La llamada de la tierra o poder reconocer las propias huellas

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Por Eugenio Mateo

     Para un urbanita, el campo, la montaña, la naturaleza en sí misma, es algo que tiene un valor relativo que se vislumbra como lejano refugio de lugareños y animales más o menos salvajes.

    Se llega hasta ella como un desahogo de tensiones preñadas de anhídrido carbónico, de relojes inclementes y de frustraciones cotidianas. Se sale a tomar un aire sano aunque siempre es discutible el efecto de la contaminación sobre los vientos, pero eso no tiene solución.

 

  Días atrás se comprobaba la huella del lindano en los ibones remotos del Pirineo y sin ir más lejos, las aguas tranquilas que aparecen en alguna de estas fotos son mudas portadoras del asqueroso pesticida, que una más asquerosa empresa química no tuvo ninguna piedad en regalar como letal regalo a un río ancestral como el Galligo, o Gállego, hoy día.

     Yo me he bañado, navegado, buceado en estas aguas y sigo vivo. ¿Estará urdiendo el veneno su trama siniestra sobre mi futuro? Nada puedo hacer, sino esperar un final digno, ajeno a agentes asesinos e impunes. La gente sale al campo olvidando que el campo ya no es virgen desde hace mucho pero al menos es distinto. Bosques amarilleando en otoño o nieblas remolonas en dejar los contornos silenciosos de la sierra es una tarjeta de distintiva diferencia, eso basta a los habitantes del asfalto consabido. ¿Cómo negar el atractivo de cruzar las puertas del campo?

    Algunos, hacemos planteamientos más enrevesados. No renunciamos a la ciudad pero sentimos el campo como propio. De ese grupo se escinden los que aman las urbanizaciones en las que la paz termina en el muro contiguo. Es otra opción, pero no para mí, gracias. Algunos, decía, amamos el paisaje que no se deja contener y sentimos una llamada de la tierra, no por ser  especiales sino por ser distintos, que sigue siendo un patrimonio del ser humano.

    Algunos amamos la soledad que mece las ramas de los robles, la fría caricia del viento que ataca de repente en un desplome invisible, amamos las huellas del berraco sobre el barro fresco de la amanecida bajo la niebla. Es una huida pero no lo reconocemos. Huir de nosotros mismos es la peor huida y sin embargo la tierra nos acoge en los surcos que el arado escarba en sus texturas. 

    Campos labrados en donde las piedras resisten el paso de los milenios. No seremos agricultores, acaso agricultura es la cultura de la tierra y no esperamos que del surco surja vida, quizá tan sólo un tributo a una tierra de labor sin faena que haga germinar cosechas. Hundo mis botas en la alfombra mullida del paisaje propio y me encanta descubrir que mis raíces siguen sin encontrar lugares comunes más allá de los lindes infinitos del espacio que habita cada partícula de una tierra fecunda si se la corteja. Yo no la pretendo pero la siento cerca, más cerca cada día. He desbaratado la selva incontenible como un arquitecto sin logia y a los chinebros les costará medrar, al igual que a los coscojos con vocación de invasores. 

    Es la sensación de controlar, en un remedo de gran maestre aficionado,el suelo que piso; pero no aquel en donde las huellas pierden su identidad bajo nuevos pasos que las borran. Controlo, para seguir reconociéndome, el nivel de mis pisadas en un terreno que no se hundirá conmigo por mucho que lo intente.

 Fuente: http://eugeniomateo.blogspot.com.es/2014/11/la-llamada-de-la-tierra-o-poder.html

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