El hijo del panadero / Carla Calvo

PCarlaPor Carla Calvo

    Ganas tenía una de escribir en ‘El pollo urbano’, que si no es por ti, pequeñín, no me publican. Sí, ya sé que solo tengo tres años, ¡y encima chica! ¿Cuántas firmas femeninas escriben artículos en esta publicación? ¿Estáis, compañeros, a la altura que corresponde a nuestro tiempo y a nuestras circunstancias?     En la cultura, los malos hábitos del patriarcado se siguen perpetuando y no veo, maldita sea, que haya mejoras palpables. Este trato desigual hay que remediarlo, por el amor de dios. A ver si me sale bien y me engancho a la redacción. Y es que necesitáis, chicos, savia nueva, que siempre estáis con lo mismo: que si Jeromín por aquí, que si Lechaguín por allá, que si Melerín por acullá…

     Ante todo, bienvenido, bebito. Tu madre, que tiene nombre de actriz, te ha dado a luz en Zaragoza, luego aquí -como yo- has nacido. ¿El lugar de origen determina la manera de ser? No sé, pero a mí, al primer año, ya me disfrazaron de baturra… Has nacido en febrero, como mi mami y mi papi -¡y como Buñuel!-, y el día veinte, como la que esto te escribe, aunque lo hiciera en julio, con un calor inaguantable. Y eso que estaba tan fresquita en la barriguita de mi mamá, en un mar de ensueño, deslizándome de norte a sur, de este a oeste. Sé que estuviste un poco nervioso, al enfrentarte, al llegar, a un mundo distinto. Naciste como morado, parecido a un racimo de uvas. Después de unos días en el hospital, ya te llevaron a tu nueva casa. Después de todo el ajetreo te mereces un buen descanso, aunque lleguen las visitas. Eso sí que es insoportable. Todos te zarandean. ¿Es que nadie te puede dejar un minuto en paz?

     Mi papá me lee cuentos, historias que creo se inventa y alguna vez coge un escrito de tu papi y me dice: “Mira, Carla, así se escribe”. Y empieza a leerme cosas que no entiendo, pero he de reconocer que tienen una extraña musicalidad. Sin embargo, yo prefiero las fábulas, porque relatan hechos, costumbres, a través de las aventuras y desventuras de sus protagonistas animales: gallinas, tigres, vacas, ratas, gatos, perros, lobos, zorros, ovejas, llamas, caballos, serpientes, osos hormigueros, salamandras, cigarras, monos, gorilas, rinocerontes, ballenas, cocodrilos, hipopótamos, pájaros…

     Como san Umbral, o así, iré siempre que pueda a comprar el pan al mejor horno de esta ciudad inmortal. Iré con mi mami, o mi papi, o mi yaya, o mi yayo, o mi tía, o mi tío, y así te seguiré los pasos, por si te llevan alguna vez a la panadería y me haces algún gesto. Los gestos significan porque la historia los cargó de significado, como pistolas. Con la mínima energía imprescindible del que quiere poner un punto y aparte en la escritura del aire que es la historia. La historia, dice mi papi que dijo Paul Auster, “solo sucede a quien es capaz de contarla”.  No sé, ya digo. Lo que sé es que iremos a comprar la barra integral y la chapata, y que tu padre siempre me pone en el plástico –o en el papel- una heroica magdalena proustiana, mi energía toboganera a la salida del colegio, antes de sentarme a comer.

     Mi padre va todas las mañanas a comprar el pan y comprando el pan es cuando se cruza con mucha gente del barrio, que antes, a lo mejor, ha comprado también el periódico en el quiosco familiar, vecinos todos que también compran el pan. Hasta suele encontrarse a un viejo y juvenil amigo opusdeísta, si bien él no compra el pan, que para eso está la criada. Un suponer. Porque mi padre va a comprar el pan, que ya saben que va todas las mañanas, antes de que el panadero empiece a rascarse con uñas de harina la calva.

    Dijo una vez tu padre que hay quiosqueros que son simples expendedores de papel impreso y quiosqueros que, con cada compra y por el mismo precio, regalan lecciones magistrales de periodismo a quien los quiera oír. Los buenos quiosqueros cumplen la misma función social y cultural que los buenos libreros. Pero yo, pequeñito, cuando tengas la edad, te llevaré a mi tienda no para que nos aleccione nadie, que también, sino para agenciarnos, porque en la tienda hay de todo, con armamento y munición suficientes  (rifles, arcos, flechas, bengalas, bombetas, camelias, candelas, fulminantes, borrachos, tracas, águilas, falleros, silbadores, bolas de humo) como para derrotar al séptimo de caballería. O eso le escribió tu papi al mío al poco de nacer yo.

   Ahora, cada día de las vidas de Julio José y Brenda, cada día sea martes o domingo, laborable o festivo, se despertarán cuando te despiertes, te darán el primer biberón, te pondrán el pañal en el cambiador o en la cuna, ten untarán con las cremitas suavecitas, te vestirán delicadamente y, orgullosos, te sacarán a pasear. Serán las personas más felices del mundo contigo en el cochecito. Te verán crecer, te verán brillar, montarán guardia para despertarte de tus pesadillas. Todos los sentimientos estarán comprendidos en tu primer biberón del día, todos los misterios en la alegría de tus abuelos y tus tíos cuando vayan a visitarte, nada en el mundo tendrá para ellos más aliciente que tus progresos. Aunque sean tan pequeños como tú.

     Y ahí estará Julio José, el escritor, el hombre y el padre, ese al que, equivocadamente, han llamado machista más de una vez. Nunca, sin embargo, su masculinidad ni su orgullo se sentirán tan pletóricos y afirmados como cuando te cambie un pañal, como cuando pasee contigo al lado de Brenda y esté a punto de entrar a la visita del pediatra. Y cuando descubra que tu pediatra es el mismo que tuvo él en la infancia, descubrirá el paso inexorable del tiempo. 

     Tu padre nunca se habrá sentido tan varón, tan soldado, tan Hércules, capaz de mover el mundo con sus brazos. Un padre entre el baño relajante de la noche y el momento, siempre tenso, de cortarte las uñas. Bebito, eres el resumen de tus padres cada vez que te cojan en brazos y te rías.

     Dice mi padre, parafraseando a Friedrich Nietzsche -¡qué nombres más raros tienen los filósofos!-, que “sin música, la vida sería un error”. Y si bien todas las palabras ya han sido dichas y las que pretenden romper el silencio son impostaciones ideológicas que han envejecido mal, la única salvación consiste en aferrarse al clavo ardiente del principio: cuando el amor (y las ideas, y la literatura, y la existencia) lo prometían todo y no habían tenido tiempo de decepcionar, de erosionar. ¡Bienvenido, Gabriel!

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