Por Martín Ballonga
¡Un éxito sin igual del Pollo Urbano! Una sección de Martín Ballonga con píldoras, runrunes y comentarios que nos llevaran por pequeñas pistas a caminos de interés asegurado para nuestros lectores…
¿En qué lugar queda la verdad? La pregunta es clara. Con nuestro apagón, el Gobierno se ha apresurado a secuestrar la verdad para darse cobijo a sí mismo. Pedro Sánchez, que tiene más imputados que ministros, desautoriza a todos los expertos del ramo y ha establecido un marco conspiranoide en el que cabe hasta un ciberataque norcoreano, pero no la hipótesis principal, que lleva la palabra “renovables” en el enunciado. Y veta la investigación a quien no esté bajo su dirección, saboteando a todas las fuentes que no forman parte de su órbita. A golpe de descalificación. Y la verdad es lo que nunca encaja en el relato perfecto. La verdad arrestada.
Esto se percibe con absoluta nitidez en los mensajes en los que Sánchez abomina de barones como Javier Lambán y Emiliano García-Page, “petardos que solo saben tocar los cojones”, y ordena a Ábalos que los silencie. No le pregunta su opinión ni asume un debate porque eso resquebrajaría su autoridad. Se limita a emitir órdenes que reflejan su concepción piramidal del partido. Y el esclavo obedece al césar sin rechistar. Sumisión total. El que está arriba no se mancha las manos. El subordinado, esto es, que asuma el trabajo sucio.
Y en estas llegaron las explosivas declaraciones de Pilar Alegría, en torno a lo que provocó el corte energético: “Gracias al Gobierno que preside Pedro Sánchez, el número de electrocutados durante el apagón fue cero. Y los ludópatas no jugaron a las tragaperras”. Con taquígrafos, pero sin luz.
También se le encendió la luz a Mosén Melero y ha confesado que habría deseado ser cardenal. Muchas noches viste en su domicilio un hábito comprado en una tienda de disfraces y se emociona al verse en el espejo. No es un tema de fe religiosa, que también, sino una fascinación por el misterio, el secretismo, las conspiraciones y el afán de control que tienen los altos estamentos eclesiásticos.
Mosén Melero es un experto en todos estos temas. Bibliófilo e instruido, posee un manuscrito original comprado recientemente en el rastro de San Bruno de cuando Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina. Se trata de un soneto sardónico escrito por el propio artista italiano: “La barba apunta al cielo, y la nuca siento / sobre la joroba, y tengo pecho de arpía, / y el pincel gotea todo el rato sobre mí, / salpicando mi cara hasta convertirla en un taraceado pavimento”. Leer ese poema le genera a mosén Melero endorfinas del tipo opioide (serotonina, depomina) que le hace sentirse mejor. Loado sea.
Una vez le preguntaron a Dalí si era creyente. El pintor (y gran escritor) respondió: “No soy creyente, pero sí practicante”. Parece otra de sus ‘boutades’ ampurdanesas, pero a Dalí le seducía la plasticidad de la liturgia católica como a cualquiera que jamás haya sostenido un pincel. Del capitel románico al retablo barroco, la Iglesia ha refinado durante siglos una pedagogía estética de amplio espectro, capaz de cautivar por igual al analfabeto que al instruido.
En esto está de acuerdo mosén Melero, aunque la obra pictórica del ampurdanés no le interese lo más mínimo. Para mosén, el mejor pintor contemporáneo es Pepe Cerdá, y va a hacer todo lo posible (y lo imposible, sobornos incluidos) para que pinte las cúpulas todavía vírgenes de la basílica del Pilar. Sus contactos eclesiásticos allanarán el camino. Suerte y enhorabuena.
A nuestro amigo Cuchi Gómez, cinéfilo de los viejos tiempos, le aconsejaríamos que viese las películas de la belga Alexe Poukine. Sus documentales abogan por la escucha activa, un término, por cierto, redundante, ya que la escucha es (o debería ser) activa. El concepto se basa, como su nombre indica, en escuchar, pero en hacerlo de verdad: en prestar atención, en entender, en interesarnos por lo que estamos oyendo. Y ese es el único camino para llegar a la empatía. Si no escuchamos, no entendemos. Si no entendemos, somos incapaces de empatizar. Y te confunden con Pablo, el de los Picapiedra.
También habría que ver las películas del cineasta haitiano Raoul Peck, para quien “un documental se construye con tiempo: escuchas, comprendes y elaboras, no capturas ni robas”. Ahora se realizan documentales como chorizos, que son simples reportajes sin ningún aliento cinematográfico. En Aragón proliferan como las setas: que si los de Gaizka Churresku, que si los de Vicky Caragria, que si los de Germán Poda…
Tendrían que aprender de Raoul Peck, el haitiano que lo tiene claro, pero ni escuchan ni entienden: “No nos engañemos, ha habido una proliferación de propuestas a las que llaman documentales, pero, bajo mi criterio, no lo son, ni en términos éticos ni artísticos ni financieros. Son productos. Yo aprendía, porque supe escuchar, que si haces un documental sobre una comunidad has de pasar, al menos, seis meses en esa comunidad y no sacar tu cámara, pues de lo contrario estás echando a perder el proyecto. Hoy en día puedes disponer de dispositivos de bolsillo con los que grabas una aproximación de cámara oculta. Pero eso es periodismo. Bueno o malo, pero periodismo”.
Y es que se realizan muchas tontadas. También se escriben otras tantas. El último melón es Andrés Trapiello, que se ríe de Buñuel, de Dalí, de Breton y, por extensión, del surrealismo en general. Los trata de bobos, que buscaban incomodar pero que causaban grima. “El surrealismo”, afirma, “ni siquiera tiene que ver con la literatura, la pintura o el cine, solo tiene que ver con el surrealismo, es un mundo autorreferencial”. Como el propio Trapiello, que se pasa la vida pensando en Andrés Trapiello.
Menos mal que nos queda Portugal. Ahí están Jordi Xifra y Manuel Fructuoso, que acaban de publicar un extraordinario libro titulado ‘Diccionario Buñuel’. Y ahí está, también, nuestro compañero de fatigas Antonio Tausiet, pendiente de otro diccionario en torno a los amigos entrañables del cineasta calandino. ¡Abajo las caenas!