De ferias librescas, vanidades y fandangos

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Por Carlos Calvo

     La lectura es mucho más que un entretenimiento privado o una transacción comercial. No cabe culpar orteguianamente a las ‘masas’, aunque la gente, para qué negarlo, se sienta especial en el montón, feliz entre el tumulto, satisfecha en el seguidismo atroz.

    A veces, la feria del libro es la feria de la impostura, de la fantasmada. La humillación para los libros de verse expuestos en siniestros tenderetes callejeros. La razón fundamental por la que la lectura va tan mal es que a nadie le ha importado nunca demasiado. La culpa, muchas veces, es de los propios autores, que han perdido el decoro, y la estética, y se sientan como animales de feria a firmar autógrafos sin sentido. La vanidad, ¡ah, la vanidad!, siempre nos hace hacer el ridículo.

     Esta zaragozana feria libresca es extraña. Miro la lista de autores y reparo que los escritores que me interesan los podría contar con los dedos de una oreja. Con la suerte de un señor en pleno safari, lo primero que veo es a Juan Bolea, que me interesa menos que un practicante. Nieves Herrero está firmando como una persona a la que le quedasen diez minutos de vida, y a su lado está un exautor exitoso de finales del siglo pasado ante una fila inexistente de fans imaginarios. Visito a mi amigo el editor Fernando Jiménez Ocaña, más solo que la una, y justo cuando le abrazo veo por el rabillo del ojo a Belén Esteban, abandoando un tenderete. He debido elegir el día más raro de esta feria libresca, caramba.

     Algunos escritores se consideran referentes intelectuales. A veces, lo único razonable que uno puede hacer es tener una biblioteca de quince mil libros, encerrarse en casa y no salir nunca más. Pero, bueno, tampoco hay que ponerse espléndido, que de todo hay en la viña del señor.

    De momento, la feria libresca zaragozana vuelve a su cita anual con los lectores y se dan cita unos cientocincuenta escritores, entre ellos Vázquez Figueroa, José Verón, Sarah Lark o Maha Akhtar. Como siempre, me acerco a los visitantes del ferial y, como es tradición en esta casa, les hago la pregunta de rigor: “A ver, piense y responda, ¿qué libro está leyendo?”. El personal se muestra dispuesto y contesta amigablemente.

 Antón Castro:

    –Cuando estudiaba bachillerato en mi Galicia natal me debatía entre ser Federico García Lorca o san Juan de la Cruz, vivía con pasión la poesía introduciéndome literalmente en la piel de Antonio Machado, Alberti, Jorge Guillén o Agustín García Calvo. Escribía mis malísimos poemas aspirando al malditismo impostado que, a veces, adivinaba en los endecasílabos y los pies métricos latinos de Agustín, de su editorial Lucina, de aquel ‘Libro de conjuros’ que no me dejaba vivir a pesar de que a duras penas podía entender el significado de “caes no sabes adónde: estoy cayendo”. Ni del “¡Yo imposible! Ni fui ni soy ni puedo ser lo que soy”. Ahora pienso en aquellos días en los que quería ser poeta y no me reconozco, a duras penas puedo comprender el valor ni el significado de aquellos textos que no me dejaban dormir. ¿Me habré muerto?, pienso. Quiero regresar a la poesía para volver a estar solo en este mundo donde nos hemos vuelto una multitud.

 Eva Orúe:

    -La máxima de Benjamín Franklin (recuerda, guapetón: “Carecer de libros propios es el colmo de la miseria”) fue interpretada por gentes de toda condición como una invitación a cargar de libros las estanterías de casa. Algunos lo hicieron porque suscribían al menos la segunda parte de lo proclamado por Jorge Luis Borges. Recuerda, guapetón: “Que otros se enorgullezcan por lo que han escrito, yo me enorgullezco por lo que he leído”. Otros se quedaron en lo más superficial, la pura petulancia: la niña que fui se sonroja al recordar, en la zaragozana librería Asís, a esa señora que, sin asomo de rubor, encargó no sé cuantos metros de libros encuadernados en piel, “marrón a ser posible, que me combina mejor con el salón”.

 Carmen Puyó:

    -Debido a la edad, a mi cuerpo le pasa lo que a los vehículos, es decir, tiene que pasar periódicamente la ITV o inspección técnica de vehículos, lo que en este caso es la ITC, o sea, la inspección técnica corporal. Y en las salas de espera de mis visitas al cardiólogo me lo paso pipa leyendo las revistas del corazón y me entero de todos los dimes y diretes de famosos y famosetes. Lo último que he leído ha sido acerca de Chabelita. Dice Chabelita que ella no se llama ni se ha llamado nunca Chabelita, que eso es un invento de las revistas del corazón. Pero entenderá Chabelita que había que buscarle un apodo, un diminutivo que la distinguiera de su celebérrima mamá. Yo la llamaría Isabel Pantoja júnior, que queda como muy internacional. También leo que se ha operado las tetas, que se las ha puesto más gordas.

 Dolores Serrat:

    -Siempre leo los artículos de Luis Alegre. ¡Qué prosa! ¡Qué agudeza del pensar! ¡Qué sutileza del decir! Y, de paso, me ilustro con temas básicos para esta humanidad nuestra. Que si Penélope Cruz ha cumplido cuarenta años. Que si en vinos Nicolás se cena como en ningún sitio. Que si los mejores roscones de san Valero se fabrican en casa Fantoba, con ‘b’ o con ‘v’. Que si Biridiana es más conveniente escribirlo con ‘v’. ¡Qué sabiduría! ¡Qué capacidad! ¡Qué pelo más guay!

 Joaquín Carbonell:

    –Ahora que soy un jubilado de la vida, estoy releyendo todas mis entrevistas realizadas a lo largo de mi densa carrera periodística, para organizar un libro, que lo voy a titular ‘Joaquinilla Carbonilla, praxis y montaje de la entrevistilla’. Ya me imagino firmando ejemplares en la presentación a la voz de “¡Illa, illa, illa, Carbonilla maravilla!”…

 Juan Bolea:

    -De gran linaje provengo, / de la augusta familia Bolea, / y mis escritos prevengo, / maricón el que no me lea.

 José Luis Melero:

    -Como ropavejero del libro que soy, acabo de comprar dos toneles (sí, dos, qué pasa, por qué se ríe) a mis benefactores Fernando Deshojos y el innombrable conde Condón. A ver si encuentro, entre tanta morralla, alguna primera edición bien encuadernada de ‘El retrato de Dorian Gray’ dedicado por Wilde o ‘Viaje al fondo de la noche’ con algún dibujito de Céline, el canalla. Todo es oro distinto, pero el amor a estos libros es cultura, ruleta, ansia, vicio azorinesco. Y el que venga atrás que arree.

 Javier Segarra:

    –Acabo de leer un libro de recetas de cocina y en el capítulo de los pescados hay algo que no entiendo. Con lo que me gusta la sopa de aletas de tiburón, el autor del libro, en la parte dedicada a este escualo, escribe que “el tiburón es un pescado mortal”. ¡Pues que lo prohíban! Y yo sin saberlo. Ahora entiendo a los que dicen que la lectura abre el conocimiento.

 Emilio Lacambra:

    -No he perdido mi afición a leer esas recetas de cocina especiales que suelen publicar las revistas. Y guardo varias porque me resulta difícil de creer que algún cocinero encuentre los ingredientes que se piden en estas recetas tan originales. Por ejemplo, una titulada “Chupe de gambas rojas”. Para empezar, hay que ir a Palamós a comprar cuatro gambas rojas. Luego, hacer cien gramos de puré de cebollas, pero que sean rojas y confitadas. Después, hacer pasta de ajo y asarla. También pasta de aji, pero que sea panca, y otras dos de miso blanco (lo de miso no he podido traducirlo, porque el diccionario solo dice que es la voz que se usa para llamar al gato). Sigamos. También necesitamos setas shitake, algo que se llama tofú (que no tengo ni idea de lo que es porque ni siquiera viene en el diccionario) y brotes de shiso. El asunto se complica aún más si nos atrevemos con el plato de cochinillo asado al pisco (que no tengo ni idea de lo que es), para cuyo plato necesitamos también  huacatay, el citado pisco y otra cosa que se llama mirin. Y para cerrar el jeroglífico culinario, también hay un postre de shiso y menta que necesita maltodextrina y agar agar. Si alguien consigue lograr todos estos ingredientes, que me lo diga, que me parece que me he quedado en las cavernas con el pollo a la chilindrón del Julio Alejandro ese. Ya lo decía  Tarancón: cuidado con el fogón.

 Isabel Soria:

    –Yo necesito reconocer en las páginas que leo deudas de Shakespeare, Cervantes, Thomas Mann y Jesucristo. No nombro a Dios porque no me gusta como escribe. Prefiero al hijo, del que conocí buena parte de su historia por la ópera rock ‘Jesucristo Superstar’, que cantaba en el coro de mi colegio, y con ella conocí también la historia de María Magdalena, luego orillada en la oficialidad y rescatada con profusión de datos históricos por Dan Brown. Por eso estoy ahora con una biografía del Che Guevara y unas memorias de Felipe González, que abandonó el socialismo marxista para convertirse al socialismo gasnaturalista, gran político que en la presentación de su autobiografía se hizo muy amigo de Luis Alegre, y cenaron juntos y todo en una noche memorable. ¡Los hay con suerte!

 Vicki Calavia:

    –Me estoy leyendo la praxis cinematográfica de Karel Reisz, el que dirigió a la mujer del teniente francés, o inglés, o alemán, que no me acuerdo bien, para ver si se me aclaro con el montaje, que me tiene loca, loca, y así puedo hacerle a Ducay un documental como dios manda. Sí, el productor de esa que solo tenía una pierna, triste Ana o algo así. A ver si no me cuesta tanto dolor de cabeza como el ‘Aragón rodado’ conversado por mi querido Luis Alegre, que el Ducay está muy mayor y no sé si me dará tiempo. Que luego me acaban llamando la obituaria fílmica local. Y oficial.

 Antonio Nadal Pería:

    -Acabo de leer el guion de la película ‘Ocho apellidos vascos’ que me ha dejado mi buen amigo el ‘pagafantas’ Borja Cobeaga. A la conclusión que he llegado es que no se puede hacer una película de ese estilo en Aragón, es decir, una película que se titulase ‘Ocho apellidos aragoneses’, porque en esta comunidad no se exige a nadie ocho apellidos aragoneses para reconocerlo como tal. No experimentamos el orgullo de ser aragoneses por los apellidos, sino por haber nacido aquí, y nos consideramos aragoneses de pura cepa si nuestros padres y abuelos también lo son. Si no de apellidos, sí se puede hacer gracias de los aragoneses en cuanto a nuestro marcado acento al hablar y los chistes de baturros y cabezonería de sus habitantes, de lo que el cine se ha prodigado sobre todo en películas interpretadas por Paco Martínez Soria, que representaba a la perfección la imagen más tópica y cazurra del baturro más convencional, menos real que la que los demás querían ver. Después lo imitaron Esteso y Marianico el Corto con menor fortuna. Una cosa que nos caracteriza es la forma de hablar y en esto, además del acento, sí que tendría que esforzarse un andaluz que llegase a Zaragoza en busca de una aragonesa que conoció en Sevilla. En cuanto a manifestarse políticamente, el andaluz en Aragón no tendría que aparentar un amor desmedido por los derechos de Aragón ni ponerse en cabeza de una manifestación para contarnos algo nuevo. Aquí, lo que más nos une, es ir contra el trasvase del Ebro y en eso el andaluz en Aragón sí debería aprovechar cualquier manifestación en contra del trasvase para acompañar a la aragonesa de pro, más que nada por estar más tiempo a su lado. Eso sí, el futuro suegro le agradecería que de vez en cuando soltase con su gracia natural andaluza alguna palabra aragonesa como abundio, apaño, modorro, chiflar, desustanciao, embolicar, endiñar,escaparrar, esnucar, quiá, recao, miaja, zagal, zoquete… Además sería conveniente que le gustasen las migas, la borraja y la longaniza.

 Eva Cosculluela:

    -Soy librera desde hace diez años y amo profundamente mi oficio. Gestionar una librería cada día es más difícil. ¿Es viable que una librería reciba títulos nuevos todos los días? Cuando abrimos en 2004, lamentábamos no tener tiempo para leer las novedades. Ahora no nos da tiempo ni a leer las contraportadas o las notas biográficas de las solapas. El mercado editorial está copado por libros sin valor que no están escritos por escritores. Quienes apostamos por la literatura vemos los catálogos de novedades y las listas de ventas con desesperanza.

 Valentín Corraliza:

    -Yo siempre leo y releo a Ruano. Conviene leerlo a sorbos cortos. Si te descuidas, acabas herido de su misma cleptomanía hacia el oro, pero con las palabras. No es un gran escritor, sino un aroma de escritura, de claroscuros, de hallazgos líricos, de una inteligencia vivísima y urgente. Ruano está envejeciendo mal porque los lectores estamos leyendo a menos y a peor, y buscamos sus hechos personales, acaso reprobables. Pero en él hay un calambre alocado de época por el que, a veces, viene bien dejarse rodar.

 Martín Ballonga:

    –No sé exactamente a qué se refería Valéry cuando dijo que la sintaxis era una facultad del alma. Los antiguos hacen todo tipo de manierismos semánticos en este tofu. Sé, sin embargo, que hay unos pocos afortunados que escriben como la araña segrega su tela. Desde el principio y porque sí. La prueba la tenemos en Julio José Ordovás y sus anticuerpos literarios, pura prosa subyugante.

 Jorge Usón:

    -Acabo de leer un libro sobre el flamenco. Del flamenco me gusta la seguridad del artista a la hora de interpretar. Me ha servido para depurar mi técnica como actor, aunque sea de dibujos animados. Y, por supuesto, soy un fan de Félix Romeo. Y del oso Yogui. Lo demás me parece literatura escrita por aficionados.

     ¿Por qué hablamos de profesionales y aficionados? ¿Dónde colocamos el listón, en la formación adquirida o en el valor intrínseco? Me hago estas preguntas mientras me dirijo a casa, andando, paso a paso, después de dar por finalizada mi visita a la zaragozana feria libresca. Me topo, en el camino, con un taller de reparaciones y mantenimiento en el que se puede ver pegado a la puerta una hoja con el siguiente texto: “Reparamos cualquier cosa”. Entre paréntesis, y a continuación, se lee: “Toque fuerte en la puerta, el timbre no funciona”. Que les toquen, pues, el fandango.

     Vuelvo a mis preguntas, dale que te pego, y me cruzo con mi amigo Emilio Aso, que rescató para mi placer un libro de finales del diecinueve, editado por la imprenta de Agustín Peiró y escrito por Casimira Ballonga. Por el boca a boca intergeneracional supe que mi bisabuela escribía, y muy bien. Mejor que muchos vanidosos que pululan por estos lares. Escritura directa, elegante, con aroma. Y bailaba la jota. Y tocaba el piano, como el Juan Arango del epigrama de Bretón de los Herreros: “A Juan Arango, pianista de gran fama / le dijo la otra noche cierta dama: / ¿No me toca usted nada / que a pasar nos ayude la velada? / Y, complaciente, Arango, / por tocarle algo, le tocó el fandango”.

     ¿Las condiciones objetivas son un verso suelto de la retórica cultural? La cultura debe ser algo vivo, que vaya de lo micro a lo macro con la misma fluidez que debe ir de lo que forma parte del arraigo y el orden académico, hasta lo que es indagación, búsqueda y desorden conceptual. Tanto aporta a la cultura un éxito que un fracaso. ¿Quién da el certificado de éxito y fracaso? En todo el ámbito de la cultura de exhibición, deberíamos estar abiertos a lo que se nos ofrece, no a la parafernalia y los condicionantes de la propaganda. El rango que se adquiera por el valor real, no por el supuesto. La cultura como fandango.

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