Por Eugenio Mateo
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Uno de los ocurrentes eufemismos con los que se nos suele dar gato por liebre desde tiempo inmemorial es, por ejemplo, denominar víctimas colaterales…
…a todos aquellos que sufren la violencia indiscriminada de la guerra o sucumben en catástrofes de todo rango, incluidas las provocadas. En el argot tasquero, a tales desgraciados que no pudieron escapar de sus destinos se les llama carne de cañón. La definición es dura y descarnada, incluso cruel, pero hay que reconocer su adaptación a los nuevos tiempos para convertirse en un efecto multiplicador, pues de aquel dicho que hablaba sólo de tropas enviadas a sabiendas a la muerte, ha pasado a significar una circunstancia global que afecta íntimamente a cada uno de nosotros por el mero hecho de pertenecer a uno u otro lugar. Si alguna vez se olvidó, la masa, en la opinión de algunos, sólo hace bulto; por predecible, es fácil de conducir y en un momento dado, en función de los intereses de cada lado, el efecto anulador de la impotencia se instala como una losa sobre las conciencias, conscientes de lo escaso de las fuerzas, inconscientes de sus consecuencias, reclutadas en el bando de los perdedores sin opción a desertar.
Pareciera que los tiempos se confabulan para acabar con los modos de vida: La guerra; la crisis social; la pandemia; el cáncer. Los 4 jinetes del apocalipsis llegan al completo y ante tanta desgracia no cabe más que refugiarse en el eufemismo para negar lo evidente. Quizás se crea que no llamar a las cosas por su nombre sea el remedio para evitarlas, y aunque es dudoso que puedan existir almas tan cándidas, sin embargo, existen, y recurren al placebo de la verdad como un sustitutivo del instinto de vivir.
El lenguaje, el mismo capaz de decir cosas opuestas en una frase, es el método infalible de manipulación. Es tan obvio como el dicho: después del caos, llega el orden. Si lo consabido resulta aburrido y las obviedades son previsibles, ¿Qué recurso queda para los viejos escépticos de vuelta de casi todo? Sabiendo que resulta imposible sustraerse de aquelarres ciudadanos, de efectos esterilizantes para la autoestima, no vale la pena plantar una pica en Flandes porque escrito está que nadie escapa de rositas de situaciones como ésta. La guerra llega de la mano de sátrapas y elegidos directamente por Dios, señores a los que no importan sus congéneres salvo para hacer bulto y recibir el fuego graneado de la muerte, que diezma las filas de los justos de corazón y tontos de baba con ínfulas de patriotas.
Los “carne de cañón” deambulan desorientados antes del tiro de gracia. Aún confían en que serán salvados de las aguas, como le ocurrió a Moisés, olvidando que el Antiguo Testamento es una sucesión de hechos consumados a la mayor gloria de una corte de profetas. No tendrán acomodo en las estadísticas mundanas, lo suyo es la metafísica existencial, que no depende de su voluntad sino de las graves consecuencias que han de cumplirse indefectiblemente. Para aventajados del miedo escénico y saboteadores de la razón, es en los tiempos del crujir de dientes cuando surgen los demonios en el entorno de los despachos con mesas kilométricas. El exorcismo para purgar los miedos se celebra en todos los idiomas. No existe piedad para los que nacieron con la tara congénita del anonimato. No hay escapatoria en esta sociedad perimetrada con tantas fronteras.