Insomnios


Por Liberata

    Agustín llevaba un buen rato ante el ordenador cuando oyó a su compañero de piso. Salió de su habitación y lo halló frotándose los ojos a la vez que iniciaba un bostezo.  

-Ha vuelto a ocurrir, ¿no?

-Sí. Pero, al menos, esta noche la he aprovechado.

-Bueno, pues date una buena ducha; mientras, yo te preparo el desayuno.

-Gracias -respondería Pedro aún entre bostezo y bostezo-. Me cuidas mejor que  si fueras… Bueno, ya sabes.

-De todos modos, no podrás resistir mucho más este ritmo. Quizá deberías consultarlo.

-Creo que podré aguantar hasta el final de los exámenes. Después, lo haré. Lo malo sería que, entretanto, tú salieras perjudicado.

-Eso no va a pasar. Vamos, ahora no te entretengas. Después de tomar un buen café te encontrarás mucho mejor.   

    Ambos jóvenes, amigos desde la infancia, procedían de un pueblo  de la provincia y estudiaban primer curso de Medicina en la Facultad de la capital. El padre de uno de ellos  había conocido indirectamente al propietario de la vivienda que ocupaban y, tras las consiguientes consultas, la habría alquilado para que los dos estudiantes residieran allí compartiendo gastos, tal vez hasta que concluyeran la carrera.  Se trataba de un primer piso que formaba parte de un  grupo de viviendas protegidas ya totalmente liberadas de las trabas que permitieran su venta o alquiler.  Podría decirse que, por el momento, los usuarios se hallaban satisfechos de su residencia, situada en un sector antes considerado casi periférico, pero que había ido mejorando su situación merced al desarrollo urbanístico  propio de la época. En cuanto al insomnio de Pedro, parecía deberse a la existencia de un delicado asunto familiar del que había tenido conocimiento recientemente.

-Lo que no comprendo, es cómo les ha sido posible mantener el secreto hasta ahora –comentaría Agustín a su amigo cuando se produjera la confidencia de éste.

-Contando con la complicidad de un amigo abogado, por supuesto -respondería Pedro.  

-Han tenido que sufrir mucho.

-Muchísimo. Yo les digo que para mí nada ha cambiado respecto a ellos. Aunque la situación me produce un gran desasosiego que trato de ocultarles.

 -Ha sido una mala suerte que sucediera precisamente ahora. Si cuando pasen los exámenes decides investigar, cuenta conmigo.

-Te lo agradezco, porque sé que lo dices de verdad.

   En las alturas del mismo bloque, donde el calor ya se dejaba sentir en los días más soleados de la primavera, una joven soprano hacía escalas de vez en cuando, discretamente acompañada por un teclado portátil. Ella tampoco dormía bien, y por la noche leía, o escuchaba música conveniente para su formación, bien provista  de auriculares. Aspiraba a cantar en los coros del moderno auditorio local, en el que, con escasa frecuencia todavía,  se programaban conciertos y, de tarde en tarde se representaba  algún espectáculo musical. La joven era consciente de que lo tenía difícil, aunque su profesora de canto se deshiciera en elogios sobre sus facultades.

   En la finca contigua,  un  varón de mediana edad que  vivía solo, se pasaba buena parte de la noche haciendo solitarios en pijama, instalado en el sofá  de la sala de estar, frente al televisor casi siempre encendido. Se trataba de un parado de larga duración que por el día hacía algunas chapuzas que le permitían sobrevivir.

    Y en la misma, más abajo, una joven embarazada dormía mal porque le preocupaba que su marido, que era camionero,  hubiera de realizar unos trayectos excesivamente largos, obligado por las circunstancias económicas.

   Luego, estaban los trasnochadores, que, una vez apagadas las luces, no volvían a encenderlas.   Y los que se incorporaban temprano a las respectivas obligaciones y se movían con sigilo, aunque, en ocasiones, no fueran demasiado cuidadosos al cerrar la pesada puerta metálica del portal correspondiente.

   La vivienda situada frente a la  que ocuparan los aspirantes a galenos -o sea, en el bloque paralelo- se hallaría deshabitada cuando ellos llegaran allí. Sería tras las vacaciones de navidad cuando un buen día aquellas persianas se levantaran y se advirtiera moverse a dos mujeres, al parecer de distintas edades, en su interior. Tal vez alguna de ellas fuera insomne,  ya que a  menudo mantenían durante buena parte de la noche una discreta luz encendida tras unos cristales que la  persiana nunca ocultaría del todo. Los dos estudiantes, se acostumbraron a posar sendas miradas en las ventanas de enfrente apenas abrían las suyas. Podría decirse que pronto aquella visión formaría parte de su estudiantil rutina.

-¿Tú qué crees que son?- interrogaría Pedro a su amigo en una de esas ocasiones en que se manifestara la moderada curiosidad que ambos compartieran al respecto. -. La que más se deja ver, es la más joven.

-Pues…, no lo sé. Quizá hermanas. O compañeras de trabajo, o de paro, que comparten piso. Incluso, pareja. A lo mejor acabamos conociéndolas. Pero los vecindarios de la capital, no son como los de los pueblos. Bueno, según mi madre, tampoco esos son lo que eran. Hoy día, la gente se entretiene sola y precisa menos de charla, lo que juega en detrimento de una comunicación verbal muy recomendable.  Es posible que cuando nosotros podamos ejercer,  la psiquiatría sea una de las especialidades más demandadas

-¿Sabes que hoy me he cruzado con una de las vecinas de enfrente? -dijo un día Pedro a su amigo con gesto cariacontecido-. Con la joven. Y me ha mirado… no sabes cómo.

-¿Con admiración? -interrogaría con acento jocoso Agustín.

-Yo diría que… con descaro. Por cierto, vista de cerca, está pero que muy buena.

-Más vale que no te distraigas, que nos queda poco para demostrar lo que valemos y merecer pasar al segundo curso.

-Tienes razón.

    La quincena siguiente trascurriría muy deprisa. Ambos amigos llegarían muy cansados al último fin de semana que viajaran al pueblo antes de finalizar los exámenes.  Por suerte, se consideraban  ya  casi  ajenos a desagradables  sorpresas en cuanto a las notas se refería. Y las vacaciones se hallaban a la vuelta de la esquina.

   Regresaron  el  domingo por la noche  y abrieron  todas  las ventanas  de la  casa, logrando que corriera por el interior un aire todavía templado. Las acacias del ajardinado espacio común exhalaban un aroma dulzón, que, junto  a la estrellada serenidad de la noche producirían en el ánimo de Pedro una laxitud casi embriagadora.

    “No está mal  este  lugar  para  pasar  la primera  etapa de mi vida académica…” se diría. “Aunque, ¡quién sabe lo que puede pasar!”.

    Al día siguiente repararían en que las ventanas de sus discretas vecinas  permanecían cerradas, con las persianas a medio bajar. Cuando salieron juntos por la tarde,  se encontraron  con el joven que hacía las veces de conserje del grupo y Agustín comentó inopinadamente:    

-Parece que nuestras vecinas de enfrente se han ausentado.

-Bueno, no voluntariamente -respondería el joven-. Creo que la señora se puso muy mala el sábado  y la enfermera  tuvo que pedir una ambulancia para trasladarla al hospital.

-¡Vaya, qué putada! Así que la más joven es enfermera.

-Bueno, o, al menos, alguien que se cuida de ella.

-Esperemos que vuelvan pronto.

-Es de desear.

 Pedro habría escuchado con  atención aquel breve diálogo.

-¡Qué cara tienes! ¿Por qué le has preguntado eso?

-Pues, si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Ha sido una de esas preguntas tontas que se hacen a veces. Lo que siento, es que la respuesta haya sido ésa. Esperemos que se trate de una indisposición pasajera. De todos modos, ¡qué perra vida! Y, ya ves, en ese campo es en el que nos vamos a desenvolver nosotros: en el de curar los males de nuestros congéneres. Eso, si nos metemos en la cabeza toda la materia que hay en los libros y la vocación no nos abandona… La sociedad nos necesita, paisano -concluiría, dando una palmada en la espalda de Pedro-. ¡Ánimo!

 -Menos mal que viene ya el autobús; así nos dará tiempo de repasar un poco antes de entrar al aula.

-Sí, hombre, sí. Hasta en el autobús vamos a preguntarnos.

-Si sólo son diez minutos de trayecto.

-Quince.

-Bueno, pues quince. Volveremos rendidos de soportar tanta tensión.

-Así dormiremos bien.

    En efecto, se hallarían tan agotados, que el sueño les rindió poco después de haber  cenado.  A la mañana siguiente, también tocaría permanecer estudiando en casa. A las nueve y media sonó  el timbre del  exterior.

-Es para ti -diría Agustín.

     Pedro abrió la puerta antes de que el  mensajero hubiera subido  la escalera. Firmó donde éste le indicara como si alguien hubiera guiado su mano, tomó el sobre un tanto abultado y leyó el sobrio membrete que indicaba su procedencia. Con el semblante demudado por la ansiedad, lo abrió bajo la atenta mirada de su amigo. Embargado por la emoción, se detuvo tras haber leído poco más que el encabezamiento. En cuanto supo que la carta -a la que acompañaba un documento  un tanto solemne- había sido escrita por aquella vecina cuyo enjuto rostro hubiera visto fugazmente en contadas ocasiones, siempre a través de cristales, de ventana a ventana, como si se hurtara a su mirada.  Y que aquel rostro era  el de su madre.

Artículos relacionados :