Sálvate del ruido de todas las palabras


Por Alfredo Saldaña

     Sí, “busquemos un sentido, es tiempo del diccionario”, como se aconseja en el epílogo de este libro, firmado por Nora Lod, y que bien pudiera leerse como prólogo, en lugar de estas torpes palabras que ahora convoco con la intención de resaltar la potencia, el misterio y la clarividencia que encierra este Diccionario del tiempo, segundo libro de poesía que publica su autor, Jesús Soria, tras aquel The end que vio la luz hace ya algunos años, en 2008.

   Sí, en efecto, convendría recordar, como aconsejara Wittgenstein (recordado también en ese epílogo), que de lo que no se puede hablar, es mejor callarse, lección que este poeta ha sabido interiorizar muy bien haciéndola compatible con la convicción de que el propio silencio, muchas veces, forma parte del discurso y es altamente significativo.

   Se trata así de incendiar “la oscuridad del silencio”, como se sugiere en el poema que abre este poemario, quizás con la intuición de que los significados propuestos serán incapaces de neutralizar a la nada que asola nuestra existencia. El mundo es silencio y all the rest is Word, aunque, casi siempre, sea esa una palabra vacía. Se trata, como se propone en otro de los poemas, de “marchar hacia el silencio / con piernas de preguntas”, de romper ese pacto de silencio (“la voz / del tiempo perfora / la violencia del silencio”) que impide que la afonía del mundo mudo e innominado deje paso a la propuesta de otro espacio apenas alumbrado por la voz en el texto iluminado. Somos supervivientes en un desierto de arena y de palabras y la escritura ofrece testimonio de esa supervivencia que, como afirmó Derrida, “no es solo lo que queda: es la vida más intensa posible”, una supervivencia que contiene no solo nuestra huella nemónica sino también el aviso de lo que está por venir, de lo que todavía no se ha escrito, del desierto que habitamos y nos habita, el desierto por recorrer que queda por delante, una extensión que se presenta como un motivo recurrente —ya desde el primer poema: “el desierto del yo”— a lo largo del libro (también encontraremos “el desierto de la Verdad”, “el desierto de la Historia”, “el desierto de la palabra”, “el desierto de la identidad”, etc.).

    Pero, ¿cómo neutralizar ese silencio subversivo, insoportable y devastador que, sin embargo, abre paso a la inquietante posibilidad del pensar?, ¿cómo imaginar un acontecimiento en el que confluyan el sujeto y esa acción del pensamiento que descoloca cosas e ideas, desplazándolas de sus lugares habituales? Si es cierto, como afirma Edgar Valdemar Rojo en el citado epílogo, que el yo “es la carne del ser libre que queda atrapada en la piel de lo social”, pudiera entonces tal vez imaginarse que, al cantar, el sujeto suspende su vuelo, detiene —apenas por un instante— su vida, afina su canto y espolvorea su escurridiza y compleja identidad entre los huecos del poema, de tal manera que da la espalda a la realidad y encuentra en la escritura, con sus vacíos y silencios, el horizonte infinito en el que desplegar la existencia, como le ocurriera, por ejemplo, a Franz Kafka, aquel outsider que halló en la literatura el aire que en la vida le faltaba, la quimera con la que dio carta de naturaleza a lo real.

     Sin renunciar en ningún momento a su aliento lírico, desarrollado a través de una sintaxis imaginaria deslumbrante y unas plásticas y potentísimas imágenes, Diccionario del tiempo se asienta al mismo tiempo sobre unos cimientos morales, políticos, de tal modo que el andamiaje estético sobre el que se configura este libro no puede entenderse al margen de la reflexión teórica y el compromiso ético que lo alientan. Como es sabido, contar y cantar son acciones propias de esos lenguajes que denominamos filosofía y poesía, unos lenguajes que, a pesar de haber recorrido itinerarios diferentes a lo largo de la historia, comparten un mismo origen cercado por el enigma, un soplo inconformista que surge de la inquietud y el asombro, convencidos de que lo real no se deja atrapar en la realidad, asediados por una misma sed insaciable de saber. Lenguajes que Jesús Soria ha sabido reunir en este libro de una manera eficaz.

     Es una idea recurrente —aunque se trate de una incerteza, una cuestión difícil de digerir y ordenar— esa que señala que la poesía está ahí, entre otras cosas, para dar testimonio de la diferencia y la otredad, de lo desaparecido y lo que ha sido expulsado al margen. Pudiera, por ejemplo, darse el caso de que la poesía nos ofreciera la posibilidad de contemplar (y pensar) las cosas del mundo de una manera insólita, intuyendo así que la vida puede resultar más ancha, compleja y diversa de lo que estamos acostumbrados, irreductible a unos cuantos tópicos más o menos arraigados en el imaginario colectivo; pudiera ocurrir que llegáramos a valorar la existencia no tanto como una imposición o un relato ya escrito y sancionado sino como un horizonte extenso y plural, explorando la realidad con miradas ignoradas y ahondando en ella hasta vaciarla de todos sus prejuicios; pudiera suceder entonces que leyéramos textos poéticos y nos reconociésemos después a través de la lectura en una búsqueda interminable, inseguros, desprovistos de dogmas y terquedades y acompañados solo de la incertidumbre hasta hacer del camino no un medio o un instrumento para alcanzar algún fin sino un destino por el que avanzar hasta caer exhaustos.

    Escribo estas líneas al abrigo de algunas ideas que encuentro en ciertos textos del poemario de Jesús Soria, un libro memorable en muchos aspectos que hace del lenguaje el núcleo de una cuestión disputada que pone en tela de juicio las garantías de su propio aprendizaje y que es una puerta abierta a esa posibilidad a la que me he referido líneas más arriba. Solo por ello ya estamos en deuda con él. Diccionario del tiempo ahonda en un lenguaje caracterizado por la tensión, la radicalidad y la exploración de los márgenes, un lenguaje que ha hecho de la razón poética —los ecos de María Zambrano funcionan como un motor permanente de reflexión— un motivo axial de la escritura, situando dicha razón —con sus posibilidades, fracturas y carencias— en el epicentro de una profunda y esencial indagación de los límites con los que tratamos de acotar la realidad, intentando encontrar la manera de hablar con la poesía. Conversar poéticamente. Construir un espacio en el que el silencio emerja y la otredad no se limite a practicar la escucha y participe asimismo activamente en la conversación. Pero nada es seguro; se habla aquí tan solo de una posibilidad, de un acontecimiento radicalmente extraordinario en el que desaparecer “en el vuelo de los pájaros”.

    Jesús Soria es muy consciente de que lo real no se deja atrapar tan fácilmente, y sabe también que la realidad, casi siempre, toma cuerpo de palabra. Por eso mismo, leemos en uno de los poemas: “Sálvate del ruido de todas las palabras”, sobre todo de las palabras gastadas, aquellas “perras negras” (Cortázar dixit) en las que creemos reconocernos como miembros de una misma tribu y en las que acabamos disolviéndonos, palabras con las que ejercemos la autoridad para establecer el sentido de lo que pasa, una potestad que ha enfrentado a poetas y filósofos a lo largo de la historia en sus disputas por el control público de la verdad, una verdad que se presenta como un motivo central en este libro y que adquiere relevancia a través del conflicto que ambos lenguajes —poesía y filosofía— mantienen con la inefabilidad con la que nos referimos a esa parte de la realidad que el lenguaje no puede expresar. Así, este conflicto entre la realidad y el lenguaje, entre las cosas y las palabras, adquiere el estatuto de un acontecimiento cuando entran en juego las ideas; entonces, desde la perspectiva de saberse “un mendigo de ideas sin cuerpo”, la voz que aquí se escucha se desvanece en una conciencia inmaterial, extremadamente lúcida y luminosa.

Jesús Soria Caro, Diccionario del tiempo, Toledo, Lastura, 2017, 76 pp.

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