Peatonal Ordovás


Por Carlos Calvo

    Menos mal que la mente humana no es un archivo de imágenes perfectas, sino más bien un laboratorio que borbotea expresionista. Por eso las ciudades se nos resumen en un matiz de la luz, una ráfaga atmosférica, una perspectiva que solo se insinúa.

    Todo se ve, entonces, con más calma y el tiempo se concentra hasta que los siglos se superponen como solo pueden hacerlo en las ciudades.

     Es la calma perturbadora de una intriga criminal, con esas “calles que se llenan de espectros atraídos por las luces de las farolas decimonónicas”, a la manera de ‘El cebo’, aquel cine negro de nieblas y pasarelas, barandillas y abrigos largos, del húngaro Ladislao Vajda inspirado en la novela de Friedrich Dürrenmant ‘La promesa’. O la maestría literaria, en sus insólitas fabulaciones, de Julio José Ordovás frente a las subyugantes instantáneas en blanco y negro de José Miguel Marco, en la nueva sección de los peatones zaragozanos del decano de la prensa aragonesa.

      Así sí que creemos en la importancia del periodismo. Y en las agencias de detectives y en los ríos sigilosos y en las ventanas indiscretas y en las tapias ciegas regadas de orfanato y en los callejones de las once o doce o trece esquinas. También en cualquier enigmático doctor con bigote severo, manos peludas y voz de trueno. O en esa anciana encorvada y con el pelo cubierto con un pañuelo negro.

      Zaragoza, en cualquier caso, “ya no es aquella ciudad oscura y varonil, de color coñac y olor a cirios y a farias, de los años cincuenta, pero hay sombras que no las ha borrado el tiempo”. Como aquellas largas noches residenciales de antaño –y de hogaño, ay- de nuestros mayores, “entre toses, sollozos, voces ahogadas, chistidos y castañeteos de dientes”.

      Todo un viaje a la conciencia colectiva que nos permite soñar y contemplar el hipotético efecto de nuestras pesadillas. Para quitarse el sombrero.

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