O cravo

Por Esmeralda Royo

    Conocía a Zeca desde los tiempos del colegio y cuando éste le propuso llevar el guardarropa del restaurante que iba a abrir, no lo pensó.

  Después de cinco años trabajando de camarera y más de veinte dejándose la vista detrás de una máquina de coser, ese trabajo le pareció un alivio.

  También tendría más tiempo para colaborar con la Asociación, término con el que se conocía al Partido Comunista, en el reparto de ropa, alimentos y la asistencia a las viudas de las interminables guerras coloniales emprendidas para defender un Imperio, el portugués, que hacía años que se desmoronaba.

    Un año desde la inauguración del “Renacenza”, ese 25 de abril de 1.973, y en ese primer aniversario se esperaba tanta gente que las cajas de Oporto, para agasajar a los invitados, se amontonaban en el almacén y las diez docenas de claveles que había encargado por la mañana para repartir entre las señoras, podían no ser suficientes.

   En eso estaba pensando Celeste aquella noche mientras escuchaba en las Emissores Associados de Lisboa “E depois do Adeus”, la canción que había representado a Portugal, con más pena que gloria, en el último Festival de Eurovisión.  Pensaba en eso y, como todas las noches, en su hija.  Había tenido tanta suerte con esa chica que a menudo recordaba las palabras de su madre, esa mujer española que siempre se resistió a hablar en portugués.

-La vas a criar sola, como he hecho yo con tres hijos.  Ojala tengas las misma suerte con ella que la que he tenido yo con vosotros.

    Eran las 22,55 del 24 de abril de 1.974 y, aunque solo unos pocos lo sabían, esa canción era la señal convenida para que todo empezara a prepararse.  Hora y media después, cuando Celeste ya dormía, sonaría Gràndola Vila Morena, la señal definitiva.

     Se levantó temprano, sorprendida de no haber oído la sirena de la fábrica que la despertaba todos los días a las 6.00 de la mañana.  Nada más pisar la calle supo que algo estaba pasando.  Había gente en ellas, iban y venían pero sin rumbo, esperando que alguien les dijera hacia dónde ir, si es que había que ir a algún lado.

-Qué pasa?, le preguntó a un joven

-Pasa algo grande.  La prensa no dice nada, la radio no informa de nada pero los militares han salido de los cuarteles.  Me voy a la Plaza del Rossio.

     Como siempre, fue la primera en llegar al “Renacenza”. 

-Se ha acabado el Estado Nuevo, le alertó Zeca.  Los militares están en la calle y no sabemos hacia dónde van a tirar.  Se habla de que el General Spinola está al mando.  Si es así, mejor, pero ten cuidado.  Donde mejor estáis los del Partido Comunista es en casa… y a esperar. Coge los claveles, aquí ya no hacen nada.

   ¿Ir a casa? Ni pensarlo.  Si había gente en la calle, ella también estaría y si el Estado Nuevo había llegado a su fin, quería verlo.  Desde la calle Braancamp se dirigió al metro del Rossio, con una  multitud que ya era imparable. 

  Al llegar al Chiado los vio.  Los tanques aguardaban órdenes en el inicio del Largo do Carmo y miles de ciudadanos iban a su encuentro.  La policía, sorprendida, no sabía qué hacer.  Estaban acostumbrados a enfrentarse a ciudadanos desarmados pero aquello era otra cosa.   Se trataba de soldados bien pertrechados que, al parecer, tenían claro donde se dirigían.

  Celeste Caeiro, se dijo, tienes 41 años, perteneces al Partido Comunista y vas armada con  veinte  claveles rojos y blancos.  Que sea lo que el destino quiera.

    Nunca había imaginado que alguna vez estaría  frente a un tanque.  Los hombres, apenas unos críos, llevaban en la cara la vela de la noche. 

– Hacia dónde vais?, le preguntó a uno de ellos

– Al Cuartel del Carmo, a detener a Marcelo Caetano.  Esto es una Revolución, contestó.

   Mientras los estudiantes avanzaban cantando el Grándola, se fijó en que uno de aquellos soldados, sin dejar la escopeta, la llamaba.

– Tienes un cigarro?, le dijo.

    Frustrada, lo que más deseó en ese momentos era tener tabaco.  Pensó en comprar algo de comida  pero todo estaba cerrado.

-Lo siento, respondió Celeste, no fumo.

    El chico siguió mirándola resignado.  Fue entonces cuando recordó  los claveles que llevaba.  ¿Por qué no?

– No tengo cigarrillos, le gritó, pero te regalo este clavel.

   El muchacho, encogiéndose de hombres y con una sonrisa, cogió el clavel y lo colocó en el cañón de su escopeta.

  Ni el soldado con la escopeta que se dirigía en un tanque a detener a Marcelo Caetano, ni Celeste Caeiro, encargada del guardarropa en un restaurante, sabían que en ese momento, Marc Riboud, fotógrafo francés de la agencia Magnum, estaba donde siempre tiene que estar un buen fotógrafo, en el lugar adecuado y en el momento oportuno.  Riboud sí sabía que, después de haber plasmado el horror en Vietnam del Norte, como único fotógrafo occidental,   necesitaba una imagen así.  La imagen de unos soldados sonrientes con claveles en sus armas.

  Tardó horas en llegar a casa, después de repartir las flores en el camino que iba del Chiado a la Iglesia de los Mártires, ver como las floristas lisboetas tomaban el relevo y recorrer Lisboa con gente que no conocía de nada, celebrando que Caetano y su gobierno habían sido escoltados por el General Spínola hacia el avión que los llevaba a Brasil.  Después de 41 años se había acabado la dictadura del Estado Nuevo de Antonio de Oliveira Salazar.

-Era más sencillo de lo que pensábamos, le dijo su hija.  Casi siempre es más sencillo pero no lo sabemos.

    Portugal, el país que hasta 1.974 era más conocido por las apariciones de la Virgen de Fátima y la voz cortante y poderosa de Amalia Rodrigues, se olvidó enseguida de Celeste Caeiro. Más conocida fuera de Portugal, muchos de sus compatriotas desconocen que su gesto dio nombre a una Revolución y es la causa de que cada 25 de abril las calles de Lisboa se inunden de claveles rojos y blancos.

   Celeste Caeiro sigue viviendo en su casa de siempre, en la Avenida de la Liberdade, con apenas 400 euros mensuales.

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