Desde el diván: ‘The seven year itch’, de Billy Wilder

163SevenP
Por José María Bardavío

     Mientras que Something Like It Hot (Con faldas y a lo loco) sigue siendo una película muy divertida y genial, la otra película que hicieron juntos Billy Wilder y Marilyn Monroe, The Seven Year Inch, ha ido perdiendo el encanto que volvió locos de placer a los espectadores de los años cincuenta.

    Si Someting Like It Hot rebosa vida por los cuatro costados en The Seven Y Inch  percibimos los bordes marrón oscuro, acartonados, de una planta que en su día lució colosal pero que hoy se marchita indefectiblemente aun rebosando del saber y de la inteligencia del guionista y director por cada centímetro cuadrado de película.
    Pero lo cierto es que el traje fílmico de entonces, el que sentaba a la perfección a los espectadores de los cincuenta, les cae fatal a los espectadores del S.XXI. La frescura de las genialidades de entonces se han convertido en un montoncito de banalidades que bordean la tontería más insoportable.  Es increíble que una película que vivió década tras década el éxito en presente continuo, se haya convertido en tan poca cosa. En cambio Something Like It Hot sigue tan maravillosamente lozana como ese primer día en el que la pantalla la envolvió, la arropó y la hizo suya para gloria y disfrute de la humanidad entera. Someting es como el Partenón de la Comedia Cinematográfica, mientras que Seven transita cuesta abajo hacia una decidida inanidad tan segura como mortal. Ni siquiera Marilyn Monroe se salva del deterioro misterioso y el envejecimiento prematuro.

    Buena culpa de tan fatal desgaste lo tiene el efecto retardado de la censura. Lo que sucedía en la versión teatral de Broadway en la que Richard se acuesta con La Chica, está suprimido –vetado- en la versión cinematográfica. Y no solo eso. Para que la película pasara censura Billy Wilder, un genio indiscutible, tuvo que acentuar –multiplicar por diez- la natural simpleza de su personaje masculino, Richard Sherman, interpretado por un Tom Ewell poco agraciado para el papel. Incluso la escena de Marilyn de pie sobre la rejilla del metro con la falda levantada a todo trapo tiene menos encanto dentro de la película que fuera de la película, cuando quedó erigida en el icono mismo del cine de Hollywood.
Y eso que la secuencia resulta ser el principio mismo del final de la película.
 
     El paso del metro bajo las calles  de  Broadway origina las poderosas turbulencias que al aliviarlas las rejillas instaladas en el pavimento levantan el inmaculado vestido blanco de Marilyn. No hay que ser muy avispado para alinear el incidente con la enorme cantidad, repito, enorme cantidad, de incidentes fálicos que aparecen en The Seven Year Itch: la fuerza del convoy en movimiento progresivo y creciente (lo masculino; el falo en erección) produce una corriente de aire (semen) que surge por la rejilla (bragueta) ascendiendo por entre las piernas de The Girl, que lo recibe gozosa y festivamente porque NY está sufriendo una ola de calor infernal.

   Sucede que The Girl protagoniza un anuncio en la TV nacional. Se trata de  un dentífrico que garantiza el aliento más fresco y perdurable que uno pueda imaginar. Como Richard muestra su escepticismo con lo que  la publicidad promete, The Girl, espontáneamente, acerca los labios a los  de Richard para que sienta  la sensación de frescor que promete al anuncio publicitado en TV por ella misma. Y Richard le devuelve el beso –asegura- por haberle restituido la fe en la publicidad sacrosanta. La besa Richard justo allí, en el lugar en donde el aliento telúrico del underground fálico eleva la falda de Marilyn hasta las cumbres más altas de la mitología cinematográfica.

    Como además de la ocurrencia televisiva a ambos les habita una incontrovertible atracción sexual, La Chica acepta el seguir disfrutando las delicias del aire acondicionado en el piso de Richard. Y como resulta que mañana tiene trabajo en televisión aceptará dormir en la cama de Richard mientras él se las arregla en el sofá del cuarto de estar. Billy Wilder abominó que no se acostaran cinematográficamente juntos, y no por ganas o falta de méritos, si no porque el aparato censor ultra represor prohibía semejante contingencia (las películas las veía todo el mundo) pero permitía el coito en la versión teatral (a la que asistía muchísima menos gente).

     Y vuelve a repetir ese aliviarse el cuerpo con aire frío supersimbólico, cuando se repantiga en el sofá de casa de Richard frente al manantial de aire fresco procedente del acondicionador. En esta doméstica repetición del coito simbólico más famoso de la historia del Cine que incluye el indiciario significante del levantamiento de faldas, Billy Wilder se encargó de que Marilyn mantuviera las piernas bien juntas (justo al revés de lo que vimos en Broadway). Tan juntas las tiene Marilyn como las muchas de un batallón de soldados en posición de firmes. De no ser así, la censura se lanzaría como un perro de presa a la yugular celuloidesca del genial director austriaco; polaco de nacimiento.
 
    Y es que en esta película, Wilder, del mismo modo que escenifica una y mil veces el deseo y su represión, juega una y mil veces con la censura para que no le atropelle el King Kong de su manía persecutoria. Y apunto a King Kong porque aquí la actividad expedidora del metro, del convoy, es como si un monstruo, ahora el de las profundidades telúricas, tan grande y enorme como el susodicho hipergorila se dedicara a beneficiarse señoritas que se alivian la entrepierna aprovechando la embestida transparente del bestial convoy.
 
   Y para cortar de raíz cualquier voluptuosidad (que de otra forma mordería viciosamente el perro censor), The Girl, Marilyn Monroe, se lanza a imaginar (mientras disfruta el baño de frescor) lo que debería de hacer con un ventilador que compró hace nada pero que es incapaz de enfriar el ambiente del piso que ha alquilado  justo encima del de Richard. Que si metiera el inútil ventilador en la nevera –calcula absurdamente- absorbería el frio y lo lanzaría luego a la habitación. Mientras, Richard, influido por el libro de psicoanálisis que está leyendo, propone a The Girl, sumida en las ventilaciones metafísicas apuntadas, entablar una amable discusión sobre  el cómo y el porqué está tumbada ante su aparato acondicionador siendo que unas horas antes no se conocían de nada.
 
   Y es que todo empezó cuando una maceta al servicio de una tomatera cayó desde el piso de arriba sobre la tumbona de Richard estando a punto de pasarle a mejor vida vestido de verdura y barro. Pero al ir iracundo a protestar, seducido por la chica que se la ha caído el tiesto, la invita a bajar a su apartamento para hacer las paces tomando una copa juntos. Encantada con el ofrecimiento The Girl baja con muchas disculpas y muchos más encantos iniciándose pronto una simpática relación que se trunca al poco cuando el deseo de Richard lo aborta un ataque de pánico gestado por los temores familiares y sociales que acarrearían las consecuencias de la satisfacción del deseo en cuestión.
 
    Toda una exhibición de paranoia que echa por tierra las teorías de muchos distraídos críticos que se empeñan en asegurar que Billy Wilder se mofa del psicoanálisis confundiendo ellos la superficie con la profundidad del mar. Lo mismo sucede con las reacciones psicóticas de Richard cuando confunde sueño con realidad transitando ambas dimensiones con una naturalidad realmente enfermiza. Pero, claro, es que en eso consiste precisamente el latir mismo de la Comedia, en la exageración hiperilimitada de las experiencias más cotidianas practicadas por el ser humano. Las comedias de Wilder son un ejerció genial de hiperilimitación –caricatura- inteligente.
 
    En uno de esos tan frecuentes ataques de autoculpabilidad,  Richard recuerda lo que le ha contado The Girl que estando dándose un baño en la bañera al introducir el dedo gordo del pie en el grifo sucedió que luego no pudo sacarlo de allí nunca más. Menos mal que tenía el teléfono en el cuarto de baño y menos mal que un fontanero muy simpático acudió a sacarlo del agujero en donde lo había metido. Le contó también a Richard que lo había pasado fatal porque no llevaba nada encima <<ni siquiera esmalte en las uñas de los pies>>. Y Richard imagina la escena teñida con sus maníacas obsesiones: que la chica contaba horrorizada al fontanero que había sido asaltada por una especie de bestia del lago <<sic>> que se abalanzó sobre ella para devorarla en un santiamén…Todo un nudo narratológico en donde las historias se apilan coloreadas por la interpretación bien distinta que del suceso hace cada uno de los protagonistas.
 
    Como no hace falta explicar el carácter fálico (¡otra vez!) del suceso del dedo gordo en el aliviadero del grifo de la bañera que se vertebrará luego en renovado nudo especular con el dedo índice de Richard atrapado dentro de la botella de champagne costándole divertido esfuerzo conseguir sacarlo, proseguiré recordando la interpretación psicoanalítica <<sic>> que Richard se propone exponer a The Girl que sigue tumbada en el sillón favorito frente al surtidor del aire acondicionado de su anfitrión
La pintoresca interpretación psicoanalítica emprendida por Richard le lleva a la conclusión de que la tomatera pletórica  no cayó por casualidad sino que cayó debido al empujoncito inconsciente que le dio ella al tiesto. Y ¿por qué? pues porque sin saberlo se había enamoró perdidamente de él cuando se conocieron en la escalera al volver a casa con el ventilador inservible al compararlo con los magníficos chorros de aire que despiden las troneras de Richard.
 
   Pues sí. Y es que por todas las partes que se mire la película encontramos una y otra vez, incansablemente, las metáforas fálicas adornando profusamente, barrocamente, la película. Y mientras Richard prepara las copas lo hace de forma que sus gestos exaltan el hecho de que algo (la ginebra; los cubitos de hielo, la soda de la botella) penetran (nunca mejor dicho) por la abertura siempre dispuesta del vaso largo insaciable que lo recoge todo dentro de su nítida simbólica vaginal.

    El empecinamiento fálico se produce, ya lo anunciaba arriba, cuando Richard tratando de impedir que se derrame más champagne de la botella recién abierta, mete el dedo para taponarla y luego le resulta imposible sacarlo de allí.  Es entonces, al tratar los dos de librarle a él del dulce cepo achampanado, cuando meter/sacar y sacar/meter se convierte en un pas de deux de mil formas.

     ¿Hará  falta comentar la omnipresencia del remo en esta secuencia tan fálica sin necesidad de remo alguno?

   En cualquier caso, subsumido Richard en un nuevo ataque de pánico al elucubrar ahora sobre la posibilidad de que Hellen, su mujer, le haya traicionado con un guapo escritor al que, para más inri, Richard considera un pedante, decidirá finalmente olvidarse de la maravillosa vecinita que le hace perder el juicio e inicia un viaje a Maine para reunirse con su familia dando así por terminados los peligros que acechan al Marido en una Manhattan ancestralmente proclive a la infidelidad compulsiva.

Artículos relacionados :