El patrullero de la filmo: Quinn, instinto y reflexión

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Por Don Quiterio

     Con ‘La strada’ (Federico Fellini, 1954), compleja y conmovedora película italiana, pese a diversas limitaciones debidas a su excesivo idealismo, inicia la filmoteca de Zaragoza un ciclo dedicado al actor Anthony Quinn con ocasión del centenario de su nacimiento.

   Protagonizada por él como Zampano, el bruto, y la esposa de Fellini, Giuleta Masina, como la ingenua Gelsomina, ‘La strada’ es una historia de amor y celos con el trasfondo del circo, ámbito al que Fellini accede más de una vez. El rutinario número de Zampano consiste en romper unas cadenas con las que rodea su pecho. Necesita una ayudante, y así compra los servicios de Gelsomina, pagándole a su madre, para que le acompañe en la carretera. Ella actúa de payaso, y sus gestos tienen un deje chaplinesco. Cuando se unen a una compañía circense, Gelsomina se siente fascinada temporalmente por un acróbata, el loco, interpretado por Richard Baseheart. Aunque Zampano trata muy mal a la chica, se siente celoso del acróbata y sus acciones al respecto dirigen la película hacia su conclusión.

    Zampano y Gelsomina, en realidad, son arquetipos, simples personajes impulsados por las emociones y los deseos más elementales. El personaje del saltimbanqui ambulante que interpreta Quinn resulta inolvidable, incapaz de entender sus propios sentimientos hacia su compañera, en un contraste entre su rudeza y la bondad de ella. Su forzudo, en efecto, es un personaje primario y brutal, cuyos reflejos casi puramente animales sabe expresar con una fuerza instintiva y una coherencia muy poco comunes. Desde entonces interpreta tipos de mayor envergadura, llenos de matices y observación, en los que aúna, en síntesis muy calculadas, el instinto y la reflexión. Una prolífica carrera en la que encarna a guerreros cheyenes, caudillos sioux, indios seminolas, hawaianos, chinos, helenos, mexicanos, filipinos, toreros españoles, contrabandistas portugueses, maestros del pincel, sacerdotes, papas, piratas, esquimales, quasimodos…

    Hijo de un cámara irlandés y de una soldadera de Pancho Villa, Anthony Quinn, que nace en 1915 en la localidad mexicana de Chihuahua y fallece en 2001, trabaja como chófer, capataz y boxeador antes de ser rechazado, por su mala dicción inglesa, en los cursos de arte dramático de la politécnica de Belmont. A los veintiún años debuta como actor de teatro en México y comienza a hacer de figurante, por lo general en papeles de indio, en Hollywood. Después de desempeñar muchos papeles oscuros, realiza sus primeras actuaciones de relieve en ‘Corsarios de Florida’ (1937) y ‘Unión Pacífico’ (1938), ambas de Cecil Blount de Mille, con cuya hija adoptiva contrae matrimonio. Es precisamente De Mille quien le produce su única tentativa como director, ‘Los bucaneros’, un mediocre remake de ‘Corsarios de Florida’ rodado veintiún años después.

    Sus rasgos toscos y vigorosos, así como su aspecto exótico, lo encasillan en el cine de aventuras y le permiten interpretar personajes característicos de todos los estilos y nacionalidades, como bien podemos comprobar en el resto de películas programadas por la filmo zaragozana: la greconorteamericana ‘Zorba, el griego’ (Michael Cacoyanis, 1964), la británica ‘Viento en las velas’ (Alexander Mackendrick, 1965), la angloitaliana ‘Los dientes del diablo’ (Nicholas Ray, 1960), la española ‘Valentina’ (Antonio José Betancor, 1982) o las estadounidenses ‘Murieron con las botas puestas’ (Raoul Walsh, 1941), ‘Sangre y arena’ (Rouben Mamoulian, 1941), ‘Incidente en Ox-bow’ (William Wellman, 1943), ‘Los toros bravos’ (Robert Rossen, 1951) ‘¡Viva Zapata!’ (1952), ‘El loco del pelo rojo’ (Vincente Minelli, 1956) e, igualmente, ‘Y llegó el día de la venganza’ (Fred Zinnemann, 1965).

    Anthony Quinn gana un óscar al mejor actor secundario por ‘¡Viva Zapata!’ y repite el mismo galardón cuatro años después con ‘El loco del pelo rojo’. Los avatares del famoso revolucionario mexicano Emiliano Zapata, que subleva a todo el país contra el gobierno dictatorial del presidente Porfirio Díaz, son los recursos que utiliza Elia Kazan en ‘¡Viva Zapata!’ para mostrar cómo los líderes se corrompen al alcanzar el poder, y el cineasta lo hace con pulso firme, a través de unos personajes tratados con verdadera penetración sicológica. El filme, con un guion de John Steinbeck, tiene una estructura de wéstern alimentada con influencias de los maestros rusos. Marlon Brando, Jean Peters y Joseph Niseman acompañan a Quinn, en su papel del hermano mayor de Emiliano Zapata, Eufemio, en este relato biográfico.

    Es ‘El loco del pelo rojo’ una brillante adaptación de la biografía de Van Gogh escrita por Irving Stone, en la que se plasma de manera muy eficaz su exasperada vida, al tiempo que se muestra la de Gauguin, el pintor amigo interpretado por Quinn, para un notable relato dirigido por un Minnelli que sabe maniobrarse más allá de las comedias musicales –su especialidad-, demostrando su talento por las oscuras sendas del melodrama sicológico, con una cámara más asustada en el sorteo de mentes atormentadas.

    Con anterioridad, en 1941, Quinn interpreta ‘Sangre y arena’, excelente adaptación de la novela de Vicente Blasco Ibáñez, un fatalista melodrama rodado con exquisito gusto, de una elegancia casi onírica, y también, ese mismo año, ‘Murieron con las botas puestas’, en la que Walsh reinventa la famosa y cruenta batalla de Little Big Horn en nombre de la leyenda y elabora un wéstern romántico de aliento mítico, que alterna con inigualable habilidad dramática momentos intimistas con secuencias espectaculares, en los que la aventura cabalga sobre una cámara pasional y vitalista. Pese a cierto maniqueísmo y cierta falta de veracidad biográfica en el retrato de la figura del general Custer (el cine tampoco tiene que ser un manual de historia), la película está llena de ritmo, fuerza expresiva e intensidad, toda una lección de cine a pesar, digo, de su argumento, patriotero y militarista.

    Dos años después, Quinn participa en ‘Incidente en Ox-bow’, una sobrecogedora película del oeste, de fuerte contenido, que intenta prevenir del odio popular, basada en la novela de Walter Van Tilburg Clark y el conseguido guion de Lamar Trotti. Henry Fonda interpreta muy bien el papel de cowboy y es el único que se opone al linchamiento de tres hombres acusados de matar a un ganadero de un pueblo de Nevada. No existe el menor indicio de que ellos sean los asesinos, pero los habitantes del lugar están convencidos de ella. Wellman, el director, denuncia la costumbre tan americana del linchamiento y narra la historia con sobriedad, secamente, mostrando la indefensión de unos hombres y la desatada violencia de otros en un clima de extraordinaria fuerza dramática. Un filme enérgico, preciso, escueto.

    Una de las contadas incursiones del cine de Hollywood en el mundo taurino la ejecuta Rossen en ‘Los toros bravos’. El filme plantea el mismo problema de dignidad que en el drama pugilístico ‘Cuerpo y alma’ –que el propio cineasta realizara cuatro años antes, en 1947-. Esto es, el cebo del dinero y la atracción por el reconocimiento social arrastran a un hombre a sus límites. Es la historia de un famoso torero mexicano que atraviesa una crisis a causa de la muerte de su novia y su mánager en un accidente de automóvil, y del miedo que siente tras su primera cogida. El resultado es un filme honesto, aunque fallido e irregular, que se resiente de las dificultades de comprensión de la fiesta y sus tópicos y de un reparto no excesivamente ajustado. Si bien acepta la realización de filmes mediocres, el neoyorquino Rossen es un director sólido y honrado, cualidades que se ponen de manifiesto cuando puede tratar temas dignos de él.

    De la década de 1960 son sus filmes ‘Los dientes del diablo’, ‘Zorba, el griego’, ‘Y llegó el día de la venganza’ y ‘Viento en las velas’. El primero es una discutible adaptación de la novela de Hans Ruesch y con ambientación en el Polo Norte. En el segundo, Quinn encarna a un vitalista que corre distintas aventuras en compañía de un amigo intelectual. Cacoyanis, su director, es el primero en dar a conocer al mundo el cine griego y es considerado su mejor cineasta, junto a Konduros y Tzavellas. En sus comienzos, bastante influidos por el cine británico, sabe mostrar con real autenticidad nacional a Atenas en ‘Despertar en domingo’ (1954), a los barrios populares en ‘Stella’ (1955) o a una pequeña isla en ‘Muchacha en negro’ (1957). Tras algunas vacilaciones, consigue un gran éxito internacional con ‘Electra’ (1962), al saber reponer la tragedia de Eurípides en el propio suelo de su patria. Un éxito internacional que repite dos años después con ‘Zorba, el griego’, donde la música de Mikis Thedorakis se impone a la película en sí, y muchos españoles oyeron por vez primera un ‘sirtaki’ o escucharon un ‘bouzouki’. Quinn está sublime.

    Basada en una novela de Emeric Pressburger (el eterno colaborador de Michael Powell), la discreta ‘Y llegó el día de la venganza’ cuenta la rivalidad entre un popular miembro de los maquis, que deja la España franquista y se refugia en Francia, y un brutal guardia civil, y permite ver a Gregory Peck como exguerrillero republicano y a Anthony Quinn con tricornio. Por su parte, ‘Viento en las velas’ capta, con hondura y autenticidad, el misterioso mundo infantil, en torno a un matrimonio de Jamaica que envía a sus hijos a Inglaterra para terminar su educación. El buque en que viajan es atacado por los piratas y los niños vivirán una maravillosa aventura. Dirige Mackendrick, el director de mayor ternura, descreimiento e ironía de cuantos figuran en la nómina de la inolvidable compañía Ealing Studios, a la cual debemos las mejores comedias negras británicas. “La vida”, para este cineasta, “es pura pérdida, pero puede ser una pérdida exultante y generosa”.

    Finalmente, y ya en la década de 1980, ‘Valentina’ es una digna, emotiva y bien ambientada ilustración de la primera parte del original homónimo del aragonés Ramón José Sender. La acción se inicia en 1939 y nos sumerge en la vida de José Garcés, un prisionero en el campo de concentración francés de Argéles que consigue mantenerse con vida aferrándose a sus recuerdos. Allí comienza a recordar sus años mozos, las relaciones familiares y, sobre todo, el recuerdo de su primer amor, Valentina, la hija del notario, una niña rubia y angelical que se convierte en su imposible ideal y a la que nunca olvida. El niño defenderá su amor ayudado por el cura del pueblo, sobriamente interpretado por Anthony Quinn. El mismo realizador, Antonio José Betancor, dirige una segunda parte un año después, ‘1919, crónica del alba’, básicamente otra historia intimista recreada con exceso de preciosismo.

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