Amor azul y anfibio


Por José Joaquín Beeme
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   Guillermo del Toro sale de su Bleak House angelina, satisfecho de sus bocetos empapados de hombres-salamandra con salpicones carmesí, para contarnos una fábula de sangre fría en guerras (a punto de ser) calientes. 

   La forma del agua,que es turquesa y opalina, nos sumerge en tres historias de soledad que se reúnen para formar una sociedad lírica contra la monstruosidad humana (torturas, vivisecciones, armas secretas, superpotencias), en una Baltimore al neón que inventa, en los años que preceden a la hecatombe Kennedy, una América camp al estilo Rockwell, maestro de la ilustración que recibe expreso homenaje. Crecientemente financiado por los del norte, el niño grande de Guadalajara parece decirnos que lo prodigioso, o incluso salvífico, ha de saltar necesariamente de un mítico y numinoso sur. Aquella laguna negra de los 50, que le sirve de rejilla narrativa, se ubicaba en una oscura selva amazónica (paréntesis interesado: yo tengo observada a mi Maggie, una mañana neblinosa de lago Mayor, y no puede no ser película tarde o temprano), y su ictioántropo había ya visitado sus cuadernos, capítulo Hellboy, bajo especie de Abe Sapien (enmascarando igualmente, desde que se calzara el fauno, al espingardo Doug Jones). Admirado porque admira, el citacionismo del mexicano no sólo no debería ser motivo de sospecha sino que declara una pasión por el fantástico por encima (o en los sótanos) del tiempo. Su mansión freak, poblada de viejos y nuevos amigos que mascan cine, cómic, literatura, podrá atestiguarlo ante cualquier juez que ose poner mordazas al imaginario.

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