, con dosis de afecto menos comprometidas que las que suponía la convivencia continuada bajo el mismo techo.

    Hoy hay familias monoparentales, de madres solteras, de divorciadas o divorciados, familias que reúnen los hijos habidos en matrimonios anteriores que rompen los clichés de lo que se pudo considerar en su momento como familia al uso.

   También las parejas gays y lesbianas reivindican su derecho a formar una familia, acogiéndose a la posibilidad de la adopción.

    La Iglesia ha puesto el grito en el cielo ante esta posibilidad y es recalcitrante en no admitir que existe algo más que las parejas tradicionales de hombre y mujer, padre y madre, que no siempre garantizan el afecto y el bienestar, no sólo material, de una familia.

   Esa institución proclama no hacer política pero se arroga la exclusiva de la moralidad y la corrección en materia familiar y sigue proscribiendo el uso del preservativo o los métodos anticonceptivos más elementales y necesarios, allí donde el exceso de natalidad se convierte en un problema serio.

   Los lazos de sangre son quizás más fuertes que los del simple afecto, pero lo son para lo bueno y para lo malo, como muestran las atrocidades que resultan del despecho, de los celos, del poder que otorga a algunos el hecho de ser padres o madres sobre la vida de sus hijos.

   En muchos de estos casos aparece por  medio algún tipo de trastorno o de locura pero, que yo sepa casi todos ocurren en familias de esas que se dan en llamar “normales”.

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