«Lecciones americanas. Diario de un profesor en los USA»

 
Por Bernabé Dubois

   El pasado 19 de octubre en el Edificio Grupo San Valero se presentó la séptima obra de Javier Arruga editada por la ed. Sibirana.

  Tres años de profesor en Santa Fé, Nuevo México, con su familia se recogen en esta novela diario ensayo que recoge en sus entradas las vivencias del profesor, del antropólogo, del padre de familia, del emigrado, del extranjero.

   Un libro lleno de nombres porque de entrada eso es lo que encontramos en este libro: un corazón de atleta lleno de nombres queridos y apreciados.

   Si gusta la literatura nos encontraremos con Hemingway, Sthendal, Jorge Semprún, Ángel González, Kerouac, El Lazarillo, Cervantes, Quevedo, Vázquez Montalbán, Ove Knausgard, Galeano, …

  Si agrada la música con Bob Marley, Willy De Ville, U2, Bach, Sabina, Camarón, Mauricio Aznar, Frank Zappa, Ray Charles, Coldplay, Lou Reed, Johnny Cash, Prince, David Bowie, Woody Guthrie, …

   Si gusta la filosofía tropezaremos con Epicuro, Derrida, Foucault, Deleuze, Klein, … Si el cine por ahí salen Buñuel, Tarkovsky, El Cazador, el cine independiente.

    Y no sobra ninguno, cada uno viene al caso de lo que el autor nos narra en ese momento, en esa entrada de un diario con el que invita a la sonrisa en la página 17, a reir en alta voz en la 22 y a carcajadas en la 142 cuando describe la tiendita en la que su alumnado compra las “marranadas” que luego se comen.

  Es un texto en el que hay humor, buen y mal humor, algunos ratos. Hay intimidad y confesiones, ternura y bastante incorrección política, cosa que algunos agradecemos últimamente.

   Al terminar su lectura se siente como un saludable escepticismo epicúreo. Esa teoría del conocimiento que nos propone la inexistencia de la verdad, o que, si existe, el ser humano es incapaz de conocerla. ​ Aquellos escépticos que se quedan en reflexión sin pronunciarse ni aceptando ni negando, aunque a la vez entre líneas o no, hay una apuesta espartana por la empatía, por el amor en esa realidad que nos va narrando. Un indicador puede ser la última frase del libro dice:

“Así acaban estas lecciones americanas

que no sé si he impartido o recibido”.

    Hay muchos más nombres en ese corazón y en estos textos: el recuerdo de los padres, los de su familia, algunos con una delicadeza, ternura e incluso sensualidad. Los nombres de las y los compañeros de trabajo, hábilmente definidos con un adjetivo o con un mote, de los vecinos, cuyas historias nos cuenta con dos o tres pinceladas que nos hacen intuir todas sus vidas.

    Se nos comenta el sistema educativo del estado, motivo de disfrute porque el autor a la par que nos describe el sistema con sus evaluaciones y tests, repescas y burocracias, las culturas académicas y del centro o de los centros cercanos nos invita a reflexionar de paso sobre nuestro sistema educativo, nuestras sucesivas leyes de educación, lo que copiamos y no copiamos de otras experiencias foráneas.

 “Fue una verdadera demostración de que a los chavales hay que darles responsabilidades y de que, cuando se les dan, las asumen. Entonces lo bordan”.

    Una frase en la que a pesar de todo el profesor mantiene la esperanza. Una frase que parece una obviedad y es todo un homenaje a la Escuela nueva de hace un siglo, a Freire, a Freinet, a Lorenzo Milani, fuentes en las que abrevamos algunos docentes, que han dado sentido a nuestro quehacer y que ahora no aparecen ni en la formación inicial ni en la permanente que se ofrece al profesorado.

   Hay relatos duros, como la vida misma, y hay un olfato de antropólogo en esas historias de vida que nos transcribe, familias más que desestructuradas, ocio a base de pantallas, nutrición insana, ante los que el profesorado se suele sentir impotente, pero ante los cuales, el autor acaba repitiendo: “El colegio es su último asidero”.

   Buscando imágenes Javier Arruga se encuentra con una viñeta en la que un alumno comenta desde su pupitre: “¿Cómo quiere que nos guste la asignatura si a usted no le gustamos nosotros?” ¿Cómo contribuir a que el conocimiento no sea un dolor?

    Hablando de ciencias otra frase del texto invita a la sonrisa:

“Los estudiantes son como los elementos químicos: aislados son controlables pero juntos… pues reaccionan”

   Y en el libro se nos muestran juntos y aislados, y cómo el papel de quien educa obligatoriamente ha de tener varios registros sin caer en la esquizofrenia, tarea harto complicada que nunca se aprecia desde el entorno. Es más visible lo de “los tres meses de vacaciones, qué fácil te lo ganas”, etc., …

    Muy interesante tirando a jocoso me han parecido algunos temas que dan para debatir como el de los eufemismos: “Life styles”, al referirse al alumnado con discapacidades. Me ha hecho pensar en los cambios de nombres que cada ministro, consejero, director general o maestrillo feudal bautiza lo existente para pasar a la historia y de paso tener que tirar todo el papel timbrado del ramo.

     “Las lenguas las carga el diablo” es otra de las reflexiones que abrirían un delicioso y tal vez visceral debate sobre la lengua materna, el bilingüismo, las lenguas indígenas, unas 68 en México, o la cooficialidad en nuestras tierras.

   Aparecen los centros gueto que aquí también van asentándose sin demasiada voluntad de arreglo y recordándonos que entre la ciudadanía hay diferentes categorías.

    Las entradas más largas, no sé si consciente o inconscientemente, son las que tocan los temas de la educación, la sensibilidad y la cultura. De ésta nos ofrece una definición clásica:

“Conjunto de saberes, creencias y pautas de conducta de un grupo, incluyendo los medios materiales que usan sus miembros para comunicarse entre sí y resolver sus necesidades de todo tipo”.

    Cada cultura puede resolver sus propias necesidades y ahora no hacemos más que copiar: planes, leyes, ceremonias, vestimenta, música… perdiendo lo que nos daba identidad, complicidad, calor. Papa Noel va ganando a los Reyes y Halloween a la Castañada.

   Un libro “ventrílocuo”, como dice el autor, porque a veces habla el profe de secundaria, otras el padre del alumno de primaria, otras el esposo, otras el marido de la profesora de primaria, otras el antropólogo, otras el escritor, otras el emigrante, una auténtica polifonía que diría Bajtín. Un retrato literario, personal y sin Photoshop como lo define el autor.

   Un libro para que no es necesario ser docente, ni emigrante, ni viajero. Un libro que exige humor y pensamiento crítico. Un libro que con su grata lectura invita a seguir abriendo debates necesarios si aún confiamos en la educación.

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