El patrullero de la filmo: Fernán-Gómez, principio y fin

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Por Don Quiterio

   Principio y fin. O fin y principio. Después de varios meses de programación, la filmoteca de Zaragoza da por acabado el extenso ciclo dedicado al actor, dramaturgo, cineasta y novelista Fernando Fernán-Gómez, coincidiendo, además, con la reedición de su libro de memorias ‘El tiempo amarillo’ (editorial Capitán Swing, 2015), título extraído de unos versos de Miguel Hernández (“…un día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”).

     La vida del cómico es siempre azarosa y la de Fernán-Gómez lo es desde el primer momento, un hombre que sufre la afrenta de ser hijo de madre soltera. Aunque en la madurez abriga la moral libertaria, el hombre polifacético simpatiza antes y durante la guerra civil con la derecha, porque ser de izquierdas es cosa de pobres y él quiere ser un señorito rico, que anhela el lujo y el frenesí. De hecho, le abraza el franquismo y, en modo cierto, se pone a su servicio. El libro, con prólogo del turolense Luis Alegre –quien codirige junto a David Trueba el documental ‘La silla de Fernando’, también proyectado en esta retrospectiva-, muestra su ternura y bonhomía, y su gratitud hacia dos de sus principales mentores: José Luis Sáenz de Heredia y Enrique Jardiel Poncela.

    Recuerda el periodista Juan Cruz una escena urbana de Fernán-Gómez viajando de madrugada en un utilitario, por la Castellana, rumbo a cualquier sitio, con el guion en la mano, ceñudo como solía ser, yendo a rodar esforzadamente una película de la que acaso ya no se sepa nada, puesto que todo pasa y nada queda en nuestra cultura del desaprovechamiento.  “Cuando Fernando dejó de trabajar”, afirma Manuel Gutiérrez Aragón, “hubo un tipo de papeles, de personajes, de textos, que no volví nunca a escribir. Murieron con el actor”. Con el realizador cántabro, precisamente, Fernán-Gómez trabaja en ‘Maravillas’ (1980), ‘Feroz’ (1983), ‘La noche más hermosa’ (1984), ‘La mitad del cielo’ (1986) o ‘Visionarios’ (2001). 

  Es acaso Fernando Fernán-Gómez, pelirrojo y feo, un hombre demasiado disperso, con excesivas inclinaciones melancólicas. Y rueda, también, un buen número de películas mediocres, chirriantes, desequilibradas. Es todo él un recorrido por la historia del cine español después de la guerra civil. Mal actor en sus películas primeras, grande después en las tablas, en la dirección y en la escritura, interviene en unos doscientas filmes, dirige una treintena y escribe otros tantos. Cuando acierta, descifra la tragicomedia humana en lo cotidiano, cimentada sobre mezquindades o debilidades, en unas historias que se cruzan, entrelazan e incluso colisionan. Sus personajes están atrapados en el hastío de vivir, el pánico a la muerte, el vértigo de la soledad o en las complicadas relaciones sentimentales. Y se ocupan, casi siempre desde la comedia, de la vida jalonada por pequeñas tragedias, surrealismos o miedos. 

  Discutidor feroz de voz tronante, paradójico e intimidante, lúcido y colérico, subversivo e incorrecto, divertido y grandilocuente, pirómano de lo común y fascinado por la arista ridícula de los hechos y las gentes, siempre capaz de hacer de la situación más trágica un gag cómico, Fernán-Gómez se ocupa de la fragilidad de las relaciones y de la evidencia de que ser feliz es un talento no siempre al alcance de todos, por lo que es imposible ser dichoso en el amor si no hay talento para la dicha. Esa máxima es la llave que abre una filmografía llena de personajes inmersos en una búsqueda sentimental, aunque muchos solo consiguen, ay, ser infelices sin remisión. Es decir, el melodrama tamizado de comedia costumbrista.

  A fin de cuentas, son personajes tratados con piedad y el espectador ve cómo entran y salen de escena para contar el monólogo de su existencia como en una obra de teatro. Y ahí, muchas veces, se nota su pasión o gusto por el andamiaje teatral. Pero en esa maraña de escenas cotidianas cabe la cartografía de la condición humana, lo que hace a Fernán-Gómez un autor conmovedor y cáustico, jugando con una serie de enredos y malentendidos que hacen que sus criaturas terminen en medio de una intriga en la que nada parece lo que es y donde el humor, por momentos, es nada más que un velo. 

  Junto a sus trabajos a las órdenes de Jaime Chávarri –‘Las bicicletas son para el verano’ (1983)-, Carlos Saura –‘Los zancos’ (1984)-, Jaime de Armiñán –‘Stico’ (1984)-, Ricardo Franco –‘Los restos del naufragio’ (1978)- y Fernando Trueba –‘Belle époque’ (1992)-, el ciclo dedicado a Fernán-Gómez finaliza con cuatro títulos dirigidos e interpretados por él: ‘Bruja, más que bruja’ (1976), ‘Mambrú se fue a la guerra’ (1986), ‘El viaje a ninguna parte’ (1986) y ‘El mar y el tiempo’ (1989). Si el primer filme es un esperpento rural a la manera de una zarzuela en broma sobre un mozo que, al volver del servicio militar, encuentra que su novia se ha casado con su tío, del que solo se salvaría del naufragio el garrulo encarnado por Francisco Algora o las letras de las canciones, los otros ofrecen un mayor interés, pese a ese factor autocompasivo tan propio del cineasta, que a veces se enreda en una nostalgia mal entendida. 

  A la vez que una presunta parábola política convertida en farsa, en esperpento (a la muerte de Franco, el abuelo de una familia republicana, escondido desde el final de la guerra, decide volver a la vida tras sus cuarenta años de ostracismo), ‘Mambrú se fue a la guerra’ es una historia de soledad, egoísmo e incomprensión que reflexiona sobre el paso del tiempo y su influencia en los mismos sentimientos, emociones o seres. Fernán-Gómez y Pedro Beltrán diseccionan lúcidamente a la familia y consiguen un estimulante filme, contado, sí, en tono de comedia, pero amarga y desesperanzada. 

  Otra pequeña farsa tragicómica es ‘El viaje a ninguna parte’, la historia de un grupo de modestos cómicos de posguerra, hombres y mujeres, que viven como pueden del teatro, en representaciones mal pagadas, de pueblo en pueblo, en su ocaso ante el progreso. Una hermosa y compleja reflexión sobre la condición humana en general que se estructura en flashbacks, a través de los testimonios de un anciano actor (José Sacristán), desde su retiro en un asilo, donde recuerda su vida y los colegas que le acompañaron en tantos viajes a ninguna parte, formando parte de la compañía teatral dirigida por su padre (Fernán-Gómez). Este viaje a ninguna parte nos retrotrae al Juan Antonio Bardem de ‘Cómicos’, al Mario Camus de ‘Los farsantes’ o al Theo Angelopoulos de ‘El viaje de los comediantes’. Como aquellas, el viaje de Fernán-Gómez es un sentido tributo a la profesión de los cómicos, de marcado tono autobiográfico y que con anterioridad había inspirado una radionovela y una novela del mismo título escrita por el propio cineasta, quien acierta en otro alegórico guion, entre picaresco y costumbrista, tan sentido como emocionante. 

  Un canto, pues, a un mundo extinto en el que los sueños, el amor al oficio y el compromiso solidario marcan el sentido de la existencia. En los personajes de ‘El viaje a ninguna parte’ viven el dolor, la felicidad, la miseria, la esperanza, la vida, las correrías de un grupo que ve cómo su pequeño mundo se acaba, devorado por el cine, el fútbol y la radio. Los caminos, en fin, son los verdaderos protagonistas, los decorados de una historia de cafés con techos desconchados, teatros improvisados en almacenes o pensiones de mala muerte. Y todo ello envuelto en secuencias extraordinarias, de una fuerza tremenda, como la borrachera de un soberbio Juan Diego o las intervenciones de los extras ocultando los rostros. 

  Por su parte, ‘El mar y el tiempo’ es otra inteligente tragicomedia, el drama de un exiliado que ha permanecido en Argentina desde el final de la guerra civil y regresa a Madrid en la primavera de 1968 para reunirse con su familia, encontrándose con las propias contradicciones de sus parientes. Un buen broche a un extenso ciclo con este relato de diálogos precisos y metáforas sutilmente integradas, el habitual homenaje a la profesión de cómico y el punto de vista escéptico. Principio y fin. O fin y principio.

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