‘Cano, de profesión incierta’, documental de Emilio Casanova

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Por Don Quiterio

     Después de Goya, Buñuel. Goya es el pintor de la corte. Buñuel se exilia. Tampoco es cuestión de ponerse estupendo, o espléndido, aunque venga. Recuerda Hilario J. Rodríguez, en su personal y reciente ‘Perder ciudades’, lo que dice Gene Hackman en ‘La noche se mueve’: “Ver una película de Eric Rohmer es como ver crecer una planta”.

    Bien, pues ver un documental como ‘Cano, de profesión incierta’ viene a ser lo mismo. Puede que no sea un documento demasiado valioso desde un punto de vista cinematográfico, pero, al menos, sí lo es biográficamente. José Luis Cano, claro, no es aquel detective privado, exjugador de rugby, taciturno y desencantado, al más puro estilo Raymond Chandler.

    Desde luego, Emilio Casanova (Zaragoza, 1955) tampoco es Arthur Penn, ni hace ningún vitriólico retrato de la cara más sucia de una ciudad provinciana e inmortal, alabada y puta. Los incestos, los adulterios, el contrabando, son otra cosa. Cosas de la ficción. Y esto, desocupados lectores, es un documental amable, de largo recorrido, pero estirado como la goma de mascar, que solo daba, demonios, para un cortometraje. Cano, de extensa producción, de lo conceptual a lo figurativo, tiene la supuesta inteligencia que no sabe captar Casanova, en su fallido intento de recrear la personalidad de este humorista, dibujante y pintor zaragozano de la cosecha de 1948. Y de profesión incierta. Ciertamente.

    Casanova divide su largometraje documental, de una acusada tendencia al subrayado, en varios bloques, decididamente mal engarzados, desde la vocación artística en la infancia del protagonista hasta su impulso final más pictórico. En el camino, el cineasta, al que Rohmer le viene grande, aborda al viñetista, al cartelista, al ilustrador, con esas, esto es, biografías ilustradas de Miguel Servet, Ramón José Sender, Segundo de Chomón, el papa Luna, Ramón y Cajal, María Moliner, Odón de Buey, Francisco de Goya o Luis Buñuel. E introduce, como cansino broche, un recorrido en décadas, desde la de 1960 hasta los principios del siglo veintiuno. Así las cosas, José Luis Cano –profesional solvente, mediano artista- dice que cuando se cumple con un deber tienes que inventarte otro.

    El trabajo es para Cano un ejercicio permanente en el cumplimiento de sus responsabilidades y de su vocación artística. Y en el ejercicio de la memoria no debe imperar la nostalgia. Al fin y al cabo, la nostalgia forma parte de la vida: es asunto de poetas, de otoños tristes y amores acabados. Conocer las emociones y mostrarlas ayuda a comprender la realidad, a enfrentarse al sistema que deshumaniza la vida con la indiferencia. El asunto es más profundo de lo que parece. Lo que aquí está muy mal visto es cambiar en general. La fidelidad al pasado consiste en conocerlo para comprender la raíz del presente y alumbrar un futuro mejor. Después de Goya, claro, Buñuel.

    El uso de la voz en off -unas veces, la de María José Moreno, otras, la de Pedro Rebollo- es, en su mayor parte, redundante, y no hace sino resaltar las carencias de un documento tremendamente arrítmico y profundamente aburrido, sin progresión, que, en su presunta austeridad, nunca encuentra el tono, más allá, o más acá, de los pretendidos toques de humor. Tampoco lo halla, maldita sea, cuando las palabras desaparecen y la historia, ay, entra en el reino de las sombras. El busto parlante de la librera y editora Julia Millán o las gaseosas entrevistas de Enrique Larroy e Isidro Ferrer, con sombreros de bombín o sin ellos, terminan por rematar la faena (de aliño). Lo dijo no sé quién: “¡Qué asco de tropa, hasta el coronel con sarna!”.

    Ciertamente, todos fuimos niños y todos dibujamos: unos lo dejaron y otros, al parecer, no. José Luis Cano, conocido también por su trabajo diario en diversos medios de prensa, es de estos últimos. Si Bacon dejaba que el pincel guiara su mano y esperaba un momento al que llamaba “el accidente”, Cano dibuja esperando, en efecto, el accidente, como si la mano buscara la forma. Acaso ningún niño sabe lo que es la infancia. Para hablar de ella es necesario haberla perdido antes. Y para cartografiar a Cano, ahí está Emilio Casanova, a quien le gusta, ante todo y sobre todo, su pintura, “una de las disciplinas”, afirma, “menos conocidas y menos entendidas de su trayectoria, que constituye su verdadera pasión y a mí me interesa muchísimo”. A mí tampoco. Ni a Eric Rohmer, seguramente. Después de Cano, el diario montañés…

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