Por Juan Marín
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No sabía que don Francisco Ynduráin era de Aoiz; es más, tardé bastante tiempo en admitir que era español.
Para mí, él procedía de un país extraño y mítico, plagado de viejas mansiones y de bibliotecas con vistas a extensos jardines; y también de residencias próximas a aeropuertos con avionetas preparadas para volar a Boston o a Cambridge. Yo creía que él era extranjero. Y ser extranjero a mediados de los años 60, justamente cuando se celebraban los «25 años de paz» del franquismo, conllevaba una dosis alta de admiración y curiosidad; de, llamémoslo para resumir, indiscutible leyenda. Me pregunto por qué mi subconsciente se negaba a considerar a Ynduráin como compatriota. La verdad es que él daba motivos para ello.
La primera vez que lo vi, estaba examinando oralmente de Inglés a un compañero mío de curso, exactamente de Preuniversitario (como se llamaba entonces a lo que ahora es el último año de bachillerato), en las pruebas de acceso a la Universidad. Entonces, todos estudiábamos francés y, en mi instituto, no creo que llegaran a veinte los alumnos de inglés, conceptuados por el resto como unos excéntricos. Y en aquel momento, en aquella aula magna, llena de tensión y nervios, no se me ocurrió pensar que aquel señor tan alto y que hablaba una lengua tan inusual para mis oídos podría ser, pasados unos meses, mi profesor de Literatura Española. Ah, su estatura; eso también le hacía extranjero en el contexto de la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza. A veces lo veía cruzarse con sus ilustres colegas (Eugenio Frutos, Federico Torralba, Carlos Corona, Ángel Canellas), que tiraban a bajitos. Espigado, muy elegante, y con una sonrisa irónica que le hacía parecer distante y levemente socarrón; así era su imagen, insólita en una universidad de provincias. Sí, era como un David Niven doctorado en Salamanca, como un pariente británico de los Baroja o como un aristócrata navarro confidente de Hemingway. Algo así opina también Mariano Anós: «Su personalidad era una mezcla extraña de cercanía campechana y una especie de distancia vagamente británica. Un hombre preciso y puntilloso pero también tolerante y un punto descreído, como si estuviera siempre un poco en otro sitio, sin dejar de estar cómodo y relajado en el que compartía».
Insisto, tardé tiempo en admitir que don Francisco no procedía de un país distinto al nuestro. De momento, en lo que era entonces la enseñanza de la literatura, sus clases no seguían la tónica habitual sino un enfoque muy anglosajón: él recomendaba un manual, «el Valbuena Prat», pero centraba sus clases en unos pocos autores y convertía el curso en una serie de monografías apasionadas, estimulando la lectura y el análisis; eso que se llama el aprendizaje activo. Se le notaban mucho sus filias y sus fobias: valoraba a Galdós y a Clarín pero se entusiasmaba con Juan Ramón y con Valle-Inclán. Recuerdo sus clases sobre la serie del Ruedo Ibérico y cómo gozaba leyendo y desmenuzando párrafos de La corte de los milagros. ¿Había en su devoción valle-inclanesca signos de identificación con el Marqués de Bradomín, aquel seductor lúcido y cínico? No sé, pero sí fui testigo de su pasión por la obra del autor modernista, una pasión que lograba comunicar a sus alumnos. En ocasiones, el entusiasmo de don Francisco, que podía parecer excesivo, era fuente de alguna anécdota. Cuando leía, solía quitarse y ponerse las gafas constantemente y gesticular con ellas; una vez, las gafas salieron disparadas de su mano en una limpia parábola. Nadie se atrevió a reír aunque la escena tenía mucho de comedia. Una estudiante las recogió del suelo y se las entregó. Y él siguió dando la clase con aquella vehemencia que sus alumnos no sé si agradecíamos lo suficiente.
Pero si era famoso por la entrega que ponía en enseñarnos, también lo era por sus ataques de apatía o de cierto desdén. Guillermo Fatás lo recuerda así: «El día que estaba inspirado, su clase era luminosa, original, excitante; pero si nos veía espesos, llegaba a interrumpir la lección, como decepcionado y presa del tedio». Para mí, que el tedio yndurainiano tenía algo de impostado, como si fuera una característica del dandi que llevaba dentro, pero lo cierto es que esa actitud no pasaba desapercibida a nadie. La mejor anécdota al respecto la cuenta Margarita Sánchez Celaya: «Al cabo de cuarenta y tantos años, todavía recuerdo el día en que don Francisco entró, se sentó y obsequió a la concurrencia con un no disimulado bostezo seguido de la exclamación ¡Tedium vitae! proferida no tan por lo bajini que no la escucháramos los de las primeras filas». Y también corría el rumor de que si su ayudante nos daba clase cuando había salido un día bueno era porque él se había escapado a jugar al tenis. Pero todo se le perdonaba porque, a pesar de nuestra inexperiencia, sus alumnos sabíamos captar toda su valía pedagógica y su altura como intelectual y hombre de letras. Fatás lo tiene muy claro: «Era experto en dialectología (en los años cuarenta se había adentrado en el navarroaragonés) lo mismo que en clásicos españoles, tanto antiguos como modernos; era notable cervantista, pero ni San Juan de la Cruz, ni Unamuno, ni Ramón Gómez de la Serna tenían secretos para él y lo mismo explicaba con penetración la lírica primitiva que el simbolismo. Resumiendo: era un filólogo completo, porque tenía formación lingüística, literaria y, en el sentido más amplio del término, crítica». Y no sólo sabía de literatura española; conocía muy bien a los novelistas americanos e ingleses y las corrientes críticas del momento porque él, entre otras cosas, no tenía que esperar a que los libros se tradujeran. Sí, estaba muy al día; mucho más de lo que nosotros podíamos sospechar. Fernando Villacampa guarda muy buen recuerdo de él: «Para sus alumnos, era ante todo un profesor diferente; a menudo nos preguntábamos qué hacía un catedrático como él en una Facultad como aquella. Un hombre liberal, de pensamiento y de talante, en un ambiente donde no pocos de sus colegas eran hoscos de trato y cortos de miras, o fervorosamente adictos al Régimen. Cómo no iba a tener aspecto de desencantado. Tenía el aire de sentirse por encima de todo el mundo; es que realmente lo estaba.» Anós coincide plenamente en lo anterior: «En el contexto de aquel claustro destacaba, creo que junto con Federico Torralba, como una personalidad que escapaba al provincianismo y la mediocridad generales». Enrique Pellejer dice que era «un profesor muy inteligente y asequible pero no muy locuaz; hablaba poco, pero, cuando lo hacía, siempre infundía ideas productivas, de las que pueden servirte para el resto de la vida».
Don Francisco se implicó a fondo en la vida literaria de Zaragoza. Su presencia fue habitual en las dos tertulias señeras de la ciudad, la de Los espumosos (a la que asistía con su amigo Eugenio Frutos, catedrático de Filosofía), y la del café Niké, esta última presidida por el poeta Miguel Labordeta. Y junto al crítico de Heraldo de Aragón, Luis Horno Liria, creó el premio de la Crítica (de ámbito nacional y sin dotación económica) que sigue otorgándose cada año a obras ya publicadas, y cuya sede fue Zaragoza durante bastantes ediciones. Me parece muy significativo el hecho de que Ynduráin fuera parte activa en la fundación de este premio, pues denota su voluntad y su capacidad de mantenerse permanentemente al día en lecturas y corrientes creativas. Luis Horno, que era ferviente católico, fue un crítico literario muy reconocido en aquel tiempo, a pesar de los reparos de índole moral que nunca dejaba de manifestar en sus escritos. Y, sin embargo, en esos años difíciles, ellos dos premiaron las obras estilísticamente rompedoras y socialmente comprometidas de los nuevos novelistas, como Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Ana Mª Matute o Álvaro Cunqueiro.
No fueron los sesenta buenos tiempos para la lírica, pues la política invadía la sociedad estudiantil (no totalmente, ya que prevalecía el conformismo), pero sí que existía una actividad poética importante en la ciudad, en gran parte debida a la influencia que el prestigio de Miguel Labordeta ejercía entre los jóvenes. Don Francisco captó inmediatamente el espíritu de rebeldía creadora que estaba empezando a notarse entre su alumnado y creó el Aula de Poesía, una actividad pensada para acercar la poesía contemporánea a los estudiantes. Carmen Olivares recuerda precisamente el acto en que don Francisco presentó, con el mismo rigor con que habría hablado de Garcilaso, a uno de los poetas más heterodoxos del momento, Julio Antonio Gómez (1933-1988), que leyó una selección de su libro Al Oeste del lago Kivú, los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (Colección Papageno; Zaragoza, 1960). Olivares piensa en Ynduráin como un catedrático fuera de lo común, «un adelantado a su tiempo, mucho más moderno que la mayoría de sus estudiantes».
A mediados de los sesenta, en la Facultad de Filosofía, destacaban varios poetas; entre ellos, Ignacio Prat (1946-1982) y Mariano Anós. Cuenta éste que le envió a don Francisco un ejemplar de su primer libro, Poemas habitables (Zaragoza, 1964), y que enseguida recibió una amable carta como respuesta, en la que le elogiaba su oído para el ritmo pues decía que «los poetas aragoneses en general eran sordos». Pero el apoyo del catedrático a sus alumnos iba más allá de lo académico. Él medió a favor de la publicación de una antología de poemas escritos por alumnos de la Facultad, Generación del 65. Pero ocurrió lo peor: la policía finalmente requisó en la imprenta todos los ejemplares ya editados. Todos menos uno… que con toda probabilidad fue a caer en manos de Ynduráin, y del que proceden todas las fotocopias y los facsímiles que después han circulado.
Han pasado muchos años y, por supuesto, acepto el hecho incontestable de que Don Francisco Ynduráin era navarro, concretamente de Aoiz. Pero para mi, él fue siempre alguien venido de muy lejos, no sé si de otro país o de otro planeta. Yo lo recuerdo con bastante frecuencia y puedo decir que, ahora mismo, está muy bien y es feliz. Aunque sigue jugando al tenis periódicamente, prefiere pasar las tardes leyendo, sentado en un sillón de cuero en una habitación llena de libros y con maravillosas vistas a un mar de nubes blanquiazules; a veces, interrumpe la lectura, se quita las gafas y se pone discutir sobre temas filológicos con su colega José Manuel Blecua Teijeiro; otras veces, lo veo charlando de pie, escuchando las ingeniosas ocurrencias de Baltasar Gracián con su típica sonrisa socarrona o hablando con Aldous Huxley (al que creo que tradujo) del intervencionismo del estado en la vida privada aquí abajo. Pero a mi favor, debo señalar que, allí donde ahora ha fijado su residencia definitiva, todavía hay muchos que creen que es un hispanista inglés, gran especialista en Cervantes. *
Juan Marín. Zaragoza, enero de 2010 (Artículo escrito por encargo de la asociación Bilaketa, de Aoiz (Navarra) con motivo de un libro homenaje al profesor Yndurain)
* Todas las personas cuyas palabras he mencionado fueron alumnos de don Francisco Ynduráin Hernández en algún momento de sus carreras: Mariano Anós es autor de dos libros de poesía, Poemas habitables y Apuntes de Esauira, pero se ha dedicado principalmente al teatro como autor, director y docente en la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza. Guillermo Fatás Cabeza es catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza y ha sido director de la Institución Fernando el Católico y del periódico Heraldo de Aragón; Carmen Olivares se ha dedicado a la docencia y a la investigación de la Lingüística como catedrática en el departamento de Filología Inglesa de la Universidad de Zaragoza. Enrique Pellejer ha publicado dos libros de poemas, Y la rosa se queda hasta la muerte y Libro azul, y ha ejercido la enseñanza como catedrático de Inglés en institutos de enseñanza secundaria; también ha sido alcalde de Montalbán (Teruel). Margarita Sánchez Celaya se ha dedicado a la enseñanza del francés y del español como lengua extranjera, principalmente en Estados Unidos; Fernando Villacampa es profesor de Lengua y Literatura españolas en Oviedo y autor de un libro de poemas, Juegos Reunidos (en coautoría con el dominicano Pedro Vergés), así como de numerosos artículos en diversos medios de prensa.