Facciones

149faccionesP
Por Carlos Calvo

     Leyendo un libro como ‘Facciones’ (Imprenta Torcal, 2014), elaborado por el decorador zaragozano José Luis Tomás, te das cuenta, muchas veces, que escriben mejor los ‘artistas’ que no se dedican a la escritura que los ‘artistas’ que se dedican a esta disciplina.

    Nunca se sabe, pero, no sé por qué -¿seré un ingenuo?-, parece que muchos de los considerados escritores y periodistas (y agitadores culturales, y profesores, y directores de cine) les ataca una suerte de narcisismo y, en tercera persona -¡vaya!-, se emborrachan en sus codiciados premios o distinciones. O sea, bla, bla, bla. Y, claro, así no hay manera. ¿Tan difícil es bajar un poco el volumen?

     Pocas cosas hacen más vulnerable a la persona que el ego inflamado. Hay hombres, y mujeres, que viven confortablemente instalados en el yo, en la excepcionalidad. La suya, claro. Debe ser un don envidiable ese de aflautarse con autocomplacencias. Con la satisfacción de haberse conocido. Con el amor propio al máximo: onanismo puro. Con la autoestima erecta, cada uno busca su lugar al sol. Todo podría parecer consecuencia de esta sociedad que valora más el aparentar que el ser. Ya saben: “Si no te das importancia a ti mismo…”. Cosas, en fin, del ego.

     Aunque el problema no es que las grandes personalidades tengan un megaego, sino que los tipos mediocres exhiban descaradamente un ego sin proporción. Esos egos inmensos sostienen las grandes arquitecturas de la vanidad y la ambición sin mesura, como el cable de acero dio seguridad a los ascensores y permitió construir rascacielos. Hay, también, egos de miniatura, coriáceos, al modo de las estrías enrevesadas de una nuez y la potencia venenosa del cianuro. También hay política y politiquería, literatura y subliteratura, trascendencia y bajeza. A cada uno su ego, por supuesto, y su sentido del ridículo.

     Pero entremos en materia, que nos vamos por los cerros de Úbeda. Estamos ante unas ‘autominibiografías’ que un nutrido grupo de amigos, conocidos o simplemente saludados de José Luis Tomás ejecutan al son de su caricatura respectiva. Antón Castro, en el prólogo (o introducción, o prefacio) del libro, lo explica muy bien: “José Luis Tomás ha hecho un proyecto solidario, un empeño de loco, una apuesta llena de buenas intenciones y de compromiso. Se trataba de hacer una colección de retratos (o caricaturas, o dibujos), con un sesgo personal, de artistas, escritores, amigos y compañeros de viaje con el objetivo de tender una mano a los niños, necesitados y desprotegidos, a quien el sistema ha dejado a la intemperie. Ese puente debía cristalizar en una exposición y un libro”.

     Y el propio Antonio Rodríguez Castro (luego Antón R. Castro, más adelante Antón Castro y, finalmente, cuando se despoje de todo ornamento, A. Castro o simplemente A.C.) rememora que, de niño, se bañó entre delfines al atardecer y un compañero de juegos infantiles le dijo, adivinándolo, que tendría muchos hijos lejos del mar gallego. Ahora, sin embargo, solo le falta, para hacer pleno, que le enseñen a tocar el acordeón, ese instrumento que tanto odiaba Buñuel.

     Dicen que una caricatura es un retrato que exagera y distorsiona los rasgos físicos de una persona hasta llegar a lo grotesco, definición esta que sosiega a los retratados y les hace perdonar al autor su osadía. ¿Qué puede decir uno ante un dibujo satírico en que se le deforman las facciones y en el que se ridiculizan o se toman a broma aspectos anímicos?

     Emilio Casanova lo tiene claro: “El asesino dibujo de José Luis Tomás me sitúa lo que hago muchas horas al día. Estar delante de varias pantallas de ordenadores jodiéndome las lumbares para inventar la vida y lo que pienso de ella. Esos dientes que ven se parecen a los míos, pero sonrío a veces mejor y están más limpios porque una amiga de infancia me los acicala tanto con cariño como con amonestaciones. Y a veces estoy hasta afeitado, cosa que le gusta mucho a la persona que más me quiere. Y a la que quiero”. A lo que se ve, siempre hay espacio para un símbolo de la llamada del placer que nos tienta a desviarnos del deber.

     Son, en total, setenta y ocho personajes, gentes de la cultura aragonesa, de las artes y las letras, pero también, porque son los que dejan caja para esas actividades, hosteleros, conductores, veterinarios, médicos, alfareros, abogados, cocineros, impresores, joteros, ebanistas, alquimistas o saludadores de la pista. Y ellos mismos organizan su pequeña biografía, siempre a la izquierda del dibujo, unos textos de memoria y recuerdo, de sentido y sensibilidad, también de olvido y enfermedad. En el mejor de los casos, con distanciamiento, con humor, con ironía. En el peor, ay, pura propaganda y autocomplacencia. Pero estos, ya digo, no interesan, porque nada dicen y nada significan.

     Muchos de los retratados se quejan de la caricatura fresca, espontánea, acaso no del todo definida, acaso demasiado aficionada. No se ven, en fin, así de feos y arrugados. Otros, empero, no son dados a hablar de sí mismos, ni siquiera mal. Como ven, para todos los gustos. Ángel Delgado, por ejemplo, escribe que este grupo de caricaturas es un castigo a los presuntos revolucionarios por no comenzar la revolución por ellos mismos. Y menos mal, apunta, que no los ha dibujado el artista en cubismo o abstracción. Si lo hubiera hecho, constata, habrían terminado todos los caricaturizados, para qué engañarse, descuartizados. Sea como fuere, Enrique Larroy reclamará, en una beligerante apelación ante la justa restauradora del misterio de Elche, la propiedad compartida del piso del caricaturista, muy nervioso este ante tamaña desconsideración. Y es que ya empezamos con que si la abuela fuma.

    Igual de sarcástica, Elena Santolaya presume de haber dejado tuerto a un ángel al descorchar una botella de cava y de haber ganado más de una cena por sostener que las mayúsculas siguen las mismas reglas de acentuación que las minúsculas, por eso, un suponer, el nombre y el apellido de la gachí se escriben igual con letras pequeñas que con las letras grandes. Más contenido, o no, José Luis Cano nace dibujando y como ya no le dejan hacer sus breverías somardas en el decano lo sigue demostrando en su blog. O en ese documento audiovisual del enamorado. Me quiere y le quiero. Bien lo sabe Jesús Rueda, siempre sonriente, quien nos ofrece su prosa cántabra y numérica, de cruzadas y autodefinidos, de crucigramas y cinefilias abandonadas.

    José Luis Rodríguez García sigue compartiendo cuitas y construyendo silogismos con filósofos de plumaje variopinto que solo se parecen entre sí en que suelen bordear la locura día sí y noche también. Sin embargo, Paco del Río no se acuerda de lo hecho hasta ahora e intentó subir al Monte Perdido y no hubo forma de que lo encontrara. Yo, es cierto, subí por primera vez al Monte Perdido cuando era adolescente y pude ver desde allí, a unos tres mil quinientos metros (uno arriba, uno abajo), que no es el monte el que está perdido. Lo que está perdido es todo lo demás.

     También de adolescente, Pepe Luño operó una vaca de cartón que le echaron los reyes. Le sustituyó las ubres por el pitorro de un botijo de agua, convirtiéndolo en un bravo toro, al que rellenaba de agua por un agujero que le hizo en su lomo y miccionaba que daba gusto verlo, para cabreo de su madre que tenía que secar el suelo, al grito de… “¡Generoso, este chico es un trasto, llevátelo de aquí!”. Generoso, en efecto, se llamaba, y lo era, su padre.

     Por su parte, Rafael Royo, de padre violinista y madre pianista, estaba predestinado a nacer el día de santa Cecilia, patrona de los músicos, como saben, y por eso aprendió a tocar la bandurria y formar parte de una tuna universitaria zaragozana, como es preciso. Pronto se dio cuenta José Luis Albenia, finalmente, de que a mucha gente le faltaba algún tornillo y constituyó su propia empresa de tornillos, donde hasta la fecha sigue disfrutando todos los días proporcionando a sus clientes el tornillo que les falta.

     Y así. Pero falta, maldita sea, la biografía aglutinadora, la que hubiera engrandecido este proyecto solidario que pone en evidencia a los políticos como creadores del daño sistemático producido a la sociedad, trasvasando los recursos económicos para paliar el desastre financiero y subvencionar la mayor manifestación de avaricia y usura jamás conocida. Así se expresaría nuestro compañero de fatigas Daniel Rabanaque, el poeta zaragozano que no tiene la facción de José Luis Tomás. Ni falta que le hace, claro, para así extenderse.

     “Tímido y reservado, no adivino qué te puedo contar de mí que refleje… esto, que refleje lo que soy, que me ponga, de alguna manera, entre tus manos, a tiro de puño y caricia. Callado y discreto, no adivino desde aquí con qué palabras prendarte, decirte que estoy ahí, contigo, casi leyendo por encima de tu hombro. Deslumbrado por la magia de las palabras, empecé a escribir desde que aprendí a leer. Fascinado y seducido por la maravilla que supone que seamos capaces de entendernos. Deslumbrado por las sonrisas que, impresas en papel, te saltan a la boca, por las lágrimas que esperan al volver la página… Encandilado por el carrusel de versos, de libros, salgo de mi asombro para separar un destello, para elegirte un mote, una sarta de letras que ofrecer como collar, como bálsamo a tu piel”.

     Y remata, por aquello de la extensión: “Aterido en un mundo por veces gritón y malhablado, me sublevan los discursos sometidos, los papagayos del ‘status quo’ que, con su parloteo mal aprendido, nos roban el turno de expresarnos, nos imponen dictados que son lindas jaulas de fuegos fatuos. Desabrigada y a la intemperie, busco cómo y con quién repoblar el páramo esquilmado de la comunicación de masas, busco terreno fértil para otros titulares, para poner tu foto en la portada de tu vida. Desnuda y extensa como página en blanco, me tiendo a la espera de que llegues a hablarme, de que halles las palabras que nos unen, de que aceptes mis ofrendas, los poemas a tus pies”.

     Pues eso, simplemente facciones, mejor o peor acabadas, que por mucho que intentemos poner a cero nuestra vida, normal y cotidiana, la anestesia de la holganza siempre será parcial, menor. Y en el retorno, el recuento de ausencias, de pérdidas, del ingreso en la nada de célebres y anónimos. Un obituario de dolor aplazado, pero, por ello, no menos agudo.

Artículos relacionados :