Los diplomas de los críticos del arte

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Por Valentín Corraliza

No importa cuántas veces haya dicho adiós. Lo que recuerdo de mis encuentros con Eduardo Laborda son esos saludos con los que me abrió el mundo de la pintura a otra dimensión. A sus cinco décadas dedicado al arte del pincel dice que lo deja.

     Al menos, en Zaragoza, porque tiene previsto exponer, para dentro de cinco, seis o siete años, en Madrid y Barcelona. Y su obra de despedida, en la ciudad que le vio nacer, fue la restrospectiva que a finales de 2013 inundó las paredes de la Lonja zaragozana, una muestra que reunió a casi sesenta y cinco mil visitantes, todo un récord de afluencia, un dato histórico, y que le ha valido para ganar el más relevante premio anual de la asociación aragonesa de críticos de las artes.

      Un premio que recibe en su querida Zaragoza, después de ser galardonado a lo largo y ancho de la geografía española. Vean, si no, desocupados lectores: Tarragona, Jaén, Madrid, León, Ciudad Real, Mallorca, Pontevedra, Logroño, Alicante, Oviedo, Teruel, Valladolid, Castellón, Segovia, Almería, Valencia, Sevilla, Guadalajara, Murcia, Burgos, Cádiz… Impresionante. Su obra lo merece. Una obra, en efecto, sugestiva y llena de imaginación, en la que el pintor, a través de la idea del paso del tiempo y sus efectos sobre el hombre y las cosas por él hechas, transforma la realidad a partir de la descontextualización espacial de objetos, de arquitecturas y estatuas, de artilugios mecánicos, de frutas y esqueletos animales, reales o fantásticos, y de su reelaboración atendiendo a un discurso conceptual que subyace en ellos y que los llena de significado. Un placer.

    En su discurso de agradecimiento, Eduardo Laborda recuerda que la primera crítica que le reseñan es la de Ángel Aransay –quien, curiosamente, le precede en la exposición de la Lonja-, cuando fue crítico de arte en el extinto diario de la tarde ‘Aragón expres’. También menciona a Carlos Areán, estudioso de la cosa y que aparecía en aquella televisión en blanco y negro, o a Enrique Azcoaga, presidente de la asociación de la crítica nacional. Y compara su éxito con un trípode de tres patas: la primera sería la de los compradores, la segunda la de los eruditos e investigadores y la última la de los familiares, amigos y saludados. El triunvirato perfecto. O sea.

     A la gala, celebrada en el colegio de arquitectos, acudieron personalidades de la cultura y sociedad aragonesas, entre las que se encontraban Iris Lázaro, David Almazán, Pedro Rújula, José Manuel Loshuertos, Rafael Ruiz, Joaquín Ferrer, Marisa Gracia, Dionisio Sánchez, Carlos Calvo, Fernando Bayo, Luis Felipe Alegre o Sancho Marco. A los que se unieron, claro está, los otros tres galardonados y los organizadores de tan bonita velada. Todo encantador.

      De este modo, Inmaculada Ferreira recibe el galardón al mejor espacio expositivo sobre arte contemporáneo. El premio a la figura emergente recae en Néstor Lizalde por su participación en los proyectos del centro artístico y tecnológico Etopía. Por su parte, prensas de la universidad de Zaragoza recibe el diploma por el volumen recopilatorio de textos de Ángel Azpeitia, unas reseñas publicadas entre 1962 y 2012, y escogidas para la ocasión, en las que, curiosamente, poca o nula referencia se hace del premiado más relevante del evento. Paradojas de los supuestos entendidos. El tiempo, naturalmente, poniendo a todos en su lugar. Para terminar, se entrega un último diploma al programa educativo y cultural de Ibercaja, recogido por las responsables de estos circuitos, Magdalena Lasala y Teresa Fernández, que estaban de un contento subido, sin prima de riesgo que valga. Un suponer.

     Manuel Pérez-Lizano, presidente de la asociación aragonesa de críticos de las bellas artes, se encarga de los preámbulos, como no podía ser de otra manera, acompañado de miembros de su tribu directiva, esto es, de Desirée Orús (vicepresidenta), de Jesús Pedro Lorente (secretario) y de Pilar Sancet (tesorera). Todos muy sonrientes y más felices que cien perdices. O sea.

     Al final, se ofrecieron unas pocas botellas de vino tinto en vasos de plástico no transparentes, con sus correspondientes patatas fritas –escasas-, y la gente se empezó a poner contenta. Que la alegría no iba a ser únicamente para los diplomados. Ya lo dijo Salomón: la felicidad no está solo en el galardón.

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