‘El sueño de Ezequiel’, cortometraje de Ana Asión


Por Don Quiterio

  De la quietud al movimiento. Del deterioro a la revelación. De los sueños a las profecías. Deportado a Babilonia con sus compatriotas y manteniendo la esperanza de estos en la restauración del pueblo elegido, Ezequiel fue un sacerdote y profeta -del siglo sexto antes de Cristo- que tuvo una gran influencia sobre la orientación del judaísmo tras el exilio.

   Este visionario bíblico sirve de prólogo al debut en el cortometraje de la bajoaragonesa Ana Asión, estudiosa del cine y licenciada en historia del arte por la facultad de filosofía y letras en la universidad de Zaragoza.

  ‘El sueño de Ezequiel’, que así titula Ana Asión su pequeña pieza, mira hacia atrás, pero sin nostalgia. Retrata un entorno y sus cambios: la historia del emblemático casino de la Puebla de Híjar y su derribo. Un trabajo para preservar la memoria de este espacio. Y el sentido de su discurso reside en unas narraciones en off (de Alfonso Desentre y de Ana Esteban) para mostrar las contraposiciones vitales en un ambiente rural, de los vagones varados en las vías del tren al tráfico ferroviario, de los olivares a la prensa de la aceituna, de las callejuelas desiertas a las plazas abarrotadas. Y así.

  La realizadora, también guionista, va encadenando planos fijos de caminos, paisajes, naturaleza, ventanucos, portales, balcones, muros, tejados, verjas… En el corte, en la escisión de la cadena, está el significado. En esta acumulación de fotogramas va indagando en su viaje a través de pensamientos, recuerdos, presente y futuro. Unas valiosas imágenes que reservan belleza por todas partes, entre la ficción, el documental y la oportuna animación ejecuta con gran talla David Arenas, y cuya luz captura lo que hay de futuro pasado en su presente novedoso. Es el discurso del tiempo y la incipiente vejez que antecede a la muerte, que es una nueva vida. El casino del pueblo se convertirá, en su desaparición, en una plaza más ancha, más grande, por la que transitarán nuevas generaciones. La identidad se abre paso entre lo testimonial y lo memorialístico. Y el lema es optimista e inspirador. Lo decía Borges: “El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”.

  Los suaves travellings (escalera, cocina, calendario, fotos) con trasfondo musical de Eric Satie nos remiten al Saura de ‘Elisa, vida mía’. O las ‘rompidas’ finales de la Puebla de Híjar, a la Calanda de Buñuel, otro profeta. Dos guiños indirectos para una manera de entender el hecho fílmico en un relato que comienza y termina en la imponente estación ferroviaria del municipio. Los paralelismos con la historia bíblica del profeta Ezequiel sirven para tejer un canto poético a la esperanza. Esto es, la de un edificio de comienzos del siglo veinte como testigo silencioso, y enigmático, de lo que se cuenta, desde el momento en que llega su dueño, que instala un casino en sus bajos, hasta su conversión en solar.

  Una de las enigmáticas frases escritas por George Orwell –otro profeta- en su célebre novela ‘1984’ es que “el que controla el pasado controla el futuro y el que controla el presente controla el pasado”. La historia se pasea por los siglos dando o quitando la razón, matizando, a quienes fueron sus protagonistas. Los profetas como Ezequiel, no hace falta decirlo, sabían manejarse muy bien en estos territorios. Acaso Ana Asión va más lejos y viene a decir que, cuando faltan proyectos compartidos de futuro, la tendencia es recrearse en el pasado que frena las posibilidades de derribar fronteras y transitar juntos por la vía del progreso, la libertad y la concordia. Esas serían, en efecto, las vías del entendimiento (del tren) en ‘El sueño de Ezequiel”.

  Ana Asión juega con los márgenes de la imagen y del sentimiento, con la ayuda de Gabi Orte, su director de fotografía. Su proyecto crece por muchos lados. Crea la circunstancia y el azar le ayuda. En su película hay una parte de control y otra de azar. El pulso entre el azar y el cálculo está en la naturaleza misma del cine. La cineasta callejea por su pueblo amado, dialoga con su memoria y sopesa las cualidades de sus recuerdos para ponerlos en relación con el relato. Es un modo de viajar y fabular simultáneamente. Porque escucha la naturaleza de su propio material, es fiel a lo que dice y lo sigue a ver dónde le conduce. Esa es la emoción del cine entendido como una revelación.

  Es, al fin y al cabo, fiel a la realidad y la realidad, al final, no decepciona. Kant, otro visionario, dice que la razón no nos permitirá expresar nada que esté fuera de la experiencia, y lo trascendental, como está fuera de la experiencia, es inexpresable. Así, Ana Asión fabrica un corto que habla de lo trascendental, busca un lenguaje que nunca es directo, porque el objeto de toda creación artística –y ‘El sueño de Ezequiel’ lo es- debe ser sorprender. Y pergeña un ejercicio de estilo bressoniano, cuyos momentos contemplativos pueden parecer banales, pero forman un todo con sus transparentes imágenes, con su precisión, que hacen del plano fijo su principal figura de estilo y se empapan de veracidad, de amarga naturalidad.

  Una inteligente historia de pérdidas y esperanzas, austera expositivamente, sin concesión alguna al sentimentalismo ni efectos dramáticos que subrayen el estado de ánimo de unos personajes (Antonio Tausiet, como padre, e Inés Esteban y Laura Ruiz, como hijas en distintas épocas) a los que la cámara explora a una distancia prudente, dilatando el tiempo si es necesario, con una cierta querencia por la espiritualidad. Las notas musicales de Joaquín Carbonell se ajustan como un guante a las imágenes de un modo casi místico, de la tristeza o melancolía inicial (‘Con la ayuda de todos’)  a una suerte de optimista algarabía final (‘Dejen pasar’).

  Ana Asión mueve las imágenes de ‘El sueño de Ezequiel’ casi en voz baja, con una cadencia delicada y lírica, pausada y minuciosa, de la que nace una contenida emotividad. Su cámara es sigilosa, pudorosa y poderosa, lejos de adornos o aspavientos, con aroma a café de recuelo en taza desconchada. Una obra serena e intimista, repleta de sugerencias y fuerza poética, de atmósfera y ‘tempo’ cinematográficos, de dimensiones ocultas y sentido del detalle casi orientalista. La mínima anécdota está filmada decididamente con mucho encanto y la cineasta parece moverse por sensaciones. Su enfoque evocador puede recordar a la poesía de un Camus, de un Erice, de un Guerín, de un Rosales. O, ya en el cine aragonés, al oscense Ignacio Lasierra –atención a su nuevo trabajo, ‘La comulgante’- y su cortometraje de 2014 ‘Mi tío Ramón’. Un cine humanista, emotivo y sensible, concebido como arte y postura ética, donde el azar es la máscara del destino.

  Sabe la cineasta que el cine pertenece a la expresión, a la vida. El arte, ya lo sabemos, es pensamiento, imaginación, sentimiento. Y la realizadora turolense aborda, sin tapujos, la inevitabilidad de la vida, el paso inexcusable del tiempo, porque la búsqueda del amor absoluto, al fin, solo es posible a través del acto simple de morir. Es, decía, el discurso del tiempo y la incipiente vejez que antecede a la muerte, que es nueva vida. “El que muera”, lo dijo Ezequiel, “será por su propia culpa”. La quietud y el movimiento. Palabra de profeta.

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