Por Daniel Arana
La palabra que ruega y la que profetiza
son igualmente secretas
(Pierre Boutang)
Michel Déguy escribe en Gisants: «Ce qui a lieu d’être / Ne va pas sans dire / Ce qu’on ne peut pas dire […] / Il faut l’écrire» (1985 : 131). «Lo que sucede / no es necesario decirlo / lo que no se puede decir […] / es necesario escribirlo». Eso que hay, que se da en el poema y que lo significa es también lo que el poema puede y debe decir. Existe, pues, una fenomenología del donar en el acto poético. Donar es dar y, del mismo modo, dar lugar. Darle lugar a algo. Situarlo. Situar un escrito es, entonces, dilucidarlo, esclarecerlo. Escuchemos a Heidegger: «Dilucidar significa aquí, sobre todo, indicar y situar el lugar. Significa luego: estar atento al lugar. Ambos, la indicación y la atención, son los pasos preliminares a una dilucidación […] La dilucidación, como corresponde a un caminar pensante, desemboca en una pregunta que indagará acerca de la localidad del lugar» (1985: 33).
Decir el poema, en otras palabras, es una forma de escribir que viene determinada por una comprensión del ser. Es meditar en el lugar desde el cual el poeta habla y escribe. Claro que la experiencia del lenguaje nos resulta familiar. Sin embargo, cada obra es extraña y extranjera.
Situar una labor poética es plantear la cuestión de su propio comienzo: ¿de dónde proviene el lugar de origen de la escritura? Incluso si tal explicación no pudiera constituir la preocupación explícita del poeta mismo, no hay razón para negarle un conocimiento reflexivo de su propia misión.
El poeta no es una boca muda de destino. Sería mejor decir entonces que su experiencia del lenguaje es, sin duda, más inmediata que la del filósofo. Tan inmediata, acaso, que la cuestión del origen de la escritura poética nos rechaza al ir de vuelta hacia la experiencia humilde, condicionada históricamente y siempre sobredeterminada, de nuestra lengua materna.
En el caso de Saldaña, uno de los más inteligentes poetas de su tiempo, la totalidad de las cosas y de los seres parece estar gobernada por una poética de identidad, semejanza y analogía, y en este sentido, tal presencia común se abre a la violencia de la palabra.
Lo que es vocablo, es violento y nos violenta. Es vacío y nos vacía. El territorio de la palabra está hendido de sí. Es contrapalabra.
Paul Celan aborda con frecuencia lo que parece ser esta oposición irreconciliable. En respuesta a un cuestionario de 1961 de la Librería Flinker, afirma que hay, en la poesía, «doblez de lengua», para añadir a continuación que la poesía es «lo fatalmente único del lenguaje» y, por lo tanto, «nada de doble lengua» (Celan 2013: 487). Al mismo tiempo, escribe en El Meridiano, que la poesía invita al otro y entonces depende de una duplicación necesaria: «El poema intenta ir hacia algo Otro, necesita ese Otro, necesita un interlocutor. Va hacia él, se lo asigna» (Celan 1999: 36).
Así pues, parece evidente que la poesía es una instancia singular que se hace visible a través de la oposición. Como dice Jacques Derrida, en relación al proyecto de Celan: «En cada texto poético hay, como en cada enunciado, un […] secreto inaccesible para el que ninguna prueba será jamás adecuada» (2005: 164).
Empero, una afirmación declarativa en el límite del lenguaje no puede ser suficiente, no puede servir como testimonio. En cambio, el texto poético se extiende a otro, a través del lenguaje, como hace también Saldaña, para transmitir algo que es, per se, intrínsecamente inaccesible.
La palabra nos desviste, a decir de Char (1983: 431), ante lo que, por un lado, pretendemos explicar con ella, y lo que no es explicable ni accesible, por el otro. Todo es palabra, claro, es «un decir, / de hecho, /se dice» (Saldaña 2015: 19), incluso si lo que se dice es no todo, porque todo puede decirse no.
Ahí está Malpaís y la poesía de Saldaña, en busca de un lenguaje para decir el lenguaje que ya no puede decirse. El nombre callado y la ceniza. Los sentidos que saltan por los aires y la pérdida. Aunque ya se nos había advertido antes, en Humus, que «la palabra se queda sin palabras» (Saldaña 2008: 39), nuestra exposición a una condición mortal –la del lenguaje y la nuestra, en tanto sujetos de éste-, o más bien al descubrimiento de la misma, sólo significa que sabemos que la muerte de cada uno es factible. Somos más insignificantes que antes porque no lo podemos significar todo.
Así pues, en esta búsqueda de lo que no es «encontrable», el lenguaje desempeña, para Alfredo Saldaña, un papel capital y activo. No es un mero instrumento que serviría para transcribir, de manera neutral, una experiencia que sería externa a ésta. Porque, en efecto, la poesía juega con una cierta autonomía del lenguaje: aquel ya no sólo dice lo que el sujeto poético quiere que diga, o lo que la realidad externa requiere que él diga, sino lo que él mismo está dispuesto a decir en virtud de las propiedades de las palabras, de sus ecos recíprocos, su parentesco rítmico o, en fin, sus sedimentos etimológicos.
Estas propiedades no justifican, claro está, un uso puramente lúdico del lenguaje, sino que, en todo caso, facilitan el acceso a otro yo del poeta, dándole la oportunidad de abandonarse –en un sentido casi místico-, de aventurarse más allá de su propia imagen. Al mismo tiempo, anuncia Saldaña, «una palabra abre lo que cierra otra palabra» (Saldaña 2015: 34). La poesía proporciona acceso, diríamos, a otra forma de esa relación en la que uno sabe sólo por puro desconocimiento.
Dado que hemos perdido, acaso, un cierto tipo de experiencia poética en la experiencia misma de la modernidad, toda poesía es, citando a Jaccottet, «la voz dada a la muerte» (1984: 29). Si, al principio, los escritos poéticos y mitológicos invocaban un experimento límite que se asemejaba a la prueba del infinito, de la eternidad que confirió significado a la finitud humana, esta experiencia se ha convertido ya en algo sin sentido, al mismo tiempo que la muerte.
Por todo ello, no parece que promover el lenguaje poético como mediación esencial en esta experiencia esté exento de riesgos. El vocablo produce, en ocasiones, la ilusión de obrar una metamorfosis real del ser, haciendo olvidar el estado simbólico del lenguaje. La poesía puede requerir la transmutación del ser, anunciarlo o celebrarlo. Sin embargo, sabemos que no puede lograrlo sólo por el poder de las palabras.
Aunque dos décadas atrás, Saldaña nos haya dicho que «el verbo ya no es el lenguaje que hay que destruir» (1989: 20), lo que hoy queda es apenas la ruina y el resquicio. Apenas «palabras que van y vienen» (Saldaña 2015: 72).
Por eso puede decirse que existen dos dimensiones entre las que se mueve la poesía de Alfredo Saldaña: la gravedad y la transgresión. De ahí que la existencia en espera, en aguardo de una salida, es uno de esos momentos en los que estas dos dimensiones podrían unirse: «Esperar sin ninguna otra pretensión que la de esperar una vez que todos los signos ya han sido por fin descifrados» (Saldaña 2003: 52).
La erosión y la degradación del lenguaje. El espacio prohibido de las palabras. Malpaís. Todo amenaza nuestra existencia. El tiempo nuestro, rasgado, como lo es también el del verbo, hace que permanezcamos en esa espera, que insistamos en la pérdida.
«Nada de lo que me ha visto vivir y actuar hasta ahora es mi testigo», dice Char de nuevo (1962: 48). Quizás estamos ahora en posesión de un principio topológico para la poética de Alfredo Saldaña.
Nos formulábamos la pregunta al inicio: ¿de qué lugar habla el poeta? La respuesta es, pues, algo más clara: el origen está, en cierto modo y manera, dentro del poema mismo. Sólo si se pronuncia el poema, se comprende. Su dominio comienza con su enunciado. Por un breve momento se abre un mundo donde lo opuesto es único, y más aún, donde el mundo es «mundo», es decir, que está ahí para el hombre.
En la poesía de Saldaña, una experiencia de origen, plena, llega al lenguaje. Pero este origen no es diferente de la poesía misma. Es con la poesía con lo que el mundo comienza y por eso, el lenguaje del poeta se origina en el sentido de que él mismo es el origen de lo que termina el poema.
Originarse es levantarse, aparecer, avanzar. El lenguaje da a luz a la poesía, que a su vez da origen a un mundo unificado. Pero afirmar que la escritura de Saldaña se origina no implica referencia alguna a dimensiones míticas. Tal origen no es el origen de un proceso o una historia. Por el contrario, decíamos que el mundo comienza cuando el poema se pronuncia, pero también cuando se entiende. Y el mundo del poema, donde «la palabra da testimonio» (Saldaña 2008: 39), no dura más que lo que dura él mismo.
El poema pertenece enteramente a la tierra. No tiene otro cimiento ni se refiere a ningún fundamento mítico: se refiere al lenguaje como su única fuente, pero al lenguaje hendido, al que está resquebrajado y por tanto, no es posible en toda su posibilidad. Saldaña funda un mundo que no es separable de su palabra, pero cuya palabra está separada del resto. La parole en archipel.
Tratar de entender el universo de un poeta como él es, creo yo, comprender que su celebración apasionada del lenguaje puro existe, pero también su exclusión violenta de éste. Esa duplicidad imposible constituye, a mi juicio, si no toda, sí al menos parte de la verdadera estructura de sus escritos.
El hecho de que la poesía siga siendo un misterio supone sólo que lo que en ella trasciende es indecible.
Así pues, la contrapalabra.
RELACIÓN DE OBRAS CITADAS
CELAN, Paul. 1999. Der Meridian: Endfassung—Entwürfe—Materialien. Eds. Bernhard Böschenstein y Heino Schmull. Frankfurt a.M.: Suhrkamp
CELAN, Paul. 2013. Obras Completas. Ed. José Luis Reina Palazón. Madrid: Trotta
CHAR, René. 1962. La Parole en archipel. Paris: Gallimard
CHAR, René. 1983. Œuvres complètes. Ed. Jean Roudaut. Paris: Gallimard
DÉGUY, Michel. 1985. Gisants. Paris: Gallimard
DERRIDA, Jacques. 2005. Sovereignties in Question: The Poetics of Paul Celan. Eds. Thomas Dutoit y Outi Pasanen. New York: Fordham University Press
HEIDEGGER, Martin. 1985. Gesamtausgabe , vol. 12. Unterwegs zur Sprache. Frankfurt a. M.: Vittorio Klostermann
JACCOTTET, Philippe. 1984. Semaison. París: Gallimard
SALDAÑA, Alfredo. 1989. Fragmentos para una arquitectura de las ruinas. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza
SALDAÑA, Alfredo. 2003. Palabras que hablan de la muerte del pensamiento. Zaragoza: Olifante
SALDAÑA, Alfredo. 2008. Humus. Zaragoza: Eclipsados
SALDAÑA, Alfredo. 2015. Malpaís. Sevilla: La Isla de Siltolá