Por Carlos Calvo
Aquí estoy, en pleno veintitrés de abril, día del ‘padre padrone’ de Aragón -y de Cataluña, Portugal, Inglaterra y otros terruños del querer-, visitando los expositores –“stands” los llaman ahora- de libros en los porches del zaragozano paseo Independencia.
Son las cinco en punto de la tarde y he venido solo, sin pegajosas compañías que no le dejan a uno hacer su periplo, por el amor de dios. La cosa empieza bien. Y el tiempo acompaña. Un señor tuerto y con parche, a lo John Ford, pregunta a un vendedor por alguna biografía sobre el artista Pablo Gargallo, pues ha visto el documental en torno a su figura realizado por Emilio Casanova y, al parecer, le interesa saber si sus esculturas -llenas de fotogramas en su recorrido- influyeron en el director de fotografía alemán Michael Ballhaus. La cámara del teutón, ilustro, en vez de quedarse estática, da una vuelta completa a su alrededor para que el espectador se haga una perfecta composición del lugar. Esa panorámica de trescientos sesenta grados es una de las señas de identidad del camarógrafo de Scorsese y Fassbinder, y la idea original del travelling circular la tiene este último en su película ‘Martha’ (1971). Todo lo que se crea tiene miles de ángulos. Poder rodearlos. Con tornetas de ceramista. O con raíles de cine. Los cóncavos y los convexos.
Una señora que lleva gafas rojas, labios rojos y blusa roja compra ‘Incierta gloria’, de Joan Sales, y le dice al vendedor que la adaptación cinematográfica de Villaronga le ha gustado mucho, sobre todo cuando los lugareños emplean los baturros diminutivos en sus hablares. ¡Qué majica! Otra señora, esta de negro, de voz temblorosa y la cabeza cubierta en señal de vergüenza, o así, pregunta por ‘Muestras de papel italiano’, ese excelente poemario de acuarela escrito por Julio García Caparrós, pero, al final, compra un libro de Antón Castro, que, sin ser aragonés (es gallego: nunca sabes si sube o baja), lo considera uno de los nuestros, como la película de Scorsese. Le encanta todo lo que escribe, sobre todo su adjetivación. En cualquier texto suyo, dice, te puedes encontrar en cada página doscientos adjetivos. O trescientos, si la letra es pequeña. Si a su última publicación le quitas los adjetivos y solo dejas los imprescindibles, advierte, el volumen se te puede quedar en un prospecto. O en un sello. ¡Abajo las caenas! ¡Viva el adjetivo!
Un tuno cejijunto, sin clavelitos pero con su bandurria y sus calzas largas, de rigor, hojea ‘El caminante de los tejados’, de Aurelio Esteban Carazo (el de ‘Pedrito y el hombre invisible’), transcripción -o no- de un manuscrito hallado en un caserón de La Puebla de Híjar, supuestamente escrito a mediados del siglo diecisiete, una disparatada novela picaresca repleta de erotismo y aventuras de capa y espada. Un joven con camisa de escarabajos, boina, bambas y sonrisa fresca compra ‘Felipón, faldas y anarquía’, del entomólogo y carpintero Ernesto Navarro, zaragozano afincado en Finlandia, la historia de un seductor nato -y culto- en los inicios de la transición española, entre cuyos protagonistas se encuentra el que esto escribe, vaya. La Zaragoza del subsuelo, la Zaragoza de la noche, la Zaragoza del desconcierto o la renacentista se alternan para retratar una intriga un tanto onírica y desvergonzada que engancha desde la primera palabra y se lee con mucha agilidad. Perdidos en los ochenta, sí, pero sin trampa ni cartón, con derrape de madrugadas feroces y palabras despojadas, tirando de personajes y haciendo con ellos una vara de zahorí que siempre conduce a algún surtidor inesperado. Su escritura, quizá por eso, tiene algo de tremendismo desnudo.
La cinco y media. Sigo en los porches de la izquierda, subiendo (o bajando) hacia la plaza Aragón, a la altura de Correos. Un tipo con un peculiar bigote que se asemeja a la cornamenta de un toro, y con un rojo clavel en la solapa de su chillona chaqueta a cuadros, pregunta por el precio de los dos tomos del ‘María Moliner’, pues ha visto el reportaje televisivo de Vicky Calavia, ese que tiende palabras, y le gustó mucho. Un chico alto con un piercing se interesa por el libro de Miguel Pardeza ‘Torneo’, que narra en su debut literario sus inicios como futbolista, combinando elementos autobiográficos con la ciencia ficción, sin dejar muy claro dónde empieza la verdad y dónde la mentira. Un párroco con el pelo pintado a lo Lucía Bosé (o a lo madre de Cristina Grande) se interesa por un volumen de la ex del orondo Félix Romeo Pescador de la Pradera, y también pesca en otros libritos. Al pagar, pregunta al vendedor cuándo va a salir la nueva novela de ‘Juego de tronos’. Debe ser un librero o editor o escritor -o de alguna asociación- con experiencia cultural, literaria y libresca, porque no contesta. O no sabe.
Un tipo con la piel del color de bronce y de manos nerviosas compra ‘Catrinalla’, de Iris Orosia Campos, un método de aprendizaje de la lengua aragonesa para educación infantil desde los cuentos, los juegos y las actividades interactivas. Un hombre que sonríe sin parar, y que la vendedora le regala un rojo clavel, se interesa por ‘Historias de un pene selecto’, o erecto, las memorias de Carlos Melgares desde la pasión y el humor. Un niño con cazadora violeta y la cabeza agachada, que se enciende un cigarro con actitud de adulto, husmea en la literatura juvenil, pero en lo que se fija realmente es en las ilustraciones de gente como Edu Flores, Silvia Bautista, Antonio Santos, Ignacio Ochoa, Alberto Gamón, David Vela, Alberto Aragón, José Luis Cano, Jesús Cisneros, Víctor Gomollón, David Guirao, Francis Meléndez, Elisa Arguilé, Javier Sáez Castán, Ana López, Saúl Irigaray, Isidro Ferrer…
Saber leer y escribir correctamente, y con fluidez, es la columna vertebral de la educación. En los últimos tiempos se habla de la necesidad de potenciar la lectura en los colegios, pero la lectura en sí no significa gran cosa si no es eficaz: falla la comprensión lectora de los alumnos y, lo más grave, parte de los profesores no están preparados para facilitarla o detectar problemas, porque, digámoslo claro, no son lectores, incluso los de lengua y literatura. Parece evidente que la forma de aumentar la comprensión lectora es mediante la lectura, pero no todo sirve. Hay que leer literatura. Es necesario sumergirse en esas lecturas que requieren atención y esfuerzo continuado en el tiempo, porque el cerebro tiende a economizar. Por eso, la literatura juvenil de Roberto Malo, Fernando Lalana, Daniel Nesquens, David Lozano, Carlos Grasa Toro, Ana Alcolea, Begoña Oro, María Frisa, Arancha Ortiz o Jorge Gonzalvo me llena de orgullo. Y satisfacción.
Las seis. Ya he recorrido treinta tenderetes. Solo me quedan setenta. U ochenta. La ceremonia de las firmas da mucho de sí. Veo firmar dedicatorias a caballeros como Daniel Arana, José Calvo Poyato, Ángel Guinda, Miguel Martínez Tomey, Mario Ornat, Juan Luis Saldaña, Miguel Franco Juan Domínguez Lasierra, Javier Lafuente, Carlos Manzano, Miguel Ángel Yusta, Luis Felipe Alegre, Daniel Zaragoza, Fernando Jiménez Ocaña o Roberto Sánchez. Pero apenas entregan claveles. Son unos sosos. O unos rácanos. Quienes sí los entregan -blancos y rojos, amarillos y hasta violetas- son las damiselas que firman sus productos, más generosas y relajadas: Laura Sierra, María Dubón, Elvira Lozano, Iguacel Elhombre, María de la Fuente, Sandra Andrés Belenguer, Silvia García Bases, Adela Rubio Calatayud, Carmen Arduña, Pilar Martínez Barca, Marta Domínguez, Carmen Aliaga, Sandra Araguás, Beatriz Entralgo, Ainhoa Gallardo, Clara Fuertes, Ana Isabel Martín Rebollo, Carmen Espada, Pepa Pardo…
Una joven china, con minifalda y sin bragas, compra un poemario del epilense Francisco López Serrano titulado ‘Súplica para ser enterrado lejos del planeta Tierra’. Un señor de una gran nuez que sube y baja por su delgado cuello de pollo desplumado hojea ‘La memoria de nuestros abuelos’, un volumen colectivo coordinado por Pilar Vidal Villanueva, ambientado en Mora de Rubielos y con dibujos de Miguel Ángel Fernández, sobre brujas, curanderos, espíritus y duendes; leyendas de moros y cristianos, de tesoros y seres maléficos; historias curiosas y de fantasmas; resineros, carboneros, boteros, encordadores de sillas y otros oficios perdidos; creencias y supersticiones agrícolas y pastoriles; ciclos lunar, festivo y de vida; juegos tradicionales, adivinanzas, romances, jotas y fandangos. A su lado, una mujer de nariz aguileña, dura, irascible, se interesa por la serie ‘Cocinicas’, unos tebeos de Xcar Malavida, Carlos Azagra y Encarna Revuelta, todo un recetario de platos preparados a golpes de humor. Dice la de la nariz a lo Lee Van Cleef que jamás ha tocado una sartén en su vida, y así se atreverá a entrar en harina. Tampoco hay que perderse los prólogos de Bea Cuartero. Ni los mágicos porros de Mariano, que seguro no deja indiferente a nadie.
Acaso lo específico de la magia literaria consista en concebir al universo como un todo en el que las partes están unidas por una corriente de secreta simpatía. Muchas veces, la prosa y la poesía, la vida y la obra, o lo que sea menester, no se funden con naturalidad en su intento de trascender o, simplemente, de entretener, aunque siempre exista el oficio y la dignidad. La erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, es difícil de encontrar. Me encuentro en medio de un festín de libros, algunos de ellos laureados, cuyo resultado final es el de la monumental goleada que le endosa el desencanto al entusiasmo. ¡Esos cabos por atar! ¡Esas lagunas por rellenar! Pero el editor ofrece y el lector elige. Un día, claro está, donde cada uno elige qué quiere. Lo popular por serlo no es ni una basura, pero tampoco la medida de todo. Y lo complicado o minoritario debe existir por sí mismo, porque sin los matices, ay, los colores son pocos, aburridos y tendentes al monocromo.
Y en los puestos encuentro a todo tipo de escritores y todo tipo de escrituras, para bien o para mal, de ficción o no ficción: Chesús Yuste (‘Asesinato en el congreso’), Ángel Petisme (‘El faro de Dakar’), Luis Zueco (‘La ciudad’), Félix Teira Cubel (‘El último sol’), Jorge Sanz Barajas (‘Capital del desierto’), María Pérez Heredia (‘Starman’), Miguel Ángel Ortiz Albero (‘Variaciones sobre el naufragio’), Soledad Puértolas (‘Chicos y chicas’), Mayte Navales (‘La bruja’), Magdalena Lasala (‘El beso que no te di’), Ignacio García Valiño (‘Lo que vive adentro’), Alejandro Galochino (‘El campo de los solares’), Luz Gabás (‘Como fuego en el hielo’), Nacho Escuín (‘7.35’), Juan Bolea (‘Orquídeas negras’), Joaquín Berges (‘Una sola palabra’), Virginia Aguilera (‘Ojos ciegos’), Fernando Sanmartín (‘El peligro de los círculos’), Luisa Miñana (‘Territorio Pop-Pins’), Ignacio Martínez de Pisón (‘Derecho natural’), Antonio Iturbe (‘A cielo abierto), Míchel Suñén (‘Cómo enamorar hablando en público’)…
Un tipo con la gorra pegada al cráneo, como ocultando los descorchones de su cabeza, o su escaso pelo argénteo, se interesa por un libro que analiza la mentira a través de varias películas, escrito al alimón por Mateo Sancho Cardiel y Ayoze García, una suerte de reivindicación del cine como herramienta de reflexión. Una hermosa mujer que intenta parecerse a la Preysler compra el libro del historiador Francisco Javier González Guillén ‘Burdeles reales’, las diversas peripecias del curso de la historia de España, como que la reina Isabel II nunca copuló con su marido y primo, Francisco de Asís, de modo que Alfonso XII fue concebido por el capitán de ingenieros Enrique Puigmoltó. La misma dama pide al mismo librero algo del libertario de la capital oscense Ramón Acín y le encasqueta ‘El tamaño del mundo’, un relato de aprendizaje y formación, de debacle y destrucción, escrito por su tocayo de Piedrafita de Jaca, donde el azar maneja el destino de las personas. La pobre mujer se va más contenta que unas pascuas, pero al rato vuelve y, libro en alto, le suelta al vendedor lo mismo que dijo Manuel Manquiña en ‘Airbag’: “Bueno, joven, vamos a llevarnos bien porque si no va a haber aquí hondonadas de hostias, ¡eh!”. Se cruzan mensajes verbales y se va tensando todo, como en la guerra fría. O no tan fría.
Las seis y media. Me cambio de acera. El polen y el amor están en el aire. O eso percibo. Una señora sin hijos (o eso pregona), que le da un poco de vértigo tener familia hacia el pasado y no tener más futuro que el suyo, busca algo de Juan José Benítez, pero no encuentra nada de ese escritor que empezó en el ‘Heraldo de Aragón’ y se desmarcó del decano para aspirar al más allá. En su defecto, compra ‘No madres’, de María Fernández-Miranda, en cuyas páginas la actriz Maribel Verdú explica que está hasta los ovarios de que solo le pregunten por la maternidad, con lo guapa que es ella. Un señor que viste endomingado, pero sin corbata, se agencia una biografía del cineasta zaragozano Fernando Palacios, pues es un enamorado de aquella película titulada ‘La gran familia’, ese particular ‘Qué bello es vivir’ español centrado en un elogio a los valores familiares -y a los del Opus Dei-, a la solidaridad y paciencia entre padres, hijos y hermanos (y padrinos).
Las ventas, bien, gracias. Generar dinero es la única manera que el capitalismo permite que sobrevivan determinadas especies. Pero no veo al dragón. Me dicen que está escupiendo fuego en Barcelona, día de Sant Jordi, para arreglar lo de la independencia catalana, desde la plaza Sant Jaume. Aquí todo va de santos. El visitante parece estar por la labor y se arrima a los puestos donde ofrecen libros de Joaquín Carbonell, el cantautor vivo que ha escrito la novela ‘Un tango para Federico’, un encuentro de esquinas y madrugadas entre Carlos Gardel y García Lorca; del cantautor muerto José Antonio Labordeta y sus relatos ‘Paisajes queridos’, escritos entre 1961 y 1962 con la guerra civil de fondo; de Fernando Ferreró y su obra poética completa; de Sergio Royo, con sus absorbentes cuentos agrupados en ‘El dolor del cristal’, o de Brenda Ascoz y su ‘Llorona’, el poemario más sobrio y elegante de los últimos tiempos (“No me ahogo / porque me falte el aliento. / Me ahogo / porque dentro de mí, persistente, / va subiendo la marea, / y porque siempre / me ha costado llorar”).
Un gitano mayorcito, chaparro y solitario, y con ojos de loco acorralado, husmea en ‘El duende de Zaragoza’, de José de Uña, recreación de una historia verídica ocurrida en la Inmortal poco antes de la guerra civil, un acontecimiento insólito del que dio cuenta la prensa local. Un joven con una voz nasal, cortante, impertinente, despreciativa, se interesa por ‘Sombra Salamandra’, de Raúl Herrero, un desfile de personajes y monstruos como Drácula, el hombre lobo, el hombre menguante o los humoristas Tip y Coll, siempre desde el humor y la tradición, el pop y el surrealismo. Un señor que trata de desembarazarse de una dama, cuyo vestido de lentejuelas se le ha enganchado a su corbata trenzada en protocolos, compra ‘Vaciar los armarios’ (¿no había un título más feo?), de Rodolfo Notivol, historias tan universales como las de todas las familias y tan particulares como las que solo ocurren en la nuestra. El mismo tipo se interesa por ‘Lou Reed era español’, de Manuel Vilas, un libro que muestra, por un lado, al joven Vilas en su Barbastro natal y, por otro, al cantante que viaja por España regalando conciertos y descubriendo un país oscuro y al tiempo luminoso, con mucho duende.
El escritor barbastrense, al dedicar el libro, se interesa por la vida de su fan y le pregunta que a qué se dedica, pero ese detalle humano parece no agradarle al lector, pues ni se molesta en contestar. “Dedique y no sea cotilla, oiga”. Una señora mayor, de las de antes, que dice ser del pueblo soriano de Trévago, pregunta en un puesto por la presencia de Sergio del Molino, pues lleva encima su libro ‘La España vacío’ y quiere el autógrafo. El de la editorial, muy amablemente, le contesta que el madrileño ni ha venido ni se le espera -como al autor de ‘Las pirañas’-, que está en estos momentos con las rosas de Barcelona haciendo las “américas”. Ya se sabe que el empieza con el melodrama y la despoblación puede acabar en la presidencia de los Estados Unidos.
Las siete. Las ventas parecen llevar buen ritmo. Un tipo que va diciendo que sí y pensando que no, y que habla con una vehemencia muy quevediana, compra ‘El bálsamo del agua oscura’, de Wenceslao Varona, un médico de Santa Cruz de Tenerife, pero afincado en Zaragoza, que sitúa a don Quijote y Sancho por la comarca del Maestrazgo, cuando se llamaba las Tres Baylias, en su intento de hacer un texto de resonancia cervantina con la fluidez de nuestro tiempo. Y se pregunta, otra vez quevedianamente: “¿Es que siempre se ha de pensar lo que se dice? ¿Es que nunca se ha de decir lo que se siente?”. Acaso el futuro de la literatura empiece con Quevedo. De esto sabe mucho Antonio Pérez Lasheras. Di algo.
El futuro quizá sea oscuro. Aunque oscuro no equivale a perdido. Ni tampoco a previsible. Sin embargo, el futuro de la literatura es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de los literatos, que, a veces, parecen oficiar el comercio venéreo. Por eso se dice que el juego del amor es más viejo que la cultura. Pero todo juego significa algo. El hombre es un animal que juega. Como ese lector que se acerca a José Luis Corral con un iPad y le dice: “Te estoy leyendo aquí, fírmame un reverso”, ofreciéndole un rotulador indeleble. Y así lo hace, sin atreverse a preguntarle si es una descarga legal o pirata.
Un tipo con cara de calabaza y conciencia de calle compra la reedición ‘De Las armas a Montemolín’, de Gabriel García Badell, curioso texto sobre perdedores en las cloacas de la urbe. Una pareja con una cargada maleta trolley compra ‘Amantes’, una antología poética al cuidado de Manuel Martínez-Forega y compuesta por ochenta y ocho autores aragoneses de diversos estilos y generaciones. Un señor de barba blanca y abdomen abultado, como de haber mojado mucho pan en las salsas, pide una dedicatoria a Irene Vallejo por ‘Alguien habló de nosotros’, un hermoso libro para los amantes de la antigüedad y la actualidad. En el fondo, podemos conversar con Aristóteles, con Safo o con Ovidio y sentirnos comprendidos. Porque descubrimos quiénes somos al conocer otras culturas y otras épocas. Y, de paso, nos miramos menos el ombligo.
Las siete y media. Vuelvo donde empecé y todavía no me han regalado un mísero clavel. Ni rojo ni blanco. Ni amarillo ni violeta. Un vagabundo de rasgos afilados, tapados por su larga barba amarillenta, observa varios libros, los hojea, y el librero, con modales destemplados, lo echa sin miramientos. Al momento, llega al mismo puesto una belleza explícita, bien pizpireta, de pómulos anchos y un cuerpo de elegantes huesos, y el vendedor tiene un momento a lo López Vázquez en ‘Atraco a las tres’. Hagan memoria: “¡Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo…!”. Curiosamente, la hermosa dama del armiño compra una biografía del cineasta zaragozano José María Forqué escrita por el salmantino Agustín Sánchez Vidal, reciente premio de las letras aragonesas. El vagabundo vuelve al puesto y el librero, enfurecido, le suelta: “¡Váyase a hacer viñetas!”.
Un niño de unos ocho años, con tantas pecas que parece tener sarampión, le pide a su mentor el libro de ‘La dama y el vagabundo’, aquella historia romántica entre dos perros de muy distinta condición social. En ese puesto también hay otros ejemplares del universo de Walt Disney (‘Fantasía’, ‘Blancanieves y los siete enanitos’), pero nadie parece prestarles atención. Y así transcurre un día tan emotivo para los aragoneses. San Jorge -o san Chorche- y el dragón. Libros y claveles. Buen tiempo y gran afluencia. Son las ocho de la tarde y ya llevo tres horas dando vueltas. Paseo arriba, paseo abajo. Es hora de parar el periplo libresco.
Para saciar la sed -el ajetreo, ya saben-, entro en un bar con mis compras librescas -regalos, más bien- y pido una caña. Y otra. Y otra más. La televisión está encendida. Echan un documental de naturaleza. El sol se cuela entre una maraña de troncos. Una mariposa se desprende de la crisálida batiendo las alas. Una rapaz acomoda en el pico de su polluelo una rama y cabecea, le da golpecitos, indicándole cómo edificar el nido. Un lobo con las fauces abiertas espanta a los carroñeros que le disputan la presa, mientras uno de sus lobeznos, expuesto a la dentellada, le arrebata el conejo y sale corriendo con él.
Cambian de canal y ponen el Madrid-Barça. El paseo se queda medio vacío, como la España del trepa. Empieza el partido. Faulkner contra Nabokov. O Cervantes contra Shakespeare. Ya lo dejó escrito Vázquez Montalbán, ese periodista relevante en el bajofranquismo, la transición y buena parte de nuestra etapa constitucional: “El Barça es el ejército desarmado de Catalunya”. Sigue el buen tiempo y Messi mata al dragón.