Pelotudo Antón

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Por Carlos Calvo

    El espíritu del periodismo es fundamental para mantener el espíritu crítico de la democracia. No existe mejor manera de medir el grado de libertad de una sociedad que acudir a la prensa.

     El periodismo sirve (de modo distinto a la novela) para contemplar de verdad al hombre universal, al humanista de su época, al que puede aún y debe decir con el poeta latino aquello tan bonito de “nihil humanum alienum puto” (“nada humano me es ajeno”). Así entiendo el premio nacional de periodismo cultural (anteriormente lo recibieron Jacinto Antón, Fabricio Caivano, Ana Borderas o Juan Cruz) que otorga cada año el ahora llamado ministerio de cultura, educación y deporte, y que este veinticinco de septiembre de 2013 ha recaído en el escritor gallego afincado en Zaragoza Antón Castro, el ‘todoterreno’ de la comunicación por tierra, mar y aire.

    Narrador, poeta, ensayista y frecuentador de foros diversos, Antón Castro ha sido reconocido por su labor en las secciones culturales de los diferentes diarios por los que ha pasado (‘El día’, ‘El periódico’, ‘Heraldo’), su blog y la dirección y presentación de programas televisivos (‘Viaje a la Luna’, ‘El paseo’, ‘Borradores’). En su libro ‘Cariñena’, publicado hace unos meses, habla de sus peripecias vitales, de su infancia y adolescencia, y cómo llegó a Aragón en 1978, donde se casó con Carmen Gascón, con la que ha fundado una familia de cinco hijos: Daniel, Aloma, Diego, Jorge y Sara. Ya decía García Márquez que detrás de un gran pelotudo hay una gran mujer. La mujer, para qué negarlo, protectora y sensible, apacible y sigilosa, centrada en su tribu y capaz de multiplicarse…

    “Ser periodista cultural”, afirma el propio Castro, “es apostar por la creación con todos sus apéndices. Contar, informar, analizar, seducir, revelar. El periodismo cultural es un trabajo de orfebrería, que exige pasión, meticulosidad, voluntad de conocer y contagiar lo que se conoce, sentido crítico y un perfume de belleza y de distinción”. Y añade: “Soy un poco periodista en mi literatura y un poco narrador o poeta en el periodismo. Pero lo vivo con naturalidad, sin esquizofrenia alguna. Soy periodista y escritor siempre, en todo lo que hago. El periodismo me ha enseñado a ver y a intentar entender el arte. Un buen artículo de Chaves Nogales o de Julio Camba o González Ruano han sido una escuela permanente de emoción y de sentimientos. La cultura es un territorio de libertad, de búsqueda, que persigue el goce, la sabiduría, el entretenimiento, la lucidez y la complejidad”.

     Por supuesto, toca discernir con criterios culturales qué es y qué no es digno de estar en un suplemento de las artes y las letras. Hay que empezar por la humildad y la reflexión: menos demagogia y más acción cultural. Más información y menos publicidad. Los medios se han convertido en cañones de noticias que bombardean informaciones recogidas por opinadores sin tiempo para reflexionar, que las analizan a toda pastilla. No importa el criterio, importa la rapidez. Todos tienen que saber de todo y valorar con idéntico desparpajo las causas de la decadencia de un escritor concreto, pongamos por caso, o los supuestos avances pictóricos de cualquier artista hasta la fecha ninguneado. En el periodismo, en efecto, las prisas se han llevado por delante la paciencia y a veces ni siquiera da tiempo que sea noticia la actualidad.

     Los premios, aparte del supuesto prestigio, sirven para obtener, desde luego, unos ingresos extras que ayuden a rebajar la escritura ‘a vuela pluma’, y sacar jugo de combate a lo que se escapa por las prisas, tan necesarias, al parecer, como el pan de cada día. A no ser, claro, que seas un Javier Marías y te permitas el lujo de rechazarlos, aunque solo sea con la boca pequeña y peregrinas excusas, porque renunciar a un premio de veinte mil euros no está al alcance de cualquier mortal (el impacto habría sido mayor caso de que el protagonista hubiera sido un escritor en paro) y se necesita tener una buena talegada en el banco para mandar dicha bolsa al triángulo de las Bermudas.

     Los medios de comunicación, sumidos en la ruina, buscan la salida por la senda de la docilidad bien remunerada y los periodistas, reducidos a la precariedad, ven limitadas sus opciones: o enflaquecen como héroes civiles o se instalan en la ribera del servilismo para garantizarse la supervivencia. En la actualidad, casi todos los diarios son financieramente insostenibles y sobreviven mediante subvenciones directas o indirectas de administraciones públicas o grandes grupos corporativos que los usan como plataforma para sus estrategias de negocio multimedia.

     Ahora bien, el periodismo es mucho más que la industria mediática. Y el periodismo cultural es un bien público y como tal hay que considerarlo. Es lo que permite a la cultura ser cultura comunicada y no una colección de individuos potencialmente autistas. Lo que le queda al periodismo, en un mundo inundado de información, es la reputación profesional y la calidad del análisis. Porque hoy ya estamos en condiciones de automatizar el trabajo rutinario del periodismo, aquel que consiste en recoger información, organizarla y escribirla o difundirla. Lo esencial es la calidad del análisis. Sin esa garantía, si despiden a los periodistas, las empresas matan la gallina de los huevos de oro.

     El periodismo no puede estar sometido al poder del dinero, la obsesión de agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago de los peores instintos, el desprecio de los interlocutores. La rebeldía bien entendida como actitud es indispensable para un oficio en horas bajas. No va a ser fácil recuperar el buen nombre perdido. Lo pienso cada vez que abro uno de esos grandes medios de comunicación –locales o nacionales- que hoy diseñan el supuesto criterio de lo que, además, llaman “opinión pública”. Esto hace que hoy podamos estar no ante una sociedad del conocimiento y la cultura, que no son lo mismo, sino ante la sociedad del espectáculo, tal cual refiere Vargas Llosa en su magnífica obra. Pasen y vean.

    De hecho, el escritor de Arequipa, otro pelotudo, concibe el periodismo como una pasión paralela a la literatura que nunca le falta, y en esto se asemeja a nuestro Antón, quien no hubiera podido escribir ni la mitad de sus libros –ahora, por exigencia moral, nos debe uno bueno- sin el aprendizaje de la aventura del periodismo. El peruano, por su parte, vuelca muy conscientemente sus convicciones, sus ideas y sus críticas a la actualidad. Y tiene todo el sentido. E intenta dar la batalla, porque lo contrario es contribuir a la catástrofe que tanto tememos. “Hay que dar la batalla dentro del oficio”, asevera, “que el periodismo de entretenimiento no ocupe todo el espacio y acabe con el periodismo crítico y objetivo, que es el que es necesario para la libertad y para la democracia”.

    Decía Oscar Wilde que “ningún crimen es vulgar, pero la vulgaridad es un crimen”, y muchos, sin haberlo leído, lo siguen a rajatabla, puesto que se desprecia lo cotidiano y se focaliza (casi) todo en los histriónico, el famoseo, las cartas marcadas. Un periódico debe ser un proyecto intelectual, que fomente una sensación de comunidad y de pertenencia entre su lectorado. Las secciones culturales son fundamentales en este aspecto y Antón Castro, por lo que le toca, lo intenta y, a veces, lo consigue. Busca un estilo, una idea, una firma, una personalidad, una sección con la que proyectar el complejo mundo de las artes y las letras, un mundo hablando consigo mismo. El mundo de un pelotudo.

     También decía el gran Umbral que “lo malo del articulismo es que nos roba el presente” y “supone sacrificar la verdad a la actualidad”. Suerte que luego matizaba, muy a lo Rilke: “Entiendo por verdad la constatación gustosa del presente, el tiempo sin fisuras, el campo sin puertas, la fluencia natural de la vida”. Es imprescindible el articulismo pegado a lo inmediato, pero a mí me gusta más el que te cambia el paso, el que propone otro ritmo, el que tiene una parte de dietario y otra de crónica, y parece estar pensándose a medida que se hace, tensado entre el escepticismo y el entusiasmo. Esto lo hace muy bien Julio José Ordovás, el escritor de máxima exigencia que tenemos en la actualidad.

     Un articulismo, por así decir, que ilumine algo que desconocíamos (un perfil, un suceso, una obra, un estado del alma), que adopte formas y tonos diversos, pero desvele las pasiones y contradicciones de quien lo escribe, que sea cada día, cada semana, cada mes, distinto pero siempre igual a su autor. Que ofrezca, en definitiva, un reposo, un freno ante los avances y batacazos y alusiones de la actualidad. Que intente inventar un espacio íntimo, confidencial y, sobre todo, crítico. Todo no puede ser bueno, exquisito, sin sentido crítico no se trasciende. En pleno imperio de la información, siempre ha de funcionar, como una confidencia, el tú a tú entre el periodista y el lector. El tú a tú entre pelotudos.

     Se necesita, por tanto, un periodismo de historias, no simplemente de gacetillas rápidas o mal redactadas para salir del paso. Un periodismo con mirada y voz de autor, más allá del producto impersonal de la factoría informativa. Un periodismo bien contado, apostando al conocimiento, al respeto por la audiencia y no a la engañosa banalidad mediática. Un periodismo demasiado dócil ahuyenta a los lectores y suele terminar en un negocio ruinoso.

     Acaso por la fatiga e imposible misión de “estar al día”, Antón Castro, en sus crónicas, nunca fuerza la pose, ideológica y retóricamente, nunca tensa la expresión, nunca se aleja del tono propio, no predica, no quiere convencer, su prosa es pacífica y soñadora. ¿Eso es bueno? A mí me gusta más el comentario mordaz, ácido, sin concesiones. Y con criterio. A lo mejor, el periodista, siempre tan discreto y generoso, no lo ve así. O le es más cómodo no verlo. Se muestra, al fin y al cabo, como un ‘todoterreno’ de la cultura, más divulgador que pensador. Sus reflexiones, esto es, nacen de sus divulgaciones, con una enorme curiosidad por los paisajes, los hombres y las cosas. No es extraño, pues, que vea como maestros del periodismo cultural a personajes tan antagónicos como Roberto Miranda, ese escritor admirable que sabe dar a su prosa la exquisita mixtura de estética y hondura, o Joaquín Aranda, “un espíritu renacentista que amaba el cine, el teatro, la música clásica y las suertes de la literatura”. Con estos y con otros pelotudos, observados con el rabillo del ojo, se arroja Antón Castro a este mundo de filosofía, de poesía, de historia.

    Desde estas páginas de ‘El pollo urbano’, en cualquier caso, le obsequiaremos con cinco kilos de naranjas pelotudas, que sabemos que le gustan mucho. Sea como fuere, este galardón cultural otorgado a Antón Castro es también un premio al desaparecido programa televisivo ‘Borradores’ (se emitió entre 2006 y 2012), del que el periodista y escritor fue director y presentador, un espacio que era una panorámica constante del estado de la creación de Aragón, del país y de todo el mundo, y del que en su momento me referí en estos términos:

     “Y el rumor se hizo pedrada. Lo que desde las pasadas semanas corría de boca en oreja como corren las cosas que corren (malos toreros y ladrones) se hizo, al final, realidad. Dura realidad. ‘Borradores’, por cuyo plató ha pasado parte de la excelencia cultural de nuestros días, cambia de formato. Y no solo de director, que ya es grave por ingrato, sino de sentido. El responsable y presentador del programa cultural durante cinco años, el periodista y escritor Antón Castro (Arteixo, La Coruña, 1959) deja su puesto por imperativo de los recortes, por decirlo de un modo políticamente correcto. Lo que ha sido un foro de la cultura en nuestra comunidad, por el que han pasado escritores y pintores, fotógrafos y escultores, dramaturgos y arquitectos, actores y cineastas, diseñadores y periodistas, editores y filósofos, músicos y toda suerte de gentes del espectáculo, de aquí y de allá, se transforma en un nuevo ciclo sin más explicaciones.

     Y esto es lo grave. Quizá dramático. Desde que Antón Castro se hiciera cargo, ‘Borradores’ se ha ofrecido como una referencia de las artes y las letras aragonesas, un modélico ejemplo de información y reflexión. Intenso unas veces; exclusivo, otras, y siempre necesario. Tanto para la ciudad como para los espectadores y los propios artistas. Un espacio, en fin, de libertad, de ceremoniosa serenidad, de alto talento y de bajo presupuesto, que inicia su andadura un día en la primavera de 2006, cuando el escritor gallego invita al programa a Eduardo Laborda con ocasión de su exposición pictórica en torno al simbolismo barroco; a Carlos Saura para hablarnos de sus proyectos cinematográficos, y a Miguel Mena y Fernando Sanmartín disertando sobre literatura, esa incitación al desconocimiento de la realidad adversa mediante la fuerza y las posibilidades de la imaginación. La literatura como fin, en efecto. El fin y el principio. O el principio y el fin, con ese revelador y amargo ‘hasta siempre’, en ese último programa de un frío día de enero de 2012, con la presencia del escritor Javier Romero, que nos habla de su primer libro de cuentos, ‘El día en que Bunbury fue Elvis y Eva Amaral le hizo los coros’, con el que gana el premio Isabel de Portugal de narración; y la de Gervasio Sánchez, uno de los fotorreporteros españoles más reconocidos que comenta su exposición ‘Desaparecidos’, un recorrido por toda una historia universal de la infamia: el secuestro, la tortura y la aniquilación en los Balcanes, en Colombia, en Chile, en Irak y, entre otros lugares, en España, tanto en León como en Cetina.

     A partir de ahora me declaro apóstata de Aragón televisión. Pero apóstata del todo. Opto, pues, por olvidarme, salvo contadas excepciones, de la cadena del ente público autonómico a la hora de buscar información o entretenimiento. Las pretensiones de borrar de un plumazo a una parte significativa de esta comunidad deviene en una televisión cada vez más alejada de la realidad, de la ciudadanía a la que se dirige. La intelectualidad sometida del atribulado y afligido individuo. La pretensión de una cultura del control sobre el ser humano, representada por la ideología de sus interesados e injustos criterios morales. El mundo dictado y adiós a ‘Borradores’. Las convenciones establecidas y borrón y cuenta nueva. Las relaciones burocráticas y cal y toneladas de tierra encima, que el dolor es como el yogur: caduca con el tiempo.

     La idea, al parecer, es dar un servicio que ya nos dan la iglesia y sus pastores. Por tanto, ¿para qué tenemos que pagarlo? Y mientras se golpea nuevamente a la cultura, los ‘recortadores’ (que no de reses bravas) se ponen la chaqueta del guardia y están tumbados al solete leyendo el ‘Marca’ tan ricamente, que es realmente lo que les mola. En tiempos de crisis y decadencia, el faro que alumbra el camino acentúa su ritmo adusto y monótono, ansioso y depresivo. Se pretende imprimir una actitud lóbrega y de resignación en la sociedad a la que se dirige. Ya decía Flaubert que la necedad no es la ignorancia, sino el no pensamiento de las ideas preconcebidas.

     Esto es lo que hay y, a veces, hay que joderse, sí, pero eso no significa arrojar la toalla. Con un sillón y un invitado, Antón Castro proponía una actitud abierta ante la vida, las ideas y el compromiso, desde la creatividad y la actividad. Un sitio por el que han pasado personajes de todo tipo y catadura para entender la cultura contemporánea en Aragón y, por extensión, en todo el mundo. La lista sería interminable. Y el sillón por el que pasaron tantos culos, ay, se queda vacío. Pero no solo eso. Sus análisis para entender qué hace moderno al arte moderno se han convertido estos años en cita obligada para cualquiera con una cierta sensibilidad, para el simple sentido común. Las cosas con sentido dan satisfacciones. Y pedradas”.

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