Eduardo Laborda o las bellas damas sin piedad

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Por Carlos Calvo

    A veces, la impresión que te produce un cuadro se malogra en el momento en el que acaba su trabajo el restaurador. Descubrimos, en ese momento, que el colorido que conocíamos en el lienzo no tenía mucho que ver con el original y lo que nos sugiere ahora el cuadro supone una revisión a fondo de lo que habíamos pensado hasta esa fecha.

   A partir del resultado de la restauración nos encontramos, por lo general, ante una obra más luminosa y colorista que desmiente cuanto de ella habían escrito los teóricos. Hasta es posible que nos sintamos decepcionados y que echemos de menos el estado anterior de la pintura, cuando a la inspiración y al esfuerzo del artista le había echado una mano el paso del tiempo. Uno piensa, entonces, que hay ocasiones en las que la belleza es el resultado de un deterioro, una conquista de la desidia, la primorosa consecuencia del abandono.

     Estos pensamientos me suelen asaltar cuando me enfrento a las pinturas de Eduardo Laborda, que parecen ejecutadas con la marca incrustada del paso del tiempo. Como, muchas veces, todo aparece inerte, estropeado o consumido, mutilado o resquebrajado, las ideas de la desazón del tiempo que pasa, la fugacidad de la vida o la caducidad de todas las cosas aparecen de un modo natural y nos incita a un estado de melancólica meditación, azuzado por sus colores apagados y fríos, inicialmente azulados y luego ocres y cenicientos. Un autor, esto es, al que le obsesiona el paso del tiempo y sus efectos sobre el hombre, y las cosas por él hechas.

     Con más de cien premios nacionales e internacionales en su haber, lo que le ha dado la posibilidad de ser uno de los pocos pintores de Aragón que viven de su arte desde los veinte años, cuando allá por los años setenta del siglo XX comenzara a despuntar en certámenes y becas, Eduardo Laborda es, en la actualidad, el máximo representante del realismo zaragozano. El pintor, desde el cuatro de octubre hasta el diecisiete de noviembre, ofrece una retrospectiva de los más de cuarenta años de su vida artística profesional –de 1972 a 2013- en las paredes de la sala de la Lonja de Zaragoza, formada por sesenta y seis obras, treinta de ellas de formato grande, un recorrido por la carrera de este veterano artista y por las diferentes etapas por las que ha ido evolucionando, y que dedica a su madre Victorina, la persona que le sumerge en la aventura de la pintura.

     Laborda es un enamorado de Zaragoza, ciudad que le ve nacer en 1952, a la que inmortaliza en muchos de sus cuadros, y también en formatos cinematográficos, otra de sus facetas y aficiones, lo mismo que su pasión por las antigüedades y su defensa por la Zaragoza histórica. Comienza su andadura artística modelando esculturas a los once años en la zaragozana escuela de artes y oficios. Allí pasa diez años entre figuras de escayola y su formación en el dibujo, para llegar a desarrollar, con sus pinceles, unas particulares estatuas que caracterizan sus obras con una envidiable y depurada técnica.

      De ejecución lenta y mirada aguda –no pierde detalle de lo que acontece-, Laborda habla del mundo, de Zaragoza, de las musas, de sus amigos, de sus obsesiones, de sus manías, de todas las zonas oscuras. Todo esto lo hace desde la figuración de una manera muy directa, aunque a la figuración se la siga tratando mal. Sigue humillada por los otros lenguajes, esos que se denominan a sí mismos de vanguardia. Algo muy injusto porque no es verdad. La buena figuración recoge el momento presente, como cualquier otro lenguaje.

     Desde sus cuadros con influencia cubista hasta la figuración y el realismo –simbólico o barroco-, la obra labordiana es un universo plagado de naturaleza muerta, androides, fósiles, carroñas, estatuas envejecidas por el tiempo, frisos con relieves clásicos, arquitecturas historicistas, rostros impenetrables de ojos que miran a otra parte, la morbosa conjunción de la vida y la muerte, la obsesión por el tema de Edipo y la esfinge, de las mujeres fatales, de los entornos fantásticos y misteriosos, del mundo natural frente al industrial. Todo ello a través de un dibujo puntilloso que alude a los prerrafaelitas y una perfección propia de la técnica más académica, con la mitología como referente, que se desnuda y se camufla entre escenas cotidianas y paisajes modernos, la alegoría continua entre el progreso y el pasado. Un interés por la mitología a través de esculturas clásicas, en una suerte de homenaje a Henry Moore, su escultor preferido. Laborda, pues, transforma la realidad a partir de la descontextualización espacial y temporal de objetos, de arquitecturas, estatuas, artilugios mecánicos, frutas y esqueletos animales, reales o fantásticos, y de su reelaboración atendiendo a un discurso conceptual lleno de significado.

     Este “simbolismo barroco” denota un cierto regusto pesimista, de desencanto o desconfianza y, acaso por ello, repara en una dialéctica entre la mitología clásica y la era industrial. Mediante los mitos, manifiesta el pintor la belleza de las formas de la civilización clásica, en un pasado brillante y esplendoroso, que tuvo como cuna y espacio las tierras que bordean el Mediterráneo, mar al que hacen alusión las aguas tranquilas que le sirven de fondo, y el cielo, y las playas, y las vistas urbanas.

     Ya nos sumergió Machado en su infancia con recuerdos del patio de Sevilla y ese huerto claro donde maduraba el limonero, ya nos dejó claro Rilke que la verdadera patria es la infancia. ¿Tendría razón Gil de Biedma cuando dijo aquello de lo que determina tu vida es lo que te ocurre hasta los doce años? Laborda, en cualquier caso, podría suscribir ese concepto que casi se ha convertido en un género. La evocación de los primeros años de vida, los recuerdos de infancia, la vieja máquina del tiempo, se convierten, muchas veces, en la principal materia narrativa del pintor.

      La calle Tarragona, en la que pasa su infancia Laborda, es clave en su trayectoria. Alternando con los entrañables negocios, la zona está salpicada de locales más ruidosos y contaminantes, como los talleres de reparación de vehículos, que, en ocasiones, abandonan en los campos inservibles carrocerías a las que previamente extraen las piezas más valiosas, iniciando, así, un rápido proceso de desintegración por el efecto de la lluvia, el viento, el sol. Las imágenes de estos amasijos de chapa quedan almacenados en el subconsciente del pintor para resurgir transformadas en cuadros como ‘El fin de las máquinas’ o ‘Máquina fósil’, realizados a mediados de la década de 1980.

 

    En esa calle, a escasos metros de su domicilio familiar, se encuentra el cine Salamanca. Allí acude un adolescente Eduardo Laborda siempre que las películas son toleradas para menores, llegando a ver la misma cinta hasta tres veces en sesión continua, sobre todo las “de romanos”, su género predilecto, en títulos como ‘Los últimos días de Pompeya’, ‘Maciste, el coloso’ o ‘Bajo el signo de Roma’. Sin embargo, las películas que más le impactan son la adaptación de Henry Levin del‘Viaje al centro de la Tierra’ y la versión de Roy Ward Baker sobre el Titanic, donde un acordeonista interpreta ‘El Danubio azul’ mientras los pasajeros del barco van desapareciendo en el mar. La asociación de la muerte con el vals de Strauss es sustituido, años después, por un símbolo de vida: la nave de Stanley Kubrick de su ‘200l, una odisea del espacio’, su ícono cinematográfico.

      De este modo, a Laborda le atrae tanto el pasado clásico como las historias del futuro, a las que hay que añadir su pasión por las aventuras de Batman y Superman. Estas circunstancias hacen que el clasicismo mediterráneo y el futuro lejano, la estética cinematográfica y el cómic, afloren, con frecuencia, en las sucesivas etapas por las que va transcurriendo su pintura. De hecho, en 1966, mientras pinta su primer cuadro, un bodegón en el estudio de Luis Martínez Lafuente, Laborda tiene la oportunidad de seguir el proceso creativo de los cómics que el escultor realiza para una importante editorial, y hace de “negro” para el célebre ilustrador John Prentice, dando vida al personaje de Rip Kirby.

      A finales de la década de 1960, Laborda realiza una serie de pequeñas obras a la manera de Van Gogh (‘Mi dormitorio’, ‘El cabezo Buenavista’, ‘La Ciudad Jardín en invierno’, ‘La calle Santander’), pinta bodegones en la academia de Alejandro Cañada, dibuja retratos al carboncillo o materializa paisajes que su hermana vende en Estados Unidos con la firma de J. Gil (la inicial del primer nombre, José, y el apellido de la madre). Son los tiempos de un artista que ya le permite vivir de la pintura a una temprana edad, como decía. Y es la época en la que, asimismo, se empapa de la obra de los artistas que le seducen (Morandi, Juan Barjola, Francis Bacon, James Ensor, Otto Dix, Giorgio de Quirico, Agustín Salinas), sin perder la referencia, claro está, del pasado más inmediato del arte zaragozano (Marín Bagüés, Luis Berdejo, Juan José Gárate, Mariano Barbasán, Francisco Pradilla).

    Eduardo Laborda forma parte de un grupo de jóvenes artistas, nacidos a mediados del siglo XX, en el que, además de su compañera Iris Lázaro, también pintora, se encuentran Ramos Rebullida, Jesús Buisán, Joaquín Ferrer, María José Peyrolón, Ruiz Monserrat, César Sánchez, Gregorio Millas, Alonso Fombuena, Mariano Viejo o Antonio Cásedas, y tienen en común el interés por las últimas corrientes figurativas: Antonio López (con su “escuela”), el “realismo mágico” de Cristóbal Toral y Eduardo Naranjo o la obra de José Hernández, quien hace de puente con un grupo de pintores practicantes de una abstracción “formalista” (Vicente Vela, Enrique Gran, Francisco Farreras, Lucio Muñoz).

      Son años de dudas y breves etapas pictóricas, quemadas en la búsqueda de un estilo propio. Laborda se identifica con la imagen del pintor académico, a la manera de una de sus referencias artísticas, Luis Berdejo, el de los rotundos cuerpos femeninos y sólidas composiciones (‘En el baño’, ‘Descanso’, ‘Clase de dibujo’) que influyen en su formación. En sus primeras composiciones, utiliza muñecas o maniquíes, acaso por la imposibilidad en aquellos años de encontrar una modelo, hasta derivar, posteriormente, en una línea neocubista en la línea de otros pintores zaragozanos.

     A mediados de la década de 1980, la obra labordiana se encuentra en la etapa más fantástica, influida por el cine de ficción científica, los pintores Torner, Vela, Gran o Hernández, y aquellos juegos infantiles entre máquinas y esqueletos de automóviles, para cuya realización utiliza como modelos pequeños artilugios mecánicos, conchas marinas, peces, huesos de animales. A estos cuadros de temática fósil introduce el pintor la combinación del esqueleto metálico y el friso renacentista. En obras posteriores añade elementos antiguos, relegando los fósiles a un segundo plano, y, poco a poco, como hila la vieja el copo, Laborda se va adentrando en el mundo clásico y la mitología, hasta llegar a su interés por el simbolismo y los paisajes con viejas fábricas abandonadas.

     Las máquinas en ‘Fin de siglo’ y ‘Baco’, obras realizadas en 1986, marcan el inicio de una nueva fase imbuida de esteticismo decimonónico y protagonizada por enigmáticas figuras estatuarias, frisos con relieves clásicos u otros elementos que marcan una década de su producción. Hay un antes y un después, y, a lo largo de estas etapas creativas, en las que nada es tan solenme y trascendental como parece a primera vista, el pintor escudriña la esfinge en ‘Guardianes del tiempo’, el depósito de cemento en ‘Estación Delicias’, el retrato de Iris en ‘Deméter, Ecce Mulier’, el surtidor en ‘Andrómeda’, la atmósfera irrespirable en ‘Lluvia ácida’, las formas esqueléticas y vegetales en ‘Invierno’, el artilugio agrícola en ‘La dama y el unicornio’, las musas que susurran los acertijos a la esfinge para que los transforme en condena de los desventurados caminantes en ‘Mediterráneo’, la metáfora de ojos azules y mirada envejecida que espera la llegada de la primavera mientras los granos de granada gotean desde la mesa en el reino de los muertos en ‘Perséfone’, la cita culta de una divertida comedia de Plauto en contraposición con el engolado título latino en ‘Miles floriosus’…

      La imagen de la ‘Torre Nueva’ pintada por Pablo Gonzalvo y el óleo de Juan Léon Gérôme ‘Un Muezín llamando a la oración’ son las valiosas referencias que hacen acometer a Laborda un ambicioso lienzo de temática urbana. Del artista aragonés toma el protagonismo de la torre mudéjar. Del francés, la línea compositiva en diagonal descendente. La terraza con la barandilla sitúa al espectador dentro de la obra, la monumental ‘Calle Mayor’. Este es el inicio de una gran complicidad con el componente urbano, el punto de arranque para ‘Iris del Coso Alto’ y ‘La ciudad blanca’, otras dos odas a Zaragoza que muestran, primero, a su compañera Iris Lázaro observando la calle desde la ventana y, en segundo lugar, la parte sureste de la confluencia entre la Gran Vía y el paseo Sagasta.

 

    Los recuerdos, ya lo escribe Benjamín, son siempre tumultuosos, desordenados, íntimos, autobiográficos. La musa exige memoria, poderosa diosa que todo lo recuerda, enemiga militante del olvido, porque su belleza en forma de nostalgia, de melancolía o de espera, es capaz de sobrevivir a los recuerdos, amontonando ruina sobre ruinas, significado sobre significado, incluso cuando son alegorías de las artes: la pintura, la escultura, la arquitectura. Acorazadas, metálicas, armadas, crueles, astutas, en soledad, ensimismadas, entre otras muchas imágenes y figuras de la mujer, en una tensión iconográfica e histórica, artística y política, que se plantea con un eterno tejer y destejer la historia, las artes y la vida, como en una imaginaria y utópica “ciudad de las mujeres”.

 

    La pintura de Laborda presenta una afirmación de la identidad de la mujer, una arquitectura femenina, una construcción del mundo ajeno a modelos masculinos, autorretrato de sí mismas, como una alegoría de la soledad, de la espera, del recuerdo, de la melancolía, entre grietas, en una lucha por hacer presente la idealidad femenina a lo largo de los siglos. Los guiños del autor, y su indudable espíritu juguetón, sirven para reflexionar sobre el pasado y el futuro, lo clásico y lo moderno, el olvido y la memoria, la abstracción y la figuración, la mitología y la era industrial, el realismo y el hiperrealismo, el simbolismo y el barroco, lo tácito y lo expreso, las artes y las letras…

      Como la materia afortunada, Laborda ejecuta su pintura con lentitud y afán de perfeccionismo. Los ingredientes de una creación deben ser el humor y el misterio, con una mirada entre tierna y cruel. Esa mirada que Laborda, derroche de talento visual, reduce a la nada de una gigante expectativa. Acaso también la vida, gigante expectativa, y la muerte, su reducción a la nada, son algo cómico para lo perdido y trágico, para los que nos quedamos con la memoria. Laborda es el pintor de nuestro tiempo, el hombre que quiso pintar, el pintor de las estatuas, que logra conmover y fijar en la memoria las historias que retrata. Paisajes condenados a desaparecer y a reaparecer por la necesidad del ser humano que Laborda retrata de una manera sombría. Un recorrido casi amenazante en el que el pintor juega, de una manera sutil pero directa, con la intención de dialogar con el espectador.

      Vestigios de unos tiempos ante los que Laborda propone reflexionar. Pensar para comprender parece ser el mensaje del artista aragonés que dialoga, con una absoluta inquietud que casi asusta, con cada uno de los elementos que conforman la realidad y sin cada uno de los cuales sería imposible que existiese. Los tiempos cambian, nadie es capaz de asegurar que a mejor. Por eso, el artista quiere reflexionar, echar la vista hacia delante (y hacia atrás) y defender que aquello que hoy abandonamos mañana volverá a nosotros por las mismas necesidades que impone la realidad.

      La obra de Eduardo Laborda, al fin y al cabo, ayuda a entender la belleza de una manera creativa y libre. Su obra, su estilo, su atrayente personalidad de ser humano vivo, que no aspira a solemnidades ni a medallas sino a la vida misma (esbelta y cruel), continúa y lo seguirá haciendo. Una vida de actividad artística y de creación, de formas e imágenes, de sueños y colores que Laborda nos regala con un guiño cómplice mientras prepara un nuevo cuadro, una nueva historia con pinceladas misteriosas, un nuevo dibujo de una bella dama sin piedad.

       Una vez más, Eduardo Laborda nos muestra su excelencia pictórica como compañero de viaje, de un viaje poliédrico en el que tienen cabida unos enigmáticos dibujos. El retrato es un género por el que Laborda siente un especial interés. Se decanta por seguir los planteamientos formales de los artistas de la segunda mitad del siglo XIX y se inspira en los dibujos de los pintores de los siglos XVII y XVIII. El zaragozano, en el método inicial de trabajo, aprovecha las ventajas que aporta la fotografía y congela en instantáneas los detalles que le ayudan a descubrir la esencia del protagonista para captar toda su plenitud ínterior, todo su poder psicológico.

       Para ‘La bella dama sin piedad’ elige a la pelirroja Esther Roldán por su parecido con la modelo que utiliza el victoriano John William Waterhouse en el cuadro del mismo título, basado, a su vez, en un poema homónimo de Joyn Keats, que inspira, al mismo tiempo, una pintura de Walter Crane y algunos dibujos a Dante Gabriel Rosetti. La italiana Carla Giampaolo representa los enérgicos dibujos de ‘Selene’ y ‘Antígona’, o una versión de ‘Perséfone’, con el símbolo de la granada, la interpreta Lourdes Falcón. Más decimonónicos son los planteamientos de otros retratos (José Luis Berraondo, Ricardo Falcón, Ignacio Zapata, Rafael Ruiz, Remedios de la Fuente, Lourdes Arilla, Carmen Bartolomé, Carlota Salazar, Nerea López, María Lorente, María José Gracia, Mari Carmen Ruiz, Clara Bizcarrondo) y en una línea decididamente barroca son los de ‘Magdalena’ y ‘Afrodita’, para los que utiliza la belleza mediterránea, entre sensual y mística, de Marga Rueda.

      Los cuerpos desnudos de sus dibujos suscitan en Laborda un recurrente acceso de vitalidad, disfrutando al límite de la contemplación de la carnalidad. Y la belleza de sus rostros femeninos parecen el resultado de un deterioro, una conquista de la desidia, la primera consecuencia del abandono. Y nada tienen que ver las conquistas artísticas de la desidia con el empobrecimiento de la belleza del rostro de las mujeres a medida que hace mella el tiempo, porque se trata de una fisiológica belleza sin firma. Y aun así, Laborda prefiere siempre ese rostro femenino lastrado por un dolor, escarmentado por el fracaso o simplemente desdibujado por el desamor. Los rostros imparables y simétricos le resultan inexpresivas muestras de cerámica, aburridos palíndromos que solo le parecen útiles para no estorbar. Me lo dijo la protagonista de uno de los dibujos, de cuyo rostro, perturbador, salió una voz desde el mismo cuadro: “Mi cara no es para hombres que saben mirar, sino para tipos que saben leer”. Son, para qué negarlo, sus bellas damas sin piedad.

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