Sucedió en Antígona

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Vicente Almazán

     Dijo una vez Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976) que las presentaciones, al igual que las leyes, están hechas para saltárselas, y aunque se supone que su función es la de atar al visitante para que no se escape del evento, lo que generalmente consiguen es hacerle perder el tiempo y no pocas veces las ganas de salir por piernas.    En efecto, las presentaciones, vuelvo a Ordovás, “son como esos churretones de nata que acompañan a los flanes de los menús del día, y que solo los muy hambrientos –o los muy golosos- se llevan a la boca”. Por supuesto que siempre hay excepciones.

     Sucedió en Antígona, la librería zaragozana que regentan los entrañables Pepe Fernández y Julia Millán, con ocasión del último libro del zaragozano, ‘El Anticuerpo’ (Anagrama, 2014). Una presentación como dios manda. Amena. Divertida. Profunda. Ordovás ofreció un recital de sus saberes humanísticos y literarios, sin evitar, tampoco, la sorna, tan necesaria, tan vital, tan nuestra. Julia Millán, en labores de introductora, diseccionó la novela como una forense. Un cuerpo a cuerpo literario, envuelto en el aroma de Henry James: “Trabajamos en la oscuridad, hacemos lo posible y damos lo que podemos dar. Nuestras dudas son nuestra pasión y nuestra pasión es nuestro empeño. Lo demás es la locura del arte”.

     En mi opinión, la abundancia opaca el valor de las pequeñas cosas. Ordovás las disfruta, pero cuenta que hace un esfuerzo diario por no extraviar las cotas de sus propias perspectivas: quiém es, de dónde viene… Ese es su empeño. Exagerando un tanto las cosas, se podría afirmar que hoy en día el estilo no sucede (no aparece), se elige. A estas alturas, pretender un valoración de las calidades estrictamente literarias de un libro sabemos que es una tarea que para muchos está fuera de lugar, en parte debido a la enorme importancia que hoy se concede al concepto que subyace a la obra y en parte porque ya no se avala corrección alguna en el ejercicio literario.

     Todo, incluso lo más heterodoxo –o, por decirlo con palabras más llanas, lo más torpe e imperfecto-, llega a ser admisible en aras de una argumentación conceptual que lo justifique. Así, la literatura se interpreta en nuestros días más como una fuente de producción de palabras que como un lenguaje en sí mismo y cualquier apreciación de la misma parece estar obligada a tener en cuenta esta conjetura por encima de cualquier otra consideración. Lo interesante, lo verdaderamente revelador en el caso de Julio José Ordovás, es comprobar, si cabe, cómo todavía hay quienes confían en ese potencial para generar discursos, cómo aún puede ser vehículo para la creación, autónomamente, sin necesidad, en fin, de remedar códigos ajenos o de validarse con ellos.

     Arropado por su familia (y su bebé Gabriel, presentado en sociedad) y un buen grupo de amigos, conocidos o saludados (Vicente Almazán, Rosa Tomás, Cristina Grande, Eva Puyó, Ismael Grasa, Irene Lozano, Fernando Sanmartín, Eloy Fernández Clemente, Ángel Ortín), el escritor fue desgranando la historia de ‘El Anticuerpo’, cómo partió alrededor de unos poemas campanarios, ante las preguntas y disertaciones felices de una inteligente Julia Millán, como insinuando que hay que estar despierto para leer esta novela: los apestados de la sociedad, el paralelismo con los leprosos, la religión y la muerte, el medio rural y el urbano… Un libro magnífico, el mejor que se ha escrito en esta ciudad inmortal en mucho tiempo.

     Para Antón Castro, que no estuvo en la presentación, “se trata de un texto intenso y poético, de aprendizaje sentimental y de la crueldad de la vida, escrito con una indolencia pareja a la de Holden Caufield”. Juan Domínguez Lasierra, que tampoco estuvo, habla de las bonanzas de la novela, pues “no es solo lo que cuenta –cotidiano, sorprendente, subversivo a veces-, también cómo lo cuenta (ahí empieza la literatura), con una prosa limpia, plástica, metaliteraria, con una sencillez que no es simplicidad (ahora tan frecuente) sino sustancia exprimida, liberada de innecesarios ropajes, de pesadas adjetivaciones que intentan dar color a lo que no lo tiene. Como en esos platos llenos de salsas que enmascaran la deficiente materia prima, como esas prosas llenas de retórica que ocultan la falta de sustancia. Aquí, paradójicamente, todo es materia, pero esencial, desnuda. Hay que tener mucha contención para escribir así, porque lo espontáneo es desbordarse. Pero Ordovás (Julio) sabe ir a lo preciso, pararse ahí. El anticuerpo es la antirretórica, el antisentimentalismo, que exige mucho rigor. Lo humano, la emoción, resaltar así en su desnudez, con mayor intensidad. Por eso acierta”.

     Unos aciertos que corrobora, agudamente, el crítico Jesús Ferrer: “Estamos ante una obra transgresora con un zigzagueante argumento que combina la nostalgia con el recuerdo cruel de infancia y adolescencia, en el seno de una trama de significado simbólico y toques de realismo mágico. Josu, desarraigado personaje instalado en la memoria de la España de los ochenta, revive aquí las iniciáticas correrías del salvaje muchacho de pueblo que escala tejados, frecuenta discotecas, recorre ritualmente cementerios o accede a la tópica educación sentimental prostibularia. Siguiendo la mitología del peliculero Oeste americano, Josu es asimilado al indómito piel roja, que lucha por la afirmación de su idiosincrasia, aunque conlleve la certeza del fracaso. Un abigarrado universo, alternando lo festivo con lo inquietante en un acertado vaivén de tonos y registros. Una novela, por su transgresora originalidad, de inexcusable lectura”. Y el que esto escribe saluda el anticuerpo novelado de J.J. Ordovás con pasión, como ya plasmé en la reseña publicada en esta sección de ‘El pollo urbano’, que ahora reproduzco para los posibles lectores despistados.

     Aprendió a escribir leyendo los vuelos de los pájaros. Los pájaros hablaban con las nubes cuando el sol escondía los colmillos. En un momento en que abundan los escritores que simplemente narran, pero no escriben, la opción del estilo me recuerda a Pepín Bergamín cuando dice que cada torero hace el toreo a su modo, pero solo algunos tienen estilo, porque “en el toreo se puede aprender todo menos a ser torero”, y tal vez por eso no hay muchos toreros de verdad. “Hoy a esos toreros”, advierte Bergamín, “se les llama artistas, como a los que no lo son se les debería llamar, sin desdén, lidiadores, que es muy distinta cosa”.

     Acostumbrados, pues, a las faenas de aliño, da gusto toparse con un libro como ‘El Anticuerpo’ (Anagrama, 2014), adictivo como la heroína, porque hay tiniebla en él, porque acoge luces en su interior, porque incendia en su afán por extremar la voz propia, esto es, el estilo. La prosa de Julio José Ordovás maniobra como si se pudiera seguir escribiendo como en los buenos tiempos, como quien no quiere la cosa. Al menos, con un estilo lírico, reconocible en su aroma, el olor y el sabor, preciso y profundo. La novela avanza como un río ancho y majestuoso. Reconoces ese curso, su placidez, su densidad de miel oscura: “Los ojos no son de fuego, son de agua. Esa es la razón por la que uno no se cansa de contemplar el mar y la lluvia. Pero la lluvia que yo recuerdo era negra y pringosa. Las nubes que vomitaban las chimeneas de las fábricas se agolpaban en el cielo como montones de ropa sucia. La ciudad olía como debían de oler los campos de batalla después de la batalla. Nunca terminaba de llover. Mi tía me advertía: ten cuidado con esa lluvia, que quema. Y era verdad que quemaba. Quemaba los ojos, quemaba la piel y quemaba la conciencia”.

     De nuevo, una sensación de plenitud, de querer volver al libro cada noche como quien vuelve a casa. La calma engañosa, la dosificiación de la amenaza, el mazazo que te hiela la nuca, estallidos de vida inesperada y de tristeza furiosa, el dolor con el freno de la dignidad como último puerto. Un ejercicio de estilo limpio, minimalista, afilado, austero, como las virtudes de un concepto ceremonioso. La estilizada y pulcra prosa. Prosa cotidiana, tranquila y quieta prosa. Prosa que parece el cemento que mantiene el pulso. Prosa aparente, turbulenta e indolente prosa. Anticuerpos de tormenta larvada, que queman, que desnudan, preñados de ruidos y preguntas. Anticuerpos de lo más delicado, de miedo, de disimulo, de delación, de insomnios y amaneceres. Anticuerpos de locuras, de resignación, de soledad. El miedo como prefacio, el miedo como herencia, como eco encendido, como recuerdo sin encajar.

     El propio autor novela (y descifra) sus anticuerpos literarios, nos da las claves de esta historia, su historia, cualquier historia, equilibrada y sentida: “Cuando empezamos a leer encontramos en las novelas al amigo mayor que nos abre los ojos y la cabeza. Algunas de las mejores historias que nos han contado son, de hecho, relatos de una amistad entre un adolescente con hambre de aventuras y un adulto que alimenta sus sueños. Hawkins no pudo resistirse al poder de encantamiento de John Silver, y de la relación entre Huckleberry y el negro Jim lo que queda, como escribió Bolaño, es una lección de amistad que es, también, una lección de civilización de dos seres totalmente marginales que se tienen el uno al otro y se cuidan sin ternezas ni blanduras”.

     Y remata, punteando la aventura: “El protagonista llega, atravesando los tejados de su pueblo, a una isla en la que un náufrago se consume bajo el sol. El náufrago sabe que de esa isla que es la casa del cura nadie puede rescatarlo, pero agradece la compañía de ese loco que anda por los tejados. Josu es una rata punk que no soporta el azul del cielo y echa de menos el olor de las cloacas. Los dos amigos se parecen más de lo que creen. A ambos les gustan los problemas y son unos traidores de la realidad”.

     Más allá de cualquier sipnosis, esta novela es un testimonio inteligente, desde el poder sugestivo de la escritura, con sus colores mutantes según las emociones de los protagonistas. Ya lo dijo el autor en el documental de Nacho Escuín sobre el mítico café Niké: no es lo mismo lidiar que torear. Escribir, en efecto, es otra cosa. Escribir de verdad es estar en la trinchera y hacer equilibrios sobre la delgada línea, superviviente y deseada línea. Escribir, días sin día, es irse quedando solo. Es muy difícil pedirles a los otros que entiendan cada quiebro y que lo asuman, los otros que suelen estar entre tú y lo que tú escribes. Solo permancecen, a lo largo del tiempo, la familia y algunos afectos indestructibles. Lo demás son sombras que hoy parecen tomar cuerpo y mañana se desvanecen, muy a juego con las costumbres de nuestras era. Acaso la era del anticuerpo, porque escribir es ir creciendo, ir modificando tu ser cuando sabes cosas que no sabías. Escribir es incómodo e inhóspito en tanto que lo que sabes no puedes dejar de saberlo. La posibilidad de escribir para poder pergeñar la gran historia de amor que lo es todo. Escribir en medio de todo, aunque sea de las pequeñas cosas, te permite expresar dudas, sentimientos, deseos. También te posibilita disparar contra aquello que te irrita, te subordina, te somete. Escribir, al final de las cosas, es ponerlo todo en cuestión para volver al principio cuando creías que habías avanzado mucho.

     Julio José Ordaovás ha querido relatar, en su primera novela, que se recorre como un diario y tiene pasajes propios del ensayo, el aprendizaje de vivir fuera del orden y cuesta abajo. Son sus propias palabras: “En la España de los ochenta, Cristo abandonaba las procesiones, se iba de bares y de conciertos y amanecía en un portal con una jeringuilla clavada en cada brazo. España cambiaba para seguir siendo la misma de siempre. Un país beato, represivo, resignado y lleno de moscas. Si Long Silver era un pirata y Jim un esclavo, Josu es un yonqui. Ni tiene nada ni espera nada. Pero no ha perdido las ganas de reírse y aún le quedan fuerzas para columpiarse sobre el abismo”.

     Y a la vera de Lois Pereiro (“Escupidme encima cuando paséis / por delante del lugar donde yo repose / enviándome un húmedo mensaje / de vida y de furia necesaria”), J.J. Ordovás escribe como el que mea sobre la guarida del grillo cuando las nubes rojas parecen vendas empapadas de sangre y el viento se divierte robando unas bragas del tendedor. Y los buitres controlan el movimiento. Y los conejos arrugan la nariz. Y las urracas pasan del desconcierto a la irritación. Y los perros corren con esa irritación estúpida alrededor de sus dueños. Y los gatos siempre al acecho. Y las peleas, ineludibles, entre cangrejos y gaviotas. Y las lechuzas, pidiendo cuentas al rey. Y las gallinas, tiroteadas con una escopeta de aire comprimido. Y las palomas, temerosas de regates e incursiones. Y las ranas, poniendo música a las noches de verano. Y los alaridos de los cerdos en el matadero. Y los alacranes, contentos con el crecer de las piedras. Y las moscas, como la cólera de dios, que no respetan los labios de los recién nacidos, ni las narices de los enfermos, ni siquiera los párpados de los muertos.

     J.J.Ordovás presume de disfrutar solo con mirar las nubes, pero no le dice a nadie su otra verdad: que es consciente de que las nubes acaban lloviendo. ¿Se puede predecir la lluvia? ¿Se puede investigar la vida? ¿Es posible encontrar al culpable de un hecho, mayor o menor, grave o intrascendente? ¿Es científica, empírica, la existencia, sus idas y venidas, sus éxtasis y sus socavones? Hablamos, simplemente, de pensar, de conversar, de interceder, de relativizar, de acusar, de odiar, acaso de amar. La vida misma. La vida acaba llevándonos a cualquier antiucerpo, en una buscada transgresión de géneros que el narrador domina y establece, a la manera de piezas sueltas que ordena y manda. Arriba y abajo. Abajo y arriba. La literatura, al fin y al cabo, es eso, orden. Al final, claro está, una novela  -o un cuento, o un poema, o un diario, o un ensayo- es una sucesión de hechos ordenados. Eso es lo elemental, el resto es accesorio. El lector viajará por el interior de la prosa, preso de imágenes y sensaciones, de la lírica y la concisión, transitando por los espacios que retrata. La literatura como una manera de pensar, de sentir, de vivir, un recorrido, tranquilo y pausado, por las evocaciones que ese viaje provoca.

     J.J.Ordovás coloca a sus criaturas en una interminable y apasionante serie de conversaciones analíticas donde los datos se van ofreciendo al lector muy poco a poco, como hila la vieja el copo, en una suerte de suspense informativo que siempre te mantiene alerta, hasta llegar a armar un puzle que, como los arañazos de la mujer amada, resulta imposible de encajar del todo. El miedo, otra vez, como prefacio, el miedo como herencia, como eco encendido, como recuerdo sin encajar. Es la complejidad de la existencia. La vida y su realidad. Porque hay una alta dosis de autobiografía que utiliza para reflexionar sobre su forma de escribir y de enfrentarse, esto es, a la realidad.

     En la literatura de Julio José Ordovás nadie es mejor que nadie. Todos somos perfectos en nuestras imperfecciones, o viceversa. No hay blancos ni negros. Todo es grisáceo, todos aciertan, todos se equivocan. Familia, legado, soledad, risa, llanto y, sobre todo, el peso del ayer. J.J. Ordovás escribe con minuciosidad, con exactitud. ‘El Anticuerpo’, al comando de un personaje catalizador que los hace hablar a todos, examina unas vidas. Pero la vida no se puede analizar, no es científica. La vida, ya lo sabemos, es un examen constante. Como sucede, al fin y al cabo, en las películas del oeste, que casi todas comienzan con un hombre que recorre un largo y pedregoso camino pretendiendo escapar de su pasado. Cuando un hombre cabalga sin rumbo algo oculta.

     Los anticuerpos como voces que no envejecen. Anticuerpos distantes, que nos apuntalan e iluminan. Cuerpo a cuerpo, como un duelo a espada. Cuerpos que se aman en la dialéctica de conocerse y dejar de hacerlo. Cuerpos, a la postre, en la ambivalencia de entenderse y no entenderse, en la holgura entre la comunicación y la incomunicación, a la manera en que los latidos del corazón se expresan, ay, en su saludable vaivén del sí y el no. La afirmación o la negación de un ejercicio de estilo, pulcro e indolente, estilizado y sentido. Pero, al final, para qué negarlo, de lo que se trata es de lo de siempre. De contar. De saber contar. Y de romper a cada folio los tópicos de un presente que casi siempre está hinchado de más. Por eso hay que que saber escribir. Como J.J. Ordovás. Torero.

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