Angel Gracia. Alumbres… Ser savia de una vela más alta que el sol…

Por Jesús Soria Caro

Regresar de la oscuridad desde la percepción a la luz del origen, a la fuente del ideal, moverse como el yo supra-consciente desde las sombras de la caverna, traspasar las paredes del ego, la Historia, la Verdad, la obligación de ser parte de ese río de sombras…

…y navegar desde allí a la luz, regresar en camino inverso, ascender como savia, pero del árbol de la poesía, ascender más alto que el sol, hacia una la luz que ilumine el sentido del cosmos, ser en su raíz onírica el origen que regresa a su infinito:

Ascender la luz

hacia su fuente,

que las llamas regresen a su hoguera,

que vuelva a incendiarse la ceniza.

 

Caminar con la centella

hacia la nube.

Amar la llamarada

que enciende la rosa.

 

Ser hermano del humo,

esquirla de estrella.

Ser savia de una vela

más alta que el sol (Gracia, 2019: 10).

 

    La luz como origen de la vida está presente en el poema “Cegada”, nos relata el recorrido de cómo entra esta en el mundo sensorial, a la realidad de la tierra, siendo el viento quien le permite su viaje. Es la luz la que inauguró el mundo, su primer recorrido sobre este dio vida a las formas. En la sabiduría clásica se ansiaba el arche o principio del universo.  Pitágoras hablaba de la Mónada como fuente creadora (Uno u origen de todas las cosas) y de la díada que combinando cifras dio lugar a las formas geométricas presentes en el mundo sensorial (la combinación de 1,2,3 y 4 puntos en el plano da lugar a una forma geométrica triangular y de la suma de todas estas cifras se genera el diez[1], sumando cero y uno se obtiene la unidad (fuente o Uno, generándose otro comienzo en la siguiente decena).[2] Los pitagóricos creían que los números eran los principios (archai) matemáticos de las cosas. Del uno surgió la dualidad (construcción/destrucción, masculino/femenino, principio/final), el tres constituye los tres mundos y el cuatro (asociado a los misterios de Apolo, dios del sol tan presente en el poemario) es el origen creador de los cuatro elementos (de los que de su combinación surgen muchos elementos del mundo natural), presentes como cuatro de los ejes isotópicos que estructuran el ethos espiritual de todo el libro. Se nos propone desde el fuego regresar más allá de las brasas:

Revoletea

la luz,

cegada por lo visible.

 

No reconoce el horizonte

ni el rostro de los astros.

Repta

por la enredadera del aire.

A tientas,

entra en el mundo enmudecido.

 

Siete noches crean

la desaparición de dios.

 

Nada existe

hasta que la luz lo dice. (Gracia, 2019: 11).

    Desconocemos la luz que habita en el ser, tan solo hay atisbos de brasas borrosas que brillaron en la mente: “No sabes nada de tu luz/una vez viste la reverberación/pero no su final”. (Gracia, 2019: 27). También desconocemos el fuego que brilla en la noche, del yo, del universo, del origen ideal, casi platónico, en el que arde la luz entre la oscuridad: “No sabes nada de la noche./Caminaste sobre ceniza/y brillaron en tu cerebro/brasas borrosas” (Guinda, 2019: 27).

    El incendio, la ascensión hacia la luz, estaban ya desde “Ascender la luz” (primer poema del libro). La tierra aparece aquí, el agua también reaparece como otro de los ejes isotópicos en este y en poemas posteriores. Es el viento el que se mueve como la energía de la poesía que puede entrar en el mundo, atravesar las formas, regresar al no-ser, a esa fuente de origen de la que nada se sabe más que habrá un regreso a ese momento anterior al ser en el que este todavía no era nada. Es hermoso como el poeta describe el viaje de la luz, pero su entrada al mundo se hace “por las enredaderas del aire”, así es como entra en la realidad y la traspasa. La luz que es visible se hace una con el viento que es percibido por la piel, así este relato alegórico encuentra en esta “sinestesia” un principio para explicar el surgimiento del mundo, como Pitágoras, pero añadiendo la creación desde un mirar poético, que se angula en la libertad de la mirada, más allá de la razón, siendo el verso y sus sílabas como el número de lo inefable que la palabra poética sabe que jamás se podrá cifrar: “Revolotea la luz,[…]/por las enredaderas del aire./A tientas,/entra en el mundo enmudecido./[…]/Nada existe/hasta que la luz lo dice”.

    La misma luz que aletea y muere lejos del sol, es la que se posa sobre el párpado de un ciego, hermosa imagen y relato personificado que nos habla de la luz que existe para todos, incluso para los que no pueden ver (sentido literal) o para los que no quieren ver esa luz que está en todo, y que recorre lo más noble y lo más deleznable (las alimañas), la que muere pero que como Sísifo siempre debe surgir en una ascensión y descenso perpetuos, cargando el fuego de cada día de la vida. Es también el mismo arder que en la cueva platónica iluminaba las formas de lo que parecía real en el orden percibido, pero esombreciendo lo que no vemos en toda su dimensión:

Aletea un instante,

deja hebras en el cielo

y muere lejos del sol.

 

Alza abismos

y se hunde en las dunas.

 

Huidiza,

fugaz.

 

Se agosta en las sombras

y duerme en el aire.

 

Ama la maleza,

los rastrojos, los sarmientos.

Ampara la flor del páramo

y el alma de las alimañas

 

Cae sobre los párpados

de los ciegos,

feliz y mortal,

la luz. (Gracia, 2019: 12).

 

    En “Cinerario” se nos descubre un yo lírico incinerado: “Un meteoro ha mordido tu raíz”;  es el fuego que entra en la tierra y convierte en árbol de llamas al yo poético que es papel, blanco del silencio de las ideas, árbol de ramas de poesía que arden por la acción del meteoro, por la belleza de lo cósmico y sus incendios interiores, duales tanto en el creador como en el lector, arde así la página en blanco del poema con el fuego del logos, ordenando así el caos introspectivo del que puede surgir la creación poética:

Y de repente te descubres

ardiendo por los aires.

 

El meteoro ha mordido tu raíz.

Un incendio blanco te astilla.

Tu llama es árbol tembloroso.

 

Eres célula de sol vivo

en la carne de la nada. (Gracia, 2019: 22).

     El poema anterior también aludía al fuego como fuerza cegadora del yo poético, y de la muerte que cubre la oscuridad final de todo yo, la ausencia de visión interna y externa que consuma el desaparecer, sin embargo el yo arde en su desaparición […].

                …Lo que recuerda a Empédocles a quien el fuego lo consumió en la nada, para dejar de ser, abandonándose a esa negación total, siendo entonces todo lo que desde la ausencia del ser se puede alcanzar, el infinito de lo posible para quién no es, el punto de origen que nos une con el final…

    Luz, fuego, tierra, agua,  están en el silencio del origen,  que fue tan “Blanco”  como el título homónimo que nos presenta un texto en el que están los cuatro elementos. La combinación de estos generó el inicio de todo, así como sucede en el universo de la creación poética, Encontramos así una metaliteratura que es proyección y reflejo de un metacosmos, siendo esta como en el concepto clásico mítico la belleza, la cosmética acción creativa del cosmos que ordenó y venció al caos, al igual sucede en el orden cosmogónico del yo creador, generador, como el cosmos, de la victoria de la belleza frente a la destrucción introspectiva que asalta al poeta en su propio caos, buscador de libertad en sí mismo,  indagando en su amor a las ideas, a la belleza poética:

Escribir es enamorarme del blanco,

dejar que la nieve me ciegue.

Es abrazar el cielo y herirlo

como el rayo que apuñala la nube.

 

Escribir es reventarme en el viento

como un cáliz.

Es anidar un desierto que la luz no ve.

 

Escribir es cerrar los ojos,

respirar y ahogarme

en el mismo aliento.

 

Escribir es borrarme,

ser llama que alumbra otra llama.

Es arder de estrella en estrella,

hasta extinguirme solo (Guinda, 2019: 34).

    Dicho recurso de hacer del poema discurso sobre sí mismo, sobre su origen y existencia, es también, de alguna manera es discurso del origen y desaparición del universo, comprende en “Oscura nieve” (curioso título con un hermoso oxímoron) un mundo imposible en el que hay una hermosa personificación en la que el cuerpo de las metáforas, su forma ya sin vida es sepultada: “entierran al sol/las metáforas solitarias”, y desde la ausencia de existencia, ¿lugar común al origen del que surgen antes de existir?, se encuentran “sepultadas/se cuentan a sí mismas/las sílabas”.

     Las palabras son presentadas en el poema “Solas”, en su soledad cuando el lector y el que las crea desaparecen, se quedan abandonadas ante su existencia, miran para ver quiénes son, qué sentido tiene su existir, que pueden llegar a ser en quiénes las lean, qué entenderán de su esencia. Vislumbramos así una belleza poética que es casi una fábula que personifica las palabras poéticas, que se miran en el pozo del lenguaje para adquirir consciencia de que no son nada:

Unas palabras solas en la oscuridad,

sin que nadie las lea,

son piedra más viva

que un poema.

Unas palabras abandonadas

se asoman al pozo

para verse

sin comprender lo que ven. (Guinda, 2019: 38).

 

    La desaparición está presente en todo el poemario, en “Pacto” se alude a esta: “Seré viejo vagar y pasadizo entre planetas”.  ¿Cuál será el puente entre el ser y el no-ser?, ¿Dónde irá el ser, ¿ y su energía descrita líricamente como furia de fe?, ¿retornará esta a un orden universal que desconoce? Hermosa descripción en la que el yo es pasaje poético de su desaparición que invita a imaginar un sol que es sangre y un no-ser que regresa al fuego, a una parte de la esencia de los cuatro elementos de los que todo surgió y a través de los que se retorna a su final y origen, siendo cierre circular de este proceso alquímico hacia la disolución:

Cuando yo muera

[…]

Seré viejo vagar,

pasadizo entre planetas.

 

El viento se llevará mis ramas amargas.

Mi sol se desangrará

y me entregará al fuego. (Guinda, 2019: 36).

     El poemario cierra este ciclo de origen-retorno, con “Volver a ver”, parodia de “No volveré a ser joven”. El sol cuando queme al yo poético hará de este llamas que regresan al sol originario. No volverá a ver, pero volverá en su final a la visión cegadora del principio. Comprenderá entonces que no volver a ver es ser ciego, para desde esa oscuridad total contemplar el origen anterior al ver originario. Ser entonces savia de la oscuridad que asciende a su fuente de luz, a la ausencia que envuelve el instante del ser que es el existir,  cerrar un paréntesis infinito constituido en su interior por una pregunta, dictada esta desde el silencio que no encuentra en el logos el límite que contenga el sentido y la respuesta del cosmos.

BIBLIOGRAFÍA

-Gracia, Ángel (2019): Alumbres, Diputación Provincial de Zaragoza, Zaragoza.

-Hernández de La Fuente, David (2011): Vidas de Pitágoras según Porfirio, Jámbico, Diógenes Laercio, Diodoro de Sicilia, Focio de Constantinopla, Atlanta, Girona.

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