Javier Aguirre, una vida por la tolerancia


Por Carlos Calvo

     A Javier le conocí en la infancia. Éramos vecinos. Vivía en el 63 de la calle Mayor, justo encima del bazar “Quiteria Martín”. Su padre era practicante, el practicante de nuestra familia, el que nos ponía las inyecciones. Javier era mayor que yo, pero siempre me pareció un niño, como el hermano menor al que siempre daba consejo. Y escuchaba, y me quería, porque de algún modo estaba enamorado de mí, de mi familia, de mis amigos, de nuestro entorno…

  No llegó a conocerla, pero siempre preguntaba por ella. “A ver si quedamos, ¿o qué?”, insistía Javier, porque nunca coincidía con Carla. Sólo conocía a mi hija por fotos que le enseñaba y las del blog, al que dejó dos escritos, en espera de un conocimiento directo que le diera argumentos propios.   

    Se sabía la historia de mi familia al dedillo, los orígenes y las sucesivas generaciones, y estaba particularmente emocionado del nacimiento de mi hija Carla, un peldaño más en la rama familiar. A raíz del rechazo de nuestros vecinos del barrio de La Magdalena a unas familias gitanas, allá por los años ochenta del siglo XX, Javier se consagró al estudio de la etnia, y la defensa de su causa, de su cultura, de su modo de vida.

   Este año de 2011, al iniciarse el verano, Alejo Lorén, amigo común, estuvo con él unos días en su Caspe natal. Le vio fatigado, pero sin darle mayor importancia. Al poco tiempo, ya en Zaragoza, Javier empeoró y le diagnosticaron una enfermedad terminal. Sus últimos días los pasó en una residencia hospitalaria, de la que se escapaba para volver a sus orígenes, a la “Quiteria” de toda la vida, de toda su vida. Y, claro, a vueltas con él al centro sanitario… Su aspecto y sus temores me dejaron descorazonado. A los días, Alberto, su hermano, llamó para confirmarme lo inevitable. No fui al velatorio. La tristeza pudo conmigo. Sé de lo que hablo.

   Un hecho casual, decía, como el asentamiento de unas familias gitanas en nuestro barrio y la visceral reacción de rechazo de los vecinos en la década de 1980 movió al historiador zaragozano Francisco Javier Aguirre Felipe –que así era su nombre completo- a dedicar más de veinte años de su vida a recopilar, recorriendo toda Europa, datos sobre la historia y la cultura del pueblo gitano. Especialmente centró su atención la situación de las víctimas gitanas del nazismo, nunca suficientemente estudiada.

   El resultado de este trabajo quedó reflejado en su libro “Historia de la itinerancias gitanas: de la India a Andalucía”, publicado en 2006 por la Institución Fernando el Católico, dependiente de la Diputación Provincial de Zaragoza. El libro estaba basado en su tesis doctoral, leída en 1993 en la universidad de Perpiñán. En sus cerca de seiscientas páginas, Javier confronta con la historia general todas las informaciones disponibles sobre la presencia en Europa de los gitanos desde la Edad Media hasta el siglo XIX. Así, aclara la unidad y la variedad de la morfología de los grupos gitanos y explica su dispersión por el continente aportando datos históricos, sociológicos, antropológicos y lingüísticos. “La obra”, afirma el periodista Mario Sasot, “arranca de los orígenes de la lengua romaní y de las primeras noticias sobre doce mil músicos “zott” que el rey persa Bahram Gur mandó llevar a su reino desde la India, allá por el siglo V. A través de diferentes oleadas migratorias, situaba la llegada de los gitanos a España en el siglo XV con sus oficios itinerantes de herreros, cesteros o músicos”.

   En cuanto al apelativo gitano, fue el primer historiador que puso en cuestión el origen egipcio de esa raza, emparentándolo con el término “calé” o “caló” que en muchas lenguas indoeuropeas, como el sánscrito o el indio antiguo, significa “negro”, nombre que también tiene la diosa india del tiempo y la noche suprema, Kali. Javier conocía como nadie los textos y las doctrinas de los grandes pensadores liberales de la historia, desde Adam Smith hasta Hayek, pasando por Von Mises o Friedman. Javier lo sabía todo de los clásicos.

   Dedicado a su madre –Nati- y a Miguel Servet, el libro, cuenta Javier Aguirre en el prefacio, “analiza los cimientos de la identidad gitana que garantizan la supervivencia del grupo. La pureza se mantiene conservando la tradición y la religión es la familia. El legado cultural de la estratificación en castas implica una separación y no mezcla entre ellos, manteniendo cada una un concepto de pureza que las hace separse y diferenciarse, y, como consecuencia, las poblaciones gitanas se subdividen, a su vez, en familias extensas que se dispersan para que no entren en conflicto sus oportunidades económicas. Las familias, pues, se dispersan, la religión es la familia, y la impronta étnica hace que, con el tiempo, se subdividan, se singularicen y, cuando pueden, alcanzan un lugar determinado en la jerarquía familiar gitana. Y ese deseo de singularizarse, de marcar un estilo propio, ha hecho en el terreno de la música y la danza verdaderas maravillas en todos los países de Europa donde se asentaron”.

   En su juventud, Javier viajó por Europa como integrante de la compañía de Lindsay Kemp. Con anterioridad, formó parte, junto a José María Montserrat, Joaquín Ibarz, Eduardo González o María José Moreno, del Teatro de Cámara, dirigido por Mariano Cariñena y Juan Antonio Hormigón. En esa época, mojigata pero apasionada, jugó un papel fundamental en el entusiasta rodaje de “El lobby contra el cordero” (1968), el primer filme (y único rodado en Zaragoza) del turolense José Antonio Maenza, un cine de básicos pronunciamientos revolucionarios que se aproximaba al espíritu abierto del contemporáneo “cinema-verité”.

   Conversar y discutir sobre sus temas (Helios, la natación, los gitanos, los balcanes, el cineasta Kusturica, la tolerancia, el movimiento homosexual) era el ejercicio que prefería. Capaz de entenderse y de dialogar con todos, “con él”, afirma Alejo Lorén, “sus amigos sabíamos siempre que llevábamos las de perder y, también, las de aprender. A menudo, es cierto, se ponía de manifiesto su carácter de polemista siempre vehemente, pero nunca fue agrio y sí destacó por su bondad, cultura, curiosidad e independencia”. Su curiosidad intelectual, en efecto, no tenía límites y con él se podía hablar de matemáticas, de filosofía o de poesía, que cultivaba con una especial sensibilidad, como demostraba en las míticas tertulias del Estudio Yus, junto a compañeros como Salvador Dastis, Mercé Bravo, Alonso Cordel, Alfredo Saldaña, Manuel Martínez Forega o Rosendo Tello. Una de las figuras, en fin, más insólitas de la cultura aragonesa: nadador, actor, investigador, escritor, balcanista…

   “Cada uno tiene sus secretos”, gustaba decir Javier. Acaso significaba que no quería saber. O acaso que quería saber y no saber al mismo tiempo. O acaso que quería saber sin saber. O acaso no saber sabiendo. Todas esas posibilidades me atraviesan, escribiendo estas líneas, mi cabeza, todas ellas, porque, sin remedio, me viene a la memoria la figura de Javier en la tienda, preguntando a todos los gitanos que por allí aparecían –los Jiménez, los Clavería, los Tejuela- y recabando información para su estudio. O una mañana cualquiera de cualquier día cuando Javier, deseoso de conocer a Carla, insistía: “A ver si quedamos, ¿o qué?”…

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