El circo como gancho

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafa Esteban 

    La vida suele transcurrir sin que a menudo seamos conscientes de ella. A veces tratamos de fijar una suerte de doctrina de la ciudad. El armisticio íntimo por la ciudad debe ser incondicional porque en ella está el molde laberíntico de la justificación de vivir. Que estemos perdidos empieza a ser un lugar común.

    Por eso trazamos mapas. Para guiarnos por senderos desconocidos. Nos gustan las ciudades porque en ellas podemos perdernos de la mano de nuestros sueños e inclinaciones más secretas, como empedernidos ‘voyeurs’ de la existencia, a la manera de una reflexión sobre el arte como lenitivo de las miserias de la vida y justificación de esta. O como un manifiesto de amor al circo. O como una constatación de que estamos hechos de la misma materia que los sueños. O como una diatriba contra la estulticia rampante y el desinterés ignorante de quienes no deberían permitírselo.

    Sí, la ciudad y sus barrios y sus gentes. Hombres bala, dependientes de comercio minorista, funcionarios, albañiles equilibristas, equilibristas ambientalistas, mentalistas reposteros, parados, niños con superpoderes, escultores, pintores, supergemelas, actrices barbudas, fruteros malabaristas, ciudadanos sin nada que perder, educadoras sin red, mediadoras demediadas, pescateras, magos, cajeras, arquitectos, ilusionistas, chóferes, volatineros, electricistas, tipógrafas, fontaneros, limpiadores, médicos especialistas, panaderas, carniceros, lanzadores de cuchillos, restauradoras, escapistas, escaparatistas, diseñadores, informáticos y muchos más en el pequeño circo planetario del barrio del Gancho.

    La preocupación por la felicidad de los niños indica el desarrollo de una sociedad. Así lo entienden los organizadores –José Manuel Latorre ‘Seve’ o los hermanos Fernando y Mariano Lasheras- de la llamada ‘Carrera del Gancho’, el evento sociocultural más representativo del barrio dedicado este 2015, en su duodécima edición, al mundo del circo. Al aire libre se dieron cita dieciséis grupos de artistas de distintos estilos, la mayoría formados en la escuela del circo social del casco histórico, que ya lleva cuatro años formando a cien vecinos de San Pablo y de la Magdalena de entre seis y treinta años en las técnicas circenses. Los más pequeños asistieron atónitos a actuaciones de telas, acrobacias, trapecio y escalada en cuerda. A la programación más clásica se sumaron talleres de pintura y de disfraces, la construcción de un circo en miniatura, malabares, demostraciones de trucos de magia y el gran pasacalles. Y la proyección del audiovisual ‘Les Ganchiriki’, todo un homenaje a los pequeños acróbatas del barrio y, de paso, todo un guiño a un primitivo cortometraje del turolense Segundo de Chomón.

    El barrio, además, rindió homenaje a tres vecinos que han triunfado en el mundo del circo. Y se descubrieron dos placas para recordar al ilusionista Peter Diz, que nació en la calle de las Armas –su hijo Eduardo Díaz hizo de anfitrión-, y al dúo de payasos los ‘Opelli’, formado por Germán Redondo, nacido en la calle Mosén Pedro Dosset, y Enrique José Benedí, vecino de la calle San Pablo. De los tres solo Germán sigue vivo, admirador del gran Cugatti, bonachón y despistado, intuitivo y gran dominador de la mímica. De este modo, el ‘Opelli’ se erigió en la referencia de una realidad bulliciosa de la que surgen nombres míticos: Zampabollos, Raluy, Charles Rivel,  Grock… Pasen y vean. La función va a comenzar.

    Todas las vocaciones tienen algo de sobrenatural. El chiquillo que decide de pronto que será funambulista, piloto o cirujano. La chiquilla que asegura que va a ser fiscal, actriz o karateka. Me refiero a los niños que lo dicen en serio y perseveran, escogiendo para sí mismos un futuro que es, a veces, difícil de explicar, pero que es también irrenunciable. Germán Redondo perseveró y encontró su vocación como augusto, recibiendo las bofetadas, acaso porque, por decirlo con Sócrates, es preferible sufrir una injusticia que cometerla. Y, emocionado, preguntaba a los niños y no tan niños que se cruzaban en su camino: “¿Cuánto os dura la risa?”.

    El payaso es un actor universal, eterno, y propio de todas las culturas que existen desde la antigüedad. La China antigua tenía sus payasos, como los tenía el imperio romano. Al payaso lo identificamos por su traje, su fisionomía, sus mimos, el carácter previsible y mecánico del juego y la ignorancia de la realidad. Y se choca con los muebles. Y rompe todo lo que le rodea. La grandeza del payaso y la base de su universalidad son, al mismo tiempo, trágicas y cómicas, porque hace reír y llorar, fascina a los niños, grandes y pequeños, y los aterroriza. Pero el miedo, bien lo sabe Germán Redondo, impide la dialéctica, oculta las contradicciones y hace imposibles la solución y los sueños.

    ¿Qué misterio hace que los payasos conserven su público? Sin duda, a las personas mayores, como a los niños, les gusta que les cuenten historias que ya conocen. Al fin y al cabo, la mezcla de lo trágico y lo cómico responde a alguna aspiración del alma humana. Es lo que llamamos tragicomedia y esto lo supieron ver muy bien dos monstruos del celuloide, Charles Chaplin y Federico Fellini. Ellos, en toda su obra, bucearon en el mundo del circo. Como el gran Germán Redondo y su circo como gancho.

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