Y si fuera posible amar…


Por Carlos Calvo 

  Aunque, al parecer, la fecha no se atenga al rigor, este pasado mes de febrero se celebró el octavo centenario de la trágica historia de amor que dio lugar a la célebre leyenda romántica de Diego de Marcilla (o Juan Martínez de Marcilla, como prefieran) e Isabel de Segura, los “amantes de Teruel”, cuyos restos momificados, exhumados durante unas obras en el siglo dieciséis, reposan en el mausoleo de la capital turolense construido en 1956.

    Para este 800 aniversario, equivocado o no, se han celebrado numerosos actos festivos y culturales, entre ellos el libro de la radionovela ‘Y si fuera posible amar’, escrito por el periodista Javier Vázquez (Zaragoza, 1973), el viaje de vuelta de Diego (o Juan, ya saben) e Isabel a través de las ondas, las letras y la dramaturgia. El relato de dos adolescentes enamorados pero condenados al desamor. Cinco años de espera, un beso negado, una muerte de tristeza y otra de culpa.

  Este cuaderno de viaje consta de cuatro capítulos (‘La boda’, ‘La conciencia’, ‘Amor que ganarse quiere’, ‘La alondra enjaulada’) y un epílogo a elegir entre el beso rechazado y el “que cambió todo”, pues ese beso de amor que Isabel niega a Diego y que los condena a la eternidad -tal y como es la leyenda- se puede cambiar por una segunda lectura y dar a los amantes de Teruel, en última instancia, la oportunidad de ser felices ocho siglos después. Se trata de la segunda obra de una serie para coleccionistas -atención, Pepe Melero-, impulsada por la fundación Amantes, ‘Diario de Teruel’ y el consistorio de la capital, que comenzó hace un año con la entrega de ‘Una noche con los Amantes de Teruel’, tonta ella y tonto él, escrita por el novelista e investigador turolense Javier Sierra, quien pasó, para tratar de buscar una explicación a los muchos enigmas que rodean la leyenda, una noche junto a las momias de los susodichos. A solas y a oscuras.

  No pocos creen historia esta leyenda que se remonta a 1217. Juan de Ávalos, autor del conjunto escultórico que alberga esas momias y creador del símbolo de las manos más famosas que no se tocan, lo tiene claro: “Si es verdad o mentira no importa. Si es verdad es una maravilla y si es mentira es una maravillosa mentira”. El historiador local Fernando López Rajadel cree, por su parte, que se trata de las momias de dos antepasados de la familia Segura, madre e hijo. Y asegura que la historia forma parte de un códice muy mutilado que se conserva en la biblioteca de Cataluña, en Barcelona, un manuscrito que mandó elaborar la familia Marcilla a finales del siglo quince para ensalzar su linaje. Es, según el experto, un relato de ficción y no una narración histórica. Incluso transmite sus sospechas sobre si las momias halladas en 1553 sean, en realidad, de una madre y su hijo.

  El rigor histórico, al parecer, brilla por su ausencia. Lo que se celebra, maldita sea, es una fecha simbólica. ¿Por qué, entonces, se quiere vender los amantes como un hecho histórico sin serlo? “Hay muchas personas”, advierte López Rajadel, “que no han estado interesadas en la veracidad de la historia, sino en darle publicidad. Mi tesis va en contra de la opinión de élites con influencia social. Pero es su problema, porque ellos se han metido en ese lío”. Sea como fuere, esta tradición, equivocada o no, ha influido en la vida de Teruel, también en la literatura y en el arte en general.

  La leyenda cuenta que Diego e Isabel estaban enamorados desde la niñez, pero la familia de ella se oponía a la relación amorosa. Así las cosas, Diego de Marcilla decidió marcharse a combatir en la guerra para conseguir dinero y poder casarse con su amada. Pactaron los enamorados que Isabel esperaría cinco años el regreso de Diego, quien formó parte de las tropas aragonesas en la guerra de Andalucía, perdiéndose entonces sus noticias en Teruel. En aquella época era común que los padres decidieran con quién se casaban sus hijos. En este caso, Pedro Segura, padre de Isabel, concertó una boda entre su hija y un hombre rico que suele identificarse como Pedro Fernández de Azagra. Al finalizar los cinco años de espera que habían prometido Diego e Isabel, se celebró la boda, justo en el momento que regresó él, enriquecido, a reclamar la mano de la doncella. La leyenda continúa con una conversación entre Diego e Isabel y la petición de un beso por parte del enamorado que cayó al suelo muerto ante la negativa de ella. Cuando se celebró el funeral, Isabel le da el beso que le había negado y es entonces cuando cae desplomada sobre él. Así, Teruel decidió enterrar juntos a quienes habían llevado su amor hasta la muerte. Y así se hizo en la iglesia de San Pedro.

  Que una mujer recién casada fuera enterrada a su muerte con su amante y en tierra sagrada, en una época en la que el amor no contaba, en lo que contaba eran los intereses políticos y económicos, es el gran enigma de este relato. Una historia repleta de similitudes con la de Romeo y Julieta (y la de Tristán e Isolda, y la de Girolano y Silvestra), que son, en efecto, parecidas y distintas a la vez. En una hay un autor muy célebre (Shakespeare, o quien fuera), una obra realmente compuesta, y en la del territorio aragonés hay una tradición oral. Lo único que les une es el sentido del amor imposible y que luego, al final, de algún modo, se reúne con la muerte, el hecho de la muerte por amor. Porque un amor perfecto no puede vivir en un mundo imperfecto. Solo queda que viva la muerte.

  Acaso los amores imposibles son los que acaban siendo eternos. Todas esas dificultades a las que se enfrentaron Diego e Isabel, o Isabel y Diego, son las que hicieron inmortal esta leyenda, trágica y hermosa. El amor triunfa una vez que mueren, inexorablemente. En esencia, es la oposición de las dos grandes fuerzas de la naturaleza: el amor y la muerte. O la vida y la muerte. Desde una perspectiva espiritual, mística o filosófica, la muerte es vida eterna. El amor, parece, nunca muere. O, al menos, el amor trasciende las dificultades que el mundo real le pone. Ya se sabe que “para el amor y la muerte, no hay cosa fuerte”, refrán que pondera el poder definitivo e inescrutable, esto es, del amor y la muerte.

  Javier Vázquez ya había escrito ‘Los misterios de la Vega’, ‘Cuatro cuentos rusos’ o ‘El escondite ultrasecreto’. El autor se enfrenta ahora a la leyenda de los amantes, un libro de cuarenta y seis páginas encuadernado manualmente -el formato de la edición se debe a Juan Ramón Giménez y Agnes Daroca-, con una tirada (numerada) de mil ejemplares, en el que se incluyen acotaciones teatrales, información sobre los actores que participaron en la versión radiofónica y unas atractivas ilustraciones que reinventan gráficamente la leyenda. Unas imágenes, esto es, muy personales y cargadas de simbolismo, obra de la diseñadora salmantina Silvia Hernández, con una ejemplar unidad de conjunto para construir, abstractamente, un discurso de voz y teatro, de radio y música.

  Dicen que el amor es dual y entraña no solo la atracción sino también la distancia. Su concepto es cíclico, con proyección hacia el futuro. También hacia el pasado. Y sigue siendo una odisea, como imaginó el invidente visionario Homero. O el aragonés Lope de Moros (¿fue él?), en los primeros años del siglo trece, con ‘Razón feita d’amor’. O, un siglo después, Giovanni Boccacio en uno de los cuentos integrantes del ‘Decamerón’. Ya en el siglo dieciséis, la reina de Francia y de Navarra, Margarita de Valois, retomó la idea de Boccacio para escribir ‘Historia de los amantes afortunados’, un amor sublimado que el mismísimo don Quijote profesa por Dulcinea, y que quizá Cervantes no hubiese narrado sin haber mediado un siglo atrás la epopeya amorosa de ‘Amadís de Gaula’. ¡Ah, el amor galante, prácticamente el preludio de una paliza! ¿Frivolizar según qué dramas debería estar penado? En el caso que nos ocupa, cinco años de espera, un beso rechazado, una muerte de tristeza y otra de culpa.

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