Matar a un político / Antonio Tausiet y José María Ballestíin


Por Antonio Tausiet y José María Ballestín Miguel
www.tausiet.com

Pueden matar tantas urracas azules como deseen, pero deben recordar que es pecado matar a un ruiseñor, pues ellos no le causan ningún daño al resto de criaturas vivientes; solo hacen una cosa y es cantar con todo su corazón para nuestro deleite. Atticus Finch en el filme Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962)

 

De un tiempo a esta parte se ha recrudecido la tendencia del español medio a demonizar a los políticos, esas personas que, parece ser, se comportan siempre quebrando los límites de la decencia, aprovechando su labor para enriquecerse y cometer delitos sin fin, provocando la crisis económica y muchos otros terribles acontecimientos a escala global.

Este discurso superficial está preñado de un infantilismo que considera deseable y posible extirpar a los políticos de las comunidades como un tumor maligno y recuperar así la perdida felicidad plena de la Arcadia pastoril. Y supone que no hay interrelación entre la política y la sociedad, con su democracia, sus valores, su representación de intereses generales y particulares; entre los políticos y las agrupaciones sociales, la hegemonía, la dominación, la ideología. Para este estadio primario del pensamiento social, un mundo sin políticos supondría un notable atajo a la hora de alcanzar un Edén donde el único riesgo serían los árboles con serpiente enrollada al tronco.

Pero pasemos del mito a la historia. Durante el siglo XIX y buena parte del XX se produce una masiva incorporación del pueblo a las cuestiones colectivas, con la toma de la Bastilla como escénica puesta de largo. La política se democratiza y extiende a órdenes sociales hasta entonces excluidos. Una de las nuevas corrientes teóricas apuesta por una práctica política basada en la renuncia de la política, y en la apuesta por la violencia política directa y explícita como forma de hacer triunfar su alternativa política contra la violencia política implícita y hegemónica. La anti política del anarquismo prende en una parte no desdeñable de la población, si bien su desarrollo práctico experimenta avances poco significativos hasta nuestros días.

El actual anti politicismo no parece tener mucho que ver con esta tradición histórica. Las escasas y desorientadas educación y conciencia políticas de la mayor parte de la población, en un proceso degenerativo que sigue avanzando, no permiten deducir que de repente en nuestro país hayan surgido millones de anarquistas, de sujetos políticos que niegan el estado y sus estructuras, incluyendo al funcionariado que trabaja en ellas. Esa deducción restaría toda su proyección política a una doctrina que, precisamente, era despreciada por los guardianes del orden tildándola de infantil, simple e irracional. Habrá, pues, que encontrar los motivos del actual anti politicismo en otros orígenes.

Como en anteriores coyunturas históricas de crisis global, el anti politicismo es instrumentalizado como un recurso a lo obvio para tratar de encontrar respuestas en cercanos y tangibles responsables de situaciones desesperadas. Pero lo obvio es frecuentemente contrario a la razón profunda, y las respuestas demasiado fáciles, pantallas que ocultan los verdaderos mecanismos que explican lo acontecido. Y todo esto, además, en una sociedad acostumbrada al titular diario que al día siguiente es eclipsado por un nuevo titular; a noticias de un minuto con las que se pretende explicarlo todo; a la ausencia de tiempo para informar con independencia y rigurosidad, para debatir. Un estado de las cosas que lleva a pensar en un fenómeno colectivo nuevo: la anestesia como parafilia inducida.

Se ha convertido en casta especial e identificable a quienes transitoriamente son elegidos para representar a la voluntad popular, con la expresión clase política. Ya no hay clases sociales, dicen, pero sobrevive esta clase, perfectamente caracterizada. Quien resulta elegido, por el simple hecho de serlo, abandona la categoría de ciudadano, y se convierte en político, absorbiendo en su persona toda la capacidad política de sus representados, zombis políticos que sólo vuelven a la vida durante el par de semanas que dura la campaña electoral y que regresan a su letargo inmediatamente después de haber introducido la papeleta en la urna. Tras la breve fiesta de la democracia, cae sobre ellos el político y olímpico invierno nuclear de cuatro años en que los elegidos hacen y deshacen, mientras quienes les han elegido se enteran apenas a través de los noticiarios filtrados de las televisiones.

Son estas una concepción y una práctica muy restringidas de la democracia, que generan y profundizan una enorme distancia entre electores y electos. Con ellas están muy cómodos los poderosos, las oligarquías económicas, porque reducen el juego político a los pocos representantes institucionales de ayuntamientos, comarcas, diputaciones, gobiernos autonómicos, gobierno federal. Que fuera así antes de la democracia representativa y participativa, es algo que definía la política de los siglos XIX y XX. Que siga siendo así, significa que, lejos de haber avanzado en calidad democrática, ésta se ha estancado y está retrocediendo ante el regreso de la política como algo propio sólo de unos pocos. Se le seguirá llamando democracia, pero ya no lo es, como reza uno de los eslóganes del denominado Movimiento 15-M.

Al albur de esta degeneración de la democracia, muchos políticos han entrado al capote de la política como un juego elitista, privilegiado y desafectado de quienes les han elegido, a los que no rinden cuentas, con los que no tienen ninguna relación y a los que ni conocen, ni pretenden hacerlo nunca, a pesar de que supuestamente representan su voluntad. Y de entre ellos se ha desarrollado el grupo de los que viven dedicados a exprimir al máximo sus cargos para mayor gloria de sus familias, tal y como hacían los caciques y oligarcas del XIX, tal y como hacen los nuevos ricos que tan bien para sus intereses han aunado en su persona la política representativa y el desarrollo económico empresarial.

Siendo todo esto cierto, hay una diferencia fundamental entre estos políticos y por ejemplo, los banqueros, a la hora de identificar a los responsables de la crisis: a los políticos aún se les elige mediante votación, en unas elecciones. El hecho de que los votantes se decanten por políticos que pocos meses después van a robar y prevaricar, ciertamente no dice mucho a favor de los electores, al menos de esos que luego protestan por la corrupción del sistema.

La higiene democrática permite, en teoría, que sean elegidos los más honestos, los que aparentan menos maldad. Que esto no se cumpla debería llamar a la reflexión sobre la vigencia de un sistema que lo permite, pero deriva en una conclusión antagónica: la supuesta solución es mantener el sistema, pero sin representantes institucionales, sin Estado, sin trabajadores públicos. Y algunas de las propuestas efectivas e inmediatas que se difunden a través de las inefables cadenas de información electrónica, ciertamente son peregrinas, como esa que propone eliminar el gasto de bolsillo de los políticos españoles para sacar al país de la crisis económica. O eliminar el Senado, los coches oficiales, etc.

Y es que los políticos no son monstruos cavernarios dispuestos a cometer atrocidades constantes (hasta el punto de que ya se les compara con los banqueros). Los políticos son funcionarios públicos cuyos puestos de trabajo están creados para servir a los ciudadanos, a quienes representan temporalmente. Su función, como se decía en Matar a un ruiseñor, es trabajar para el bien común, y hacerlo sin provocar por ello ningún daño colateral. Y si lo hacen bien, se les vuelve a elegir en unas nuevas elecciones. Y si lo hacen mal, pues no. Esa es otra faceta de la teórica higiene democrática, que la conciencia ciudadana (si la anestesia no hubiera hecho su efecto) haría efectiva para mantener perfectamente engrasado el mecanismo de una sociedad justa.

La misma supuesta corriente de opinión extendida que desemboca en la aniquilación del político, incluye la tendencia del exterminio del trabajador público, del funcionario. Parece que ya nadie opina que en una sociedad ideal, todos los trabajadores lo serían para la Administración. La administración común de los bienes de todos para el beneficio de todos. Una utopía aún deseable, sin un recambio que no recurra a la Ley de la Selva.

Pero nada de esto tiende a suceder, ni es anhelado por nadie, y seguimos por la senda de la quimera capitalista. Sin reflexión, sin debate, ni alternativa radical que nos saque del pensamiento único que nos está precipitando al vacío postmoderno y antidemocrático más completo. Eso sí, con decenas de millones de demócratas ejerciendo la democracia virtual a través de las democráticas y participativas redes sociales.

Quizás sea cierto, al fin y al cabo, que la proliferación del anti politicismo es una muestra del triunfo del anarquismo enemigo del Estado y partidario de la organización obrera al margen de los partidos políticos. Entonces, la cantidad de obras de Bakunin que se venden en kioscos y librerías, o que la gente se baja de la red, debe de ser ciertamente inmensa.

Mientras tanto, el capital especulativo transnacional asiste a este proceso con enfervorizado entusiasmo. Cuanto más desprestigio de los trabajadores del Estado, más espacio para los atracadores de guante blanco. Cuanta menos democracia, más capitalismo.

 

Antonio Tausiet y José María Ballestín Miguel. Noviembre de 2012

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