Por Don Quiterio
El cine se puede entender de muchas maneras. Tantas maneras como géneros tiene. El que esto escribe entiende el cine como vehículo. Como aliento. El cine es redescubrimiento, búsqueda.
La necesidad de dialogar con los nuestros, de mirarlos a los ojos, de entenderlos, de volver a transitar por los senderos de la infancia a través de los dichos y los mitos que conformaban la epidermis y moral de la aldea, todas aquellas creencias que palpitaban en las mejillas sonrosadas por el fuego del brasero en noches de luna menguante. Por eso era tan bueno John Ford. Y Howard Hawks. Y Jean Renoir. Hay recorridos que se realizan en silencio, pasos a los que se vuelve con el sigilo de los rezos no compartidos.
‘El olivo’, de la madrileña Icíar Bollaín, busca asideros, también para agitarlos y cuestionarlos. Y reflexiona sobre las identidades para volver luego al punto de partida. Aunque no alcanza la densidad dramática necesaria, con ese didactismo algo molesto y algunas situaciones forzadas, la mirada ‘buenista’ de Bollaín es suave y dura a la vez, sabe tocar las cuerdas justas para que su relato –escrito junto a su compañero Paul Laverty, el guionista de Ken Loach- crezca y se imponga. Bollaín pone el acento sobre un caso semidesconocido –la venta de olivos milenarios- que le permite poner en valor las raíces de nuestra cultura y denunciar el expolio protagonizado por políticos corruptos y especuladores. El árbol se transforma en el elemento simbólico que la realizadora utiliza de forma muy evidente para poner en escena el eterno duelo que mantienen lo material y lo sentimental y que deriva hacia los senderos ya sabidos del apego a las raíces familiares.
Otro título del cine español recientemente estrenado tampoco resulta nada desdeñable, ‘La noche que mi madre mató a mi padre’, de Inés París. Sorprende gratamente en sus intenciones y se aleja por completo de los cánones que parecen haberse instalado en el género de la comedia en España, una suerte de intriga vodevilesca a lo Agatha Christie enraizada en las propuestas de autores clásicos como Mihura o Poncela.
Del cine norteamericano sobresale ‘La bruja’, ópera prima de Robert Eggers, un extraordinario cuento de terror que se crea a través de la atmósfera perturbadora antes que del susto efectista, más cercano al universo de Tourneur que al de Craven, con sus bosques oscuros y desapariciones, sus fanatismos y supersticiones. La película, ambientada en la puritana Nueva Inglaterra del siglo diecisiete, es una obra atávica, que invoca a los miedos primigenios de la humanidad en sus épocas más oscuras, al modo del gran Carl Theodor Dreyer de ‘Dies Irae’ (1943) o del también danés Benjamin Christensen en su clásico mudo ‘Häxan’ (1922). Y lo hace a partir de elementos puramente físicos y naturales (los árboles, el viento, la niebla, el murmullo de un riachuelo), y unas imágenes sobrecogedoramente pictóricas, con referentes que van de Vermeer a Goya, pasando por el gótico americano. Un título a la altura de los maestros.
Más cine estadounidense: ‘Trumbo’ (Jay Roach), fiel crónica sobre la clandestinidad en Hollywood, y ‘X-Men: apocalipsis’ (Bryan Singer), nueva entrega de la saga de los superhéroes de Marvel, con espectaculares efectos digitales, en la que la entidad de los intérpretes y una puesta en escena de cierta solvencia compensan los múltiples puntos débiles del planteamiento, de ambiguos toques de crítica social, plasmando una obra de intermitente, pero irrefutable, espíritu imaginativo.
La novela romántica de Gustave Flaubert ‘Madame Bovary’ –ya saben, la adúltera descarriada y egoísta a la que manipula un prestamista sin escrúpulos deberá pagar por sus pecados- es llevada otra vez a la gran pantalla, en esta ocasión a las órdenes de la realizadora francesa Sophie Barthes, en una libre adaptación tan correcta como insípida. El británico Julian Jarrold tampoco está muy inspirado en la realización de la comedia ‘Noche real’, un filme de época sobre la farra que vivió la reina de Inglaterra la noche de la victoria tras la segunda guerra mundial.
De mucho mayor calado es ‘Corazón gigante’, del finlandés Dagur Kári, un excelente retrato de un ser puro e inocente, un niño grande que resulta socialmente muy vulnerable, como el apunte majestuoso de una biografía sin historia en una pieza de orfebrería cinematográfica que conmueve y emociona. También merece la pena el ecologista documental francés ‘Las estaciones’, dirigido al alimón por Jacques Perrin y Jacques Cluzaud (responsables asimismo de ‘Nómadas del viento’ y ‘Océanos’), que narra la relación entre el reino animal y la humanidad, un repaso a la historia de la fauna desde la época de las glaciaciones a la actualidad, viajando por los reducidos espacios salvajes que quedan en territorio europeo.
El nazismo, finalmente, está presente en ‘Mayo de 1940’, del francés Christian Carion, emocionante recreación histórica acerca de la evacuación de un pueblo a causa del avance alemán durante la segunda guerra mundial, y en ‘El caso Fritz Bauer’, del teutón Lars Kraume, interesante reivindicación de la figura histórica del juez que persiguió a los criminales nazis, empezando por Eichman.