Aragón Negro o la banalidad del mal


Por Don Quiterio 

  El color negro significa mucho para los amantes de un subgénero que, tanto en la novela como en el cine, ha dado momentos de gloria a uno y a otro, desde que echa a andar el ‘noir’ en las páginas de la revista norteamericana ‘Black Mask’, allá por los años veinte de la centuria pasada.

   Una corriente que insiste más en el marco social en que tienen lugar que en la resolución intelectual de los crímenes narrados. La mítica colección de Gallimard intitulada ‘Serie noire’ contribuye no poco a la fijación de los marbetes “novela negra” y “cine negro”, pues acoge en su catálogo autores como Dashiell Hammett, James Cain, Horace McCoy, Jim Thompson y tantos otros nombres ilustres de las letras policiales norteamericanas en su vertiente más oscura, o sea, más “negra”. El cine, como luego veremos, recoge en seguida la antorcha de ‘Black Mask’ y empieza a producir filmes negros.

  Coordinado por el periodista y escritor Juan Bolea, el festival Aragón Negro ha celebrado su quinta edición. Un año más ha crecido en sedes (quince por toda la comunidad) y en actividades no solo literarias y cinematográficas, porque el abanico es amplio: teatro, artes plásticas, fotografía, música, gastronomía, cómic, exposiciones, presentaciones, charlas, talleres, mesas redondas (o cuadradas)… El escritor cubano Leonardo Padura, pura transparencia del tiempo, fue galardonado con el premio de honor. A su lado, Francisco Pérez Abellán se llevó otro premio en reconocimiento a su trayectoria nacional en el campo de la investigación criminológica e histórica, el ensayo y el periodismo de sucesos. Igualmente recibió un reconocimiento el escritor madrileño, residente en la República checa, David Llorente, ganador del último premio Hammett con su desdibujo de las fronteras, quien inició su carrera publicando en la editorial aragonesa Zócalo.

  Esta edición quiso conceder un fuerte protagonismo a las creadoras y en la integración como bandera social, con un cartel diseñado por el zaragozano David Tapia, que se ha inspirado en las dos caras de Hedy Lamarr, muy conocida por su faceta de actriz pero menos por su vocación científica e inventora. Un importante número de escritores y de autores de diferentes disciplinas se dieron cita este año: Teresa Viejo, Marta Robles, Graciela Moreno, Angelique Pfitzner, Pablo Sebastiá, Pedro Tejada, Alfonso Mateo-Sagasta, Esteban Navarro, Laura Gomara, Santiago Álvarez, José Luis Caballero… Y Aragón Negro, cinematográficamente, convocó filmes de Sidney Lumet, Margarethe Von Trotta, Fritz Lang, Stanley Kubrick, Luis Buñuel, Orson Welles o un pequeño ciclo dedicado a Antonio Isasi-Isasmendi, que se proyectaron en distintos espacios, desde la filmoteca o la Fnac en Zaragoza a la sala Maravillas de Teruel, el centro cultural Moliner de Huesca o el cine municipal de Calamocha.

  El segundo marido de Agatha Christie, el arqueólogo Max Mallowan, le proporciona una vida aventurera con frecuentes viajes al Oriente Medio. En el descanso de uno de ellos y en un hotel de Estambul, la gran dama del crimen escribe una bien desarrollada trama acerca de un apuñalamiento múltiple en el lujoso tren que cubre el trayecto de París a la señalada ciudad turca. Como de costumbre en la autora, los sospechosos son varios, se encuentran encerrados en uno de los vagones a causa de una tormenta de nieve en los Balcanes y la solución del enigma es poco realista pero ingeniosa. El detective Hércules Poirot desvela un misterio ligado a un secuestro y asesinato anteriores inspirados en el caso de Charles Lindberg. Con todos estos antecedentes, el gran Sidney Lumet pergeña la adaptación, junto a su guionista Paul Dehn, de ‘Asesinato en el Orient-Express’, una producción británica de cuidada ambientación realizada en 1974. El resultado, más lustroso que brillante, es una intriga policiaca sin desmayos, con uno de esos repartos tan sonados que obligan a la película a establecer turnos de estrellato a cinco minutos por estrella.

  Forjada como actriz a las órdenes de Fassbinder en ‘El soldado americano’ (1970) o ‘Esa prostituta tan feliz’ (1971), e igualmente musa de otro miembro del llamado “nuevo cine alemán” como Volker Schlöndorff, de quien es su compañera durante veinte años, Margarethe Von Trotta inicia en 1975 una nutrida carrera como cineasta en la que brilla no solo como la única mujer del selecto grupo, sino, también, por su militante feminismo. Su intención no es crear “cine de mujeres”, sino realizar películas desde “el punto de vista femenino”. En 2012 dirige ‘Hanna Arendt’, un drama biográfico sobre esta filósofa, pensadora y periodista judía exiliada en los Estados Unidos, enviada por ‘The New Yorker’ a cubrir el juicio de un asesino de guerra alemana. “La propaganda”, deja escrito Arendt en ‘Los orígenes del totalitarismo’, “puede atentar contra el sentido común solo allí donde el sentido común ha dejado de tener validez”. La película adorna la personalidad de esta discípula de Heidegger y de su labor conflictiva como cronista durante el juicio en Israel a Adolf Eichmann, hasta el punto de ser acusada de defender al criminal nazi.

  ‘Hanna Arendt’ es una película muy reflexiva, preñada de ideas, y aliñada de todo tipo de datos, opiniones y material de archivo que le aportan sentido a su teoría de “la banalidad del mal”. Esta política teórica utilizó esta expresión para referirse a la nula consideración moral que el condenado a muerte Eichmann había mostrado ante las acusaciones que se le hicieron durante el juicio. No hubo en aquel criminal el más mínimo atisbo de consideración sobre la maldad de sus actos. La fidelidad debida a su patria, las ansias de hacer bien su trabajo y el celo ante el cumplimiento de las órdenes le anularon cualquier posibilidad de distinción entre el bien y el mal.

  Sin embargo, pese a que Hannah Arendt mostró su más profundo rechazo hacia los crímenes cometidos por Eichmann y los nazis, el uso de la expresión, “banalidad del mal”, fue muy criticado. No se admitía la falta de intencionalidad en la ejecución de los crímenes y mucho menos la ausencia de una deformación moral que había llevado a la comisión de delitos amparados por el mal más absoluto. Era imposible vaciar este de intencionalidad, por lo que sus críticos concluían que los responsables del genocidio cometido en Europa sí habían sido conscientes de sus actos. El mal existía y ellos lo habían materializado en muerte y destrucción. Para Arendt, no obstante, la imagen de Eichmann era la de un hombre corriente, con una formación intelectual limitada que no hizo más que cumplir órdenes, lo que demostraba, y ahí se encuentra una de las cuestiones clave de su reflexión, que en aras de una supuesta proyección de mejora personal y de la fidelidad al líder y su proyecto, el ser humano perdería su capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal de tal manera que este quedaría banalizado y exento de reflexión racional alguna.

  El mal es del mismo modo uno de los temas predilectos de otro alemán igualmente exiliado a los Estados Unidos, el gran Fritz Lang, que, con su parche en el ojo, hace memorables películas en todos los géneros que pisa, desde sus títulos expresionistas al cine negro, wésterns, dramas o aventuras exóticas. De su primera etapa germana es ‘M, el vampiro de Düsseldorf’ (1931), sobre –atención- la novela homónima de Thea Von Harbou, también coguionista. Estamos ante un relato criminal sobre un asesino de niñas que tiene atemorizada a esa ciudad teutona. La policía lo busca frenética y desesperadamente, deteniendo a cualquier persona mínimamente sospechosa. Furiosos por las redadas que están sufriendo por culpa del asesino, los jefes del hampa deciden buscarlo ellos mismos. Se trata de un magistral análisis de toda una sociedad, un drama que tiene el poder de dejar sentir pena por el criminal, de algo tan horrible como es el asesinato de un niño. El montaje de sonidos e imágenes que muestra la caza del sicópata es aún más impresionante. Las leyes de Griffith del montaje paralelo se aplican en esta película, una de las primeras con sonido. El auténtico final se basa en una escena de juicio, lo cual cambia un poco la historia del filme.

  Si Fritz Lang se basa en el crimen perfecto, Stanley Kubrick lo hace del atraco perfecto. En efecto, ‘Atraco perfecto’ (1956) es una suerte de homenaje a ‘La jungla del asfalto’ (John Huston, 1950) en una historia en la que las oficinas de apuestas de un hipódromo, y dos millones de dólares, se convierten en el objetivo de unos ladrones. El relato está repleto de inquietantes personajes, con una atmósfera sumamente lograda y una lujosa fotografía en blanco y negro del gran Lucien Ballard. La película surge de un endiablado guion del propio Kubrick, que adapta una novela de Lionel White, pero el libreto queda engrandecido por el trabajo de Jim Thompson, preocupado por escribir unos diálogos secos y demoledores. Una trama desbocada arrastra al espectador a un atraco relatado desde el punto de vista de cada uno de sus participantes, en una explosión de saltos en el tiempo y el espacio. El director desestructura la narración para crear un agitado y turbulento puzle que se convierte en metáfora de los conflictivos sentimientos de unos personajes desclasados, en cuyas miradas viven la amargura y la desesperación.

  ‘Ensayo de un crimen’ (1955) es una de las mejores películas mexicanas del finado Luis Buñuel, con un guion de Eduardo Ugarte adaptado de la novela de Rodolfo Usigli. Estamos ante una comedia de humor negro, original y atípica en la filmografía del calandino, aquí bromeando a costa del cine siconalítico hollywoodiense, pero que, sin embargo, exhibe sus constantes cinematográficas, sus obsesiones y su sátira contra la sociedad burguesa. También conocida como ‘La vida criminal de Archibaldo de la Cruz’, la película relata cómo su paranoico protagonista, de niño, presencia la muerte casual de su institutriz justo después de desearla. A lo largo de su vida se repiten sucesos similares, lo que le hace convencerse de que es un asesino, ya que su mero deseo de que mueran hace que varias personas perezcan.

  En efecto, este asesino de mujeres ve sus intentos delictivos continuamente abortados, debido a que sus presuntas víctimas encentran una muerte violenta antes de que pueda actuar. Finalmente se entrega a la policía y se culpabiliza de ser un criminal, y ante la autoridad que lo interroga descubre los secretos íntimos de su vida, en los que mezcla lo que realmente ha sucedido con lo que ha imaginado o lo que hubiera deseado que ocurriera. El juez le deja en libertad pronunciando una de las frases célebres de la filmografía de Buñuel, y que entronca con el pensamiento de la escuela surrealista: “El pensamiento no delinque”. Si no fuera así, reconoce el juez, media humanidad estaría en la cárcel. ‘Ensayo de un crimen’ está protagonizada por Ernesto Alonso y Miroslava Stern, actriz mexicana de origen checoslovaco que se suicida tras el rodaje del filme.

  Entre ‘Míster Arkadin’ (1955) y ‘El proceso’ (1962), el orondo Orson Welles levanta ‘Sed de mal’ (1958), un policiaco sobre un agente del orden recién casado que es testigo de un aparatoso atentado y comienza a investigar frente a la oposición de un superior de dudosa catadura. Se trata de una abstracta y casi kafkiana alegoría sobre la justicia, basada en la novela de Whit Masterson y elaborada a partir de una peculiar historia negra, de ecos shakespereanos, en la que sobresalen las interpretaciones del propio Welles, en una creación sobrecogedora de un seboso y corrompido comisario, y la de Charlton Heston, en el papel de un tosco pero honrado policía mexicano. El filme, que se abre con un demoledor e insólito plano secuencia de casi cinco minutos, enarbola una sencilla trama policial, pero en manos del autor de ‘Ciudadano Kane’ se convierte en un fascinante viaje visual para arrastrar al espectador a un mundo de pesadilla y a un expresionista festín sensorial. También a una desoladora disertación sobre la ambición y la moralidad, que el realizador de Wisconsin trenza entre vidas de unos personajes turbios y crispados.

  Sin las excelencias de los autores anteriores, el madrileño Antonio Isasi-Isasmendi es un buen artesano dotado de un ágil sentido de la narración y un seguro pulso cinematográfico. Desde muy joven reside en Barcelona y pronto destaca por su oficio en la creación de ambientes y sus personajes más o menos turbios, lo que le lleva a las coproducciones internacionales. Tres películas de su filmografía sirvieron como referencia en esta edición de Aragón Negro. Una primera dirigida en 1950 por Julio Salvador, ‘Apartado de correos 1001’, en la que Isasi es ayudante de montaje y coguionista junto a Julio Coll, una de las primeras manifestaciones del cine policiaco barcelonés (Iquino, Pérez-Dolz, Forn, Rovira Beleta, Bosch), que viene a ser la respuesta española a ese género americano realista, casi documental, que ejemplifican obras como ‘La casa de la calle 42’ o ‘La calle sin nombre’. Lastrado por un tono moralista algo molesto, es un filme sobrio y eficaz, y un apreciable testimonio de la Barcelona de los años cincuenta del siglo veinte, sus calles, sus gentes, sus empresas, sus periódicos, con una alucinatoria persecución final en las atracciones Apolo, donde el director parece emular al Orson Welles de ‘La dama de Shanghái’.

  En segundo lugar, ‘La mentira tiene cabellos rojos’, que ya dirige el propio Isasi en 1960, es una mezcla de comedia, drama, ruptura sentimental e ilusionismo a modo de juguete de suspense de inspiración hitchcockiana, tan sofisticada como fallida, donde Arturo Fernández toma el lugar de James Stewart. Mucho más interés ofrece ‘El aire de un crimen’ (1988), un acercamiento a la España rural que se basa en la novela homónima de Juan Benet para pintar el rústico paisaje humano del mítico paraje de Región (se rueda en localizaciones reales de Zaragoza). El motor del aberrante relato es el descubrimiento de un cadáver en la plaza del pueblo, pero el trasfondo de la historia es la denuncia del atraso social, el abuso de poder y la especulación territorial, todo con un guion en flashback que hace que la historia tenga su punto de originalidad e incluso de extrañeza.

  En ‘El aire de un crimen’, en efecto, Isasi logra que la tensión no decaiga pese a ciertos vaivenes que alargan el filme y juega con distintas bazas, de la puramente policiaca a la sociológica. Un digno trabajo, rodado en tierras de Calatayud, el último y acaso mejor del realizador, con música de Francisco Aguarod y Luis Fatás y un reparto en el que aparecen Chema Mazo (el galán protagonista), María José Moreno o Gabriel Latorre. Más Aragón Negro que nunca, aunque el impulsor del festival mire más allá del Atlántico para seguir estimulando encuentros de novela negra. Su objetivo es exportar el modelo de Aragón a países como Panamá, Cuba, México, Costa Rica o Nicaragua para establecer un intercambio permanente de ideas y que en estos países también puedan saciar su interés por la literatura, el cine o las artes en general, en materia negra, detectivesca o policial.

  Lo que sí queda claro es que la presencia de escritores de esta tierra nuestra es cada vez más elevada. Vean, si no: David Lozano, Jon Lauko, Julia Gallego, Santi Blasco, José Luis Miragaya, Gema Pérez Labarta, José Luis Blasco, Ana Rocañín, José Manuel González, Marisa Fanlo, Arrate Gallego, Pedro Híjar, Chesús Yuste, Óscar Bribián, David Jasso, Roberto Malo, Ricardo Bosque, Patricia Esteban, María Frisa… Desde aquí propondría asesinar, a partir de la próxima edición, a uno de los participantes para animar el cotarro. Y que viniera John Connoly (o Anne Perry) a tomar notas. O que varios médicos forenses (de Salvador Baena y Juan Antonio Cobo a Cristina Andreu) explicaran sus métodos de trabajo con el cadáver en las manos. El mismo Juan Bolea se podría suicidar, y su festival, así, se convertiría en todo un icono.

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