Hace un par de meses le glosaba en estas páginas, su gallardía y su inspiración internacionalista, y ahora me oprime su asesinato, estúpido y brutal como quizá lo sean todos.
Hablo de Arrigoni, Vittorio, que militaba en los cuerpos de interposición contra la barbarie israelí, sin más armas que su palabra, sus cámaras y su inquebrantable convicción de estar haciendo lo justo. Mis amigos Filippo y Fiore le lloran evocando el J’acusse de Pasolini («Yo conozco a los culpables, a quienes están detrás de los trágicos muchachos que han elegido las suicidas atrocidades fascistas. Aunque no tenga las pruebas, ni siquiera los indicios…»), al tiempo que recuerdan su amistad con aquel «mix del Ché y Corto Maltese», el encuentro con los padres de Rachel Corrie en el corazón de Gaza… Mi amiga Matina, que anduvo a consolar a la madre cuando todavía el cadáver daba vueltas por las cancillerías, me dice desolada que los trolls han empezado a enfangar su memoria en las mismas redes que le interpelan como si aún estuviera allí, botando sus crónicas desde el volcán. Stefania y Silvia, viéndonos huérfanos, aventuran, poéticas: «¿Y si resultase que el vientre de una muchacha palestina lleva una semilla suya…?» Su renuncia misionera a la familia (porque familia es el mundo), su condición de nieto de partisanos que hace su turno con abnegación, nos hace pensar en un giro inesperado, una especie de acontecimiento póstumo que borre la inutilidad de su muerte. Sobre todo porque los cavernícolas, mayoría gritona, ponen en duda su pacifismo con la conocida befa: «él se lo habrá buscado», o condenan a sus desheredados vecinos al basurero de la historia: «ahí se maten entre ellos». Miopía o ceguera, la impiedad no es otra cosa que falta de amor, como dice el poeta palestino Ibrahim Nasrallah de los matarifes de este involuntario cordero pascual, nuestro amigo: «No han amado la tierra que tú amabas, / no han visto las flores supervivientes al bombardeo / que gozosas despuntan y cabecean como palmas.»