Los estrenos en los cines: La traducción o el puro vicio inherente

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Por Don Quiterio

   ¿Por qué unas películas se estrenan con el título traducido y otras no? ¿Por qué la última película de Paul Thomas Anderson se ha estrenado con el título de ‘Puro vicio’, cuando el original es ‘Inherente vice’? Quizá sería mejor no traducir ningún título para empezar a poner un poco de orden en todo este desbarajuste.

     Sea como fuere, ‘Inherent vice’ (literalmente ‘Vicio inherente’ o, si se prefiere, ‘Vicio propio’, como se tradujo la novela de Thomas Pynchon en que se basa) es una interesante propuesta entre el drama criminal y la comedia negra, un poco a la manera de ‘El gran Lebowski’, de los hermanos Coen, que retrata la costa oeste estadounidense a finales de la década de 1960 y está repleta de pintorescos personajes en un ambiente jipi (¿o escribo ‘hippy’?) de laberíntica trama, pero absorbente y perturbadora, donde el surrealismo, la paranoia y la entropía también ocupan un lugar en el abismo.

   ¿Por qué el título de ‘Maps to the stars’ lo han dejado tal cual y no se les ha ocurrido ponerle ‘Mapas a las estrellas’, aunque en este caso no haya traición? No lo sé, si es que importa. Lo que sí sé es que se trata de una superficial tragicomedia dirigida por el canadiense David Cronenberg que retrata la obsesión por la popularidad y el estrellato, y se infiltra en las miserias de la industria del cine a la manera del Wilder de ‘El crepúsculo de los dioses’, el Aldrich de ‘La leyenda de Lylah Clare’, el Minnelli de ‘Cautivos del mal’ o el Altman de ‘El juego de Hollywood’, pero con una mirada mucho más disparatada y delirante, sin trascender, sin embargo, lo necesario.

   ‘Calvary’, otro título sin traducción, es una película irlandesa de John Michael McDonagh. Entre el drama, la comedia negra y la intriga criminal se desarrolla una historia deslavazada e irregular, tópica y gratuita, en torno a un sacerdote a quien sus feligreses atormentan después de que, tras una confesión, reciba la amenaza de muerte de una víctima de abusos sexuales. Por el desfile de personajes de escasa complejidad, y el desequilibrio narrativo que deriva de su tremendismo, es un sacrilegio comparar este ‘calvario’ con el Bresson de ‘Diario de un cura rural’, el Bergman de ‘Los comulgantes’ o el Buñuel de ‘Nazarín’. Por su parte, la británica ‘Pride’ (Matthew Warchus), cuya traducción sería ‘Orgullo’, es una floja mezcla de política, diferencia de clases y comedia festiva, basada en la historia real de las reivindicaciones del sindicato de mineros y el colectivo de homosexuales en el Reino Unido, durante el mandato de Margaret Thatcher. 

  Tampoco tienen traducción ‘National Gallery’ y ‘Chappie’, pero estamos ante dos nombres propios. El primero es un extraordinario documental dirigido por el gran Frederick Wiseman, un retrato de ese museo londinense, institución que alberga importantes pinturas occidentales entre la edad media y el siglo diecinueve, de cómo es su funcionamiento, sus usos de espacios, sus guías, sus administradores, sus iluminadores, su público, su relación con el mundo, sus agentes y sus cuadros. El segundo título es una insatisfactoria ficción científica del sudafricano Neil Blomkamp, quien retoma la idea desarrollada en su corto de 2003 ‘Tetra Vaal’, pero no consigue trascender la trama de un robot con conciencia al estilo de la “inteligencia artificial” de Spielberg (y Kubrick), por culpa de un endeble hilo narrativo que se enreda alrededor de personajes que son simples caricaturas de una intención. 

  El resto de los títulos estrenados han sido traducidos al español, con mayor, menor o ninguna fortuna. Empiezo por las coproducciones. Bélgica, Alemania, Estados Unidos e Inglaterra han participado en la película de Paul Haggis ‘En tercera persona’, tres lacrimógenas historias de amor y dolor, de pérdida y perdón, aparentemente no conectadas en tres ciudades distintas, todo un melodrama banal y pretencioso, plano y torpe, tremendista y forzado, sin la capacidad de seducción del Altman de ‘Vidas cruzadas’ o el Anderson de ‘Magnolia’. Estados Unidos e Inglaterra coproducen ‘Selma’ (Ava DuVernay), controvertida película sobre la lucha histórica de Martin Luther King para garantizar el derecho de voto de todos los ciudadanos y la peligrosa campaña que se cerró con una larga marcha desde la ciudad del título hasta la de Montgomery, en Alabama. La coproducción anglofrancesa con Estados Unidos ‘Desterrado’ (Nick Powell) es una de acción sin mayor importancia sobre dos caballeros cristianos del medioevo que separan sus destinos por la crueldad de las Cruzadas. Italia, Francia y Bélgica coproducen ‘Pasolini’, un apasionado homenaje de Abel Ferrara a las últimas horas del cineasta italiano, sobriamente encarnado por Willem Dafoe, antes de ser asesinado, en 1975. Y Suecia, Francia, Dinamarca y Noruega aúnan esfuerzos para producir ‘Fuerza mayor’ (Ruben Ostlund), una excelente comedia dramática que navega por aguas cercanas a Ingmar Bergman, Michael Haneke y Ulrich Seidl, y desmenuza la miseria de lo cotidiano mediante silencios incómodos, para poner contra las cuerdas el discreto desencanto de la sociedad del bienestar, con un final digno de alguna fábula perversa del maestro Buñuel. 

  Sigo con el cine norteamericano. ‘Enamorarse’ (Adam Rodgers), una versión plana y conformista del esquema clásico de drama romántico instaurado por David Lean en ‘Breve encuentro’ (1945) y que se ha perpetuado en infinidad de películas. ‘La conspiración de noviembre’ (Roger Donaldson), un rancio thriller de espías repleto de tiros, persecuciones y golpes, sobre un agente de la CIA ya retirado que es persuadido para realizar una nueva misión. ‘El año más violento’ (J.C. Chandor), un thriller de acción de gran tensión atmosférica a la manera del Lumet de ‘El príncipe de la ciudad’, algo moroso, el relato de un matrimonio que intenta regentar un negocio honesto en la Nueva York de 1981, una ciudad asolada por la corrupción y la decadencia. ‘El hombre más enfadado de Hollywood’ (Phil Alden Robinson), una sensiblera y fallida comedia melodramática sobre la redención, en la que una doctora sustituta le comunica a un paciente, por error, que solo le quedan noventa minutos de vida. ‘Hogar, dulce hogar’ (Tim Johnson), una discreta animación basada en un relato de Adam Rex, sobre un grupo de extraterrestres que se ve obligado a refugiarse en la Tierra. Y ‘Obsesión’ (Rob Cohen), un pésimo thriller erótico a la manera de ‘Atracción fatal’, en torno a una joven madre divorciada y su relación con un siniestro vecino adolescente. 

  Continúo con el cine europeo: la francesa ‘Samba’ (Olivier Nakache y Éric Toledano), una trepidante y divertida comedia social, según la novela de Delphine Coulin, aunque a veces irrita su condescendencia y la hipocresía disfrazada de tolerancia babosa, que narra el encuentro de un simpapeles con una ejecutiva quemada por el trabajo; la italiana ‘El país de las maravillas’ (Alice Rohrwacher), una optimista y contemplativa fábula que indaga en la adolescencia y reivindica la vida rural y fuera del sistema, con ciertos guiños al espíritu de Fellini y a la atmósfera de Kusturica para hablar de lo natural y artificial, lo nuevo y lo viejo, el pasado y el presente, la infancia y su paso a la edad adulta, como hacían las películas de Pietro Germi, Dino Risi o Ermano Olmi; la británica ‘Exmachina’ (Alex Garland), una inteligente ficción científica que explora las fronteras emocionales que separan a los humanos de los robots y cuestiona el valor de la humanidad si puede ser replicada con exactitud, en una suerte de revisitación posmoderna –y feminista- al clásico ‘Frankenstein’, cuya atmósfera fría y elegante recuerda a Kubrick; la también británica ‘Kingsman: servicio secreto’ (Matthew Vaughn), una mirada incisiva e irónica a las novelas de John Le Carré, según el cómic de Mark Millar y Dave Gibbons, donde la comedia se superpone a la acción, a través de una ingeniosa crítica social que subyace a esta historia sobre una organización de espías que recluta a un chico de la calle, poco refinado pero muy prometedor; o la nuevamente británica ‘La mujer de negro: el ángel de la muerte’ (Tom Harp), una facilona segunda entrega de este cuento gótico de terror con fantasmas basado en un relato de Susan Hill que continúa la convencional trama en el marco de la segunda guerra mundial, cuando un grupo de escolares, acompañados por la directora del colegio y una profesora, son evacuados de Londres y trasladados a una aldea. 

  La ración de cine español viene representada por ‘Negociador’ (Borja Cobeaga), una apuesta arriesgada que trata de humanizar las negociaciones que el gobierno español y la banda terrorista ETA mantuvieron en 2005 y 2006, en una inteligente mezcla de comedia, drama e historia; y ‘La luz con el tiempo dentro’ (Antonio Gonzalo), un modesto e irregular biopic sobre el poeta onubense Juan Ramón Jiménez, que el cine solo ha tratado de forma tangencial en ‘Platero y yo’ (1967), del zaragozano Alfredo Castellón, y que recorre su vida y obra desde el siglo diecinueve hasta la primera mitad del veinte, a través de continuos flashbacks: su relación sentimental con Zenobia Camprubí o su amistad con Machado, Sorolla, Lorca, Alberti, Azaña y Pau Casals. 

  Termino con otros dos títulos, igualmente traducidos, con mayor, menor o ninguna fortuna: ‘Los caballeros del zodiaco’ (Keiichi Sato), una confusa animación nipona de artes marciales basadas en la mitología de la cultura helénica, según el manga original de Masami Kurumada; y ‘Refugiado’, del argentino Diego Lerman, un interesante drama sobre la violencia de género y la huida, narrado a través de los ojos de un niño, que recuerda al Cassavetes de ‘Gloria’ (1980). 

  Y me despido de ustedes, desocupados cinéfilos, a la madrileña, que se me ha escapado el gato ‘Pynchon’, mi vicio inherente.

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