Por Liberata
Supongo que a todos nos sucede alguna vez lo de sentir la materia creativa tan dispersa en nuestra mente, que hayamos de detener un instante el proceso de selección, respirar hondo y rendirnos ante las manifestaciones que consideremos más claras, más precisas, más viscerales, producto por tanto de las propias vivencias.
En este caso, puedo referir, por ejemplo, que he pasado este “finde” -como dicen los jóvenes- en la capital del reino. Llegué el viernes por la tarde.
El encuentro con la familia, sucesivamente con cada uno de sus miembros, siempre resulta entrañable, pero siempre menos de lo deseado. Tanto esa misma noche como la siguiente salí a cenar de modo informal en compañía del matrimonio. Ambas, lo haríamos en elevadas mesas de modernos y apiñados locales, encaramados a los correspondientes taburetes. En tales circunstancias, a veces se coincide con algún famosillo, porque ya sabemos que, quien más quien menos, se echa a la calle con la misma alegría. Ese sábado nos tocaría ver de cerca a un popular locutor sevillano de tintes conservadores y gracejo a tono, en edad de jubilarse o de haberlo hecho ya, no estoy segura. De cualquier modo, bien acompañado. En cuanto a los dos jóvenes de la casa, o sea, mis nietos, habían salido cada uno por su lado, ya que existen cuatro años de diferencia entre las respectivas edades.
El domingo amaneció templado y luminoso y las castizas zonas del centro -como la Puerta de Alcalá y sus aledaños- se hallaban ya la mar de animadas a las once de la mañana. A esa hora, más o menos, mi hijo y yo nos dirigíamos iba a ver la exposición permanente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ya que era alguno de los museos locales cuyo interior me faltaba por conocer. Vimos que había bastante gente a ambos lados de la calzada como dispuesta a ver algo que iba a discurrir por ella, y nos preguntamos de qué se trataría. De repente, comenzaron a sonar gaitas y tamboriles y asomaron las primeras amazonas primero y algunos jinetes después. A los que seguirían a pie grupos procedentes de las regiones por donde antiguamente se produjera la trashumancia del ganado lanar y caprino siguiendo la ruta que ofreciera en todo momento la cantidad y calidad de los pastos para los animales. Y a mí, que, al fin y al cabo, crecí en un pueblo -si bien muy próximo a la capital en que resido y más preocupado de otros proyectos que de los meramente rurales- me ilusionó la idea de contemplar el espectáculo como si fuera una chiquilla. Pero no así a mi retoño, que adujo que dejan la capital sucia y maloliente y que el dichoso lúdico desfile haciendo uso de las añejas Cañadas Reales no tiene ninguna gracia a estas alturas. “Pero hombre, si va detrás el servicio de limpieza. Y es un romántico guiño del pasado a un presente rendido a una locomoción enloquecida…” No hubo manera de quedarse allí al menos un ratito. Y entramos al museo. Sobriedad del continente y magnificencia de contenido. Pintura barroca, tanto flamenca como italiana y nacional. Firmas desconocidas para una que es aficionada a la pintura pero no sabe demasiado sobre ella, y conocidas de obras que hacían honor a las mismas. Incluso, del propio Goya. Sin embargo, mi entusiasmo pictórico se había esfumado. Y no había manera de cazarlo al vuelo y restituirlo allí donde debiera hallarse. Lo simulé muy bien, eso, sí. Y mi filial acompañante no se sintió defraudado por mi carencia de interés y quedó convencido de haber hecho pasar a su madre un rato la mar de placentero. ¡Con lo que me hubiera gustado contemplar algo del bucólico pase…! Ver de cerca las ingenuas emociones reflejadas en los rostros infantiles, la gallardía de algunos pastores con arrugas en los rostros que parecían cinceladas de tan profundas. El donaire de las mujeres con sus coloridas vestimentas. Y la increíble mansedumbre de las protagonistas del desfile… ¡Ay, qué rarita me estoy tornando conforme voy cumpliendo años…!
Bueno, quedaba la comida en familia, cuyo plato principal -una sabrosa menestra de cordero lechal (pobrecitos, dónde van a parar al fin), alcachofas y trigueros que se degustaba raramente en la casa porque lo de limpiar las verduras es muy pesado- se habría dejado hecho, a falta tan sólo de añadir la sartenada de paratas fritas a cuadritos. Tras ella, sin apenas sobremesa, un rato de sopor frente a la luminosa y anodina pantalla y una breve salida vespertina en compañía de algún miembro de la urbanita familia. El domingo ya los ánimos barruntan, como se dice aquí, el lunes que se aproxima quedamente. Los estudiantes ordenarían los materiales para tenerlos listos a la mañana siguiente. La dueña de la casa dedicaría horas a poner en orden las ropas de la temporada que expira y la que comienza en los respectivos armarios. El cabeza de familia también haría sus deberes. Y esta invitada se diría en un momento dado: “A estas horas ya estaré por Calatayud…” Respecto a los intercambios coloquiales durante la cena no había que hacerse ilusiones, porque ésta -el modo de realizarla, quiero decir- era privativo de cada miembro del cuarteto y solía realizarse con algunos de ellos usando la clásica bandeja posada sobre la mesita auxiliar situada a media distancia entre el sofá y el televisor, y de otros, despachando brevemente las viandas en la propia cocina.
Para el lunes por la mañana guardaba un delicioso paseo matinal sin alejarme demasiado del urbano y decorativo ático. Enfilé Juan Bravo arriba, pensando que tal vez acabaría en la Avenida de los Toreros o la propia Plaza de las Ventas, pero me desvié creo que a la izquierda fascinada como siempre por las calles poco significantes y pasé por una esquina en la que había una farmacia de fachada y decoración más o menos decimonónica, con tan sólo un piso sobre el local, en el que una imaginaría al antiguo boticario que, fuera del horario comercial, podía ser molestado a cualquier hora del día o de la noche si la urgencia lo requiriera. Me agradó que permaneciera así, sin haber cedido a la tentación de levantar una finca de varias alturas. Procuré quedarme con el nombre de las calles colindantes en la memoria, pero cuando llegué a casa, donde mi hijo me esperaba para comer, había olvidado sus nombres. Contaba con tiempo de sobra para ordenar definitivamente el equipaje. La despedida siempre desgarra un tantico. “¿Será ésta la última visita?”
El viaje es un paseo. Llegábamos a la estación de Delicias a las nueve menos cuarto de la ya noche cerrada, aunque la temperatura siguiera siendo agradable. Y en un plis plas me hallaba en casa, habiendo de subir por la escalera porque, como diría un argentino, “recién” han comenzado las obras para bajar el ascensor hasta la planta calle. Arriba me esperaba la ingrata sensación de que el polvo se había adueñado de mi humilde morada, que, a decir verdad viene grande a mi soledad, aunque su tamaño no sea, ni mucho menos, exagerado. De cualquier modo, es grato reencontrarse con la amable rutina conquistada a lo largo de la existencia. En la que, naturalmente, el discreto Serafín -mi paciente ordenata- es un elemento primordial. Él guarda sin rechistar cuanto le confío, aunque de vez en cuando me dé un pequeño susto. Sólo alzar la tapa y acariciar su teclado -como si de un piano se tratara- me produce una increíble sensación de bienestar. De sosiego. De plenitud. Por supuesto que me gustaría extraer cada texto de su interior, sostener su vibrante materia en las propias manos bajo el dintel del ventanal y, como si de asustadizas avecillas se trataran, susurrarles: “Sois libres. Vamos, volad, volad…”