Un paseo por mi barrio

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Por Carlos Calvo

     “El barrio de la Magdalena es bello, variado, multicultural, racial, decadente, ruidoso en ocasiones, silencioso en otras, y la fotógrafa se adentra esta vez en los entresijos de sus genuinas calles, tratando de captar la esencia sin juzgar, robando para dar, porque la belleza se encuentra en cualquier parte”.
     Esto escribe el biólogo y profesor de bachillerato –ya jubilado- José Luis Cortés, alias ‘Panoja’, extremeño de la posguerra, y que vive en este barrio zaragozano desde hace más de tres décadas. Escritor ocasional, mánager musical y agitador cultural, Panoja acaba de publicar ‘Un paseo por el barrio de la Madalena’ (El gallo, 2015), un libro que acompaña al disco ‘Flamenco diásporo’, de la orquesta popular de la zona, a través de las fotografías de Pilo Gallizo, cuyos paseos por el barrio se convierten en múltiples imágenes que componen el volumen.

    Pilo Gallizo, en efecto, capta el alma del barrio, la luz, sus gentes, y Panoja le da forma con unos textos inspirados por las fotos. Para empezar, un recuerdo a Luis Bernal, porque las personas no mueren del todo mientras las recordemos. Cuando empezamos a olvidar a los que ya no están es cuando empiezan a desaparecer de verdad. Este hombre brillante –nos llamaban Zipi y Zape- era mi amigo, pensé cuando me dijeron que lo habían matado, y luego pensé que los hombres brillantes como Luis Bernal no acaban de morirse nunca, que siempre permanecen de alguna extraña manera junto a nosotros. Esto lo ha entendido a la perfección José Luis Cortés ‘Panoja’, y le dedica, esto es, el primer capítulo de su libro: “Sombras y luces que nos hablan de Luisito, un trasunto duro de Pedro Navajas, un chico bueno y alegre que un día nos fue arrebatado sin que la luz haya sabido iluminarnos sobre aquel destino tan terrible”.

    El libro continúa con la entradilla de un poema de Daniel Rabanaque, recogido en su personal ’27 ratones negros frente al gran elefante blanco’: “Dios ya no quiere ser Dios / que quiere ser / delantero centro”. Dice Panoja que Dani es, quizá, poeta del pueblo, poeta del barrio, “una voz clara, precisa, pasmosa, que sobrevuela la Magdalena a lomos de su bici, de sus pasos, de sus vivencias; una voz que nos da voz a muchos habitantes magdalenienses”. Y así, página a página, paseo a paseo, va dando paso Panoja a personajes y lugares, como míster Pendejo y el club Bohannon, en la calle del Turco, un espacio de buen gusto y buena música donde matamos muchas neuronas y noches al calor del mejor funk.

    O Manuel Albino Jiménez, alias ‘Tejuela’, el flamenco en Zaragoza, a donde vino a vivir el siglo pasado e impartió su magisterio en arrebatos y corralas, siempre “con su traje de rayas, persiguiendo el sol que le seque sus humedades ribereñas, las mismas de su memoria de ángeles y juncos”. O el gallo pintado que fue sede de este ‘pollo urbano’, y que ahora lo es de Area. Ambas entidades reflejan la esencia del barrio, como la Quiteria, la Vía Láctea o el ya desaparecido K-Pintas: cultura alternativa, sólida, diversa.

    Y todos a comprar el pan en la mejor panadería del barrio, en plena calle del Heroísmo, antiguamente de Puerta Quemada. En estricto orden y dándose ‘la vez’ (¿de dónde vendrá esa expresión?), el bueno pide una campera; el feo, una hogaza; el malo, un chusco, poco hecho a poder ser. Y la anciana del carrito, su docena de magdalenas ricas, ricas, de fabricación casera, si todavía no se han agotado. En tal caso, señora, llévese unas harinosas. O unas coscaranas. O unos mantecados. O unos cruasanes. O unos roscos. O unos bollos de leche. O unas tortas de nueces, de cabello, de manzana. Y los enamorados de la letra impresa, que los hay, a comprar el correspondiente periódico nacional, local, deportivo o económico en el quiosco más antiguo del barrio.

    La chiquillería, claro, siempre se muestra deseosa de entrar al bazar de las golosinas y las bromas, toda una institución en el barrio y en la ciudad y en la región, un establecimiento con el que aplacar el enganche a la pulsera de regaliz, al masticable de fresa o al pipón del gran Facundo, famoso en todo el mundo, porque esa tradición hace que el abanico dulcero sea digno del paraíso que los niños imaginan en su boquita de agua cuando ven el escaparate. Un lugar de bullicio infantil. Aunque los días tranquilos de la Quiteria son los peores. Desasosiegan. En mitad de esa calma puede escucharse un tic-tac, que, a veces, es el temporizador de una bomba. De ahí, si tienes suerte, sales con dos botones menos en la camisa.

    Y al final de la calle Mayor (decumano romano) nos encontramos con la iglesia, de carácter mudéjar, Santa María Magdalena, de la que toma el nombre la plaza. Se trata del corazón de uno de los barrios con más historia de Zaragoza, enclavado en su casco histórico, uno de los más coquetos de España, con sus contrastes sociales, económicos y culturales, también llamado del Gallo por la figura que existe en lo alto de la torre. A mediados del siglo veinte se produce en el barrio una transformación importantísima al abrirse la calle San Vicente de Paúl, llevándose por delante casas, iglesias y palacios, y, de este modo, quedar definitivamente separado del centro de la ciudad.

    Hoy, en pleno siglo veintiuno, gran cantidad de centros sociales, con una amplia programación artística, convierten este barrio en una de las zonas más alternativas e interculturales de la capital del Ebro. Así, la semana cultural celebrada en junio, diferentes festivales, el Juepincho o los desfiles de la Modalena dan idea de la riqueza de sus actuaciones: música, teatro, cine, poesía, danza… La Magdalena (o también denominada sin la consonante ‘g’, como le gusta a Panoja) es el barrio de Zaragoza que más asociaciones tiene, cada una con sus tendencias o recorridos: Barrio Verde, Sarpantana, Gusantina, Revuelta, Rasmia, Liberación, Envestida, Nogará, Recicleta, Towanda, Arrebato, Peña Flamenca…

    Este pensamiento, primordial, de dar a conocer la dinámica de un barrio y sus colectivos dentro y fuera de él, para dar muestra del espíritu contestatario y rebelde, de compromiso, es el que se percibe en el libro que ha escrito Panoja.  Todos sus personajes avanzan encadenando metáforas inesperadas, y construyen resonancias internas, relatos alegóricos de lucha, supervivencia y solidaridad. En las calles de la Magdalena se pueden encontrar balazos de los Sitios de Zaragoza, comercios centenarios, imprentas germinales, casas culturales, universidades populares, mercadillos de casquería, residencias de sopa boba, almacenes de trastos viejos, trabajadores del pinchirulo, años de reivindicaciones vecinales, edificios con solera y personajes que han pasado a la historia de Aragón, todo ello bajo la atenta mirada de un gallo que preside a modo de veleta el emblemático lugar.

    Asimismo, el barrio presume de una bodega que, a su vez, presume de servir el mejor vermú, con sifón o sin él, pero siempre oloroso. Y las mejores anchoas, del Cantábrico o no, pero siempre sabrosas. Es una de las pocas tabernas de la ciudad en la que se diferencian los sobrios de los ebrios. Todos en una taberna somos objetores, insurgentes y políticamente incorrectos. Ocurre, sin embargo, que en cuanto ponemos pie en polvorosa se nos pasa. Lo que sucede en los garitos se queda en los garitos y se olvidan tras la resaca. Somos mucho de arreglar el mundo en las barras de los paricios y gallizos, los entaltos y pozales, las flamas y birostas, los crápulas y potocas, los gallos y policarpos.

    El libro de Panoja, en realidad, trata de la vida, del tiempo y la memoria del tiempo, y acaba por reflejar el desorden y el caos que es esto. La vida, en efecto, se antoja demasiado vulgar para no sorprendernos de, precisamente, eso: el profundo lirismo de lo banal. El resultado, como no podía ser de otro modo, es un recorrido por todo lo que duele. Solo lo que hace sangre, recuerden, importa.

    Como la largura del ciprés, la gran torre de la Magdalena impone su sombra sobre la parte antigua y fija con su importancia el origen del resto del barrio, que se extiende a su alrededor, al principio de un modo más o menos reverencial y después de uno desaforado. Hay barrios que tienen el corazón desplazado, o que desarrollan varios corazones, y hay barrios que no tienen corazón, que lo perdieron, porque ya se sabe que las cosas del mundo son siempre complicadas.

    Sucede en la Magdalena. ¿El qué? Todo a la vez. El barrio acoge en su centro aproximado una iglesia, pero esa iglesia ya no es el templo con más significado para sus habitantes, porque está cerrado hace lustros. Cuando llega la hora de la congoja, la emoción o la promesa, los cristianos magdalenienses se recogen en otros puntos eclesiásticos del barrio: en el de San Nicolás, en el de San Carlos, en el de Santa Mónica. Ni siquiera entre las madres piadosas habrá muchas que se encomienden a Santa María Magdalena, porque si las cosas en general son complicadas, las referentes a la tradición consiguen, además, ser muy bromistas. Para bromas y bullicio, en cualquier caso, ya tenemos la Quiteria.

    A veces, el barrio se muestra incapaz de hallar la paz ni soñando ni despierto. Otras, también, el barrio es un gran silencio y se dan las condiciones perfectas para que no ocurra nada, y pasó lo de Luisito, lo de Carmencita (que era muy limpia y aseada y de su muñequita Mimí estaba encantada), lo de Carlitos, lo de Julito, lo de Esthercita, lo de Pilita y lo que no recuerdo, que también pasó. Ya advirtió Jardiel Poncela de que en la vida muy pocos sueños se cumplen; la mayoría se roncan. Mi barrio es uno. No es un problema, en realidad, sino un trámite, cierto estado natural de las cosas. Puede estar en llamas, pero lentamente se apaga, o se enfría, para que mañana pueda arder de nuevo y los acontecimientos sigan su cauce. En el fondo, mi barrio no es un barrio cualquiera, sino el fuego mismo jugando a ser un lugar de fuelles y trapaleras.

    Andar, pasear, caminar, son los temas de este libro. Sus autores han transformado el caminar en una monografía construida a modo de compendio de urbanismo y rebeldía. De esto y de algo menos escribe José Luis Cortés ‘Panoja’, a la zurda de las luces y las sombras de Pilo Gallizo, fotógrafa vocacional que recorre con la cámara las calles y callejuelas, las plazas y plazuelas, retratando todo lo que llama su atención. El barrio del Gallo, en fin, se ha adaptado perfectamente a los tiempos, aunque el lenguaje no ayuda en la búsqueda de la igualdad. Se dice que “gallo que no canta, algo tiene en la garganta”. O bien que “no puede haber dos gallos en el mismo gallinero”. O aquello de que “no cantan dos gallos en un gallinero”.

    En cambio, nadie se pregunta cuántas gallinas caben en un gallinero sin que se arme la de Troya y lo refleje en una frase redonda. Al parecer, caben gallinas infinitas, aunque digo yo que de vez en cuando las gallinas se pelean y, como el gallo de la Magdalena, mejor no estar en medio ni organizar peleas con apuestas, que son ilegales. O eso dicen.

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