La pertinaz resistencia de las crisis económicas en España (ahora la de 2007, antes la de 1992, antes la de 1977… ciclos estremecedoramente quindeniales), la decadencia de los partidos políticos hegemónicos, el constate envite constitucional de las fuerzas nacionalistas, la fractura social (otra de tantas) entre los adormecidos y los movilizados… ponen de relieve el agotamiento del modelo constitucional surgido de las cenizas del franquismo. Cuarenta años dan para mucho, permiten el acopio de fortuna y su legado en forma de herencia interesada. Probablemente, deberán pasar otros tantos (si no más) hasta agotar la herencia recibida, evaluar lo recibido y renegar de ello y emprender un proceso de construcción paulatina de una nueva personalidad colectiva para España. Y todo ello, sin que nadie asegure que sea para mejorar lo presente.
Que la política está envilecida y la economía paralizada son hechos indiscutibles, al menos en este país. El debate ideológico se presenta simplista y predecible, dogmático y maximalista, grandilocuente pero escasamente operativo. La marcha de los mercados es desesperadamente lenta, renqueante, debido al anquilosamiento de unas fuerzas productivas conformistas y excesivamente tributarias de unos mercados financieros cada vez más dominadores y exigentes. Las causas del actual deterioro de la situación política y económica en España son muchas: algunas se deben a fallos en el diseño de un modelo institucional que se está revelando no solo ineficaz e ineficiente, sino también profundamente injusto a todos los niveles: un poder legislativo solipsista y al servicio (no a la inversa) de un poder ejecutivo autoritario, escasamente controlado por un poder judicial que le resulta deferente y que paulatinamente se torna más inaccesible. Y todos ellos fuera del control mediato o inmediato de su soberano, el conjunto de la ciudadanía. Falla el diseño, fallan los actores y la circunstancia tampoco acompaña.
La principal de las causas de los problemas institucionales de este país es el estado de la clase política, una partitocracia que se extiende y capilariza todo el sistema proyectando sobre el mismo e imprimiéndole todos sus defectos y solo una de sus virtudes, empleada para mal: la cohesión. El colmo de las aspiraciones de la casta política es la colonización de la Administración en cuanto agente presupuestario, dispensador de dinero público incontrolable por la ciudadanía. La sociedad civil, desorientada y a merced de los designios de unas élites financieras cuyos interlocutores más cómodos y receptivos son las élites partitocráticas, carece de espacio para desarrollarse y expresarse en el lugar que le sería propio (las instituciones públicas) dado que el entorno privado (el tejido asociativo, los medios de comunicación) se encuentra también ocupado por los poderes financieros y partitocráticos.
Así pues, la reforma de la economía y de la sociedad sólo será posible de resultas de la reforma de la política, es decir, de la profunda reforma de los partidos políticos –que no se practicará- la cual requiere a su vez un rediseño integral, una ruptura total de muchos dogmas, doctrinas y costumbres que ahora inspiran nuestro ser colectivo. Estas reformas estructurales exige un cambio en la mentalidad y en la organización de los actuales responsables del poder, que puede provenir o bien de su propia voluntad (lo cual es altamente improbable) o bien de una reforma del régimen electoral, construido precisamente en la transición democrática para consolidar un establishment, en el que la confrontación es cosmética y el pacto constante y tácito. Esa generosidad de clase debería trocarse en generosidad institucional, pero semejante mutación exige una vocación de servicio público, una visión histórica y una altura de miras que tristemente ya no está al alcance de unas élites, las financieras y las partitocráticas, desapoderadas por mor de una globalización que nos está dejando en el lugar que nos corresponde. Las reformas constitucionales y legales deberían partir de dos ejes: primero, un sistema electoral que refleje lo mejor posible la composición ideológica del país y responsabilice al máximo a los electos frente a sus electores; y segundo, un sistema educativo que potencie la cultura del esfuerzo y la conciencia cívica como factores de crecimiento personal y colectivo.