Solo se vive una vez (15)

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Por Don Quiterio

     No todos los silencios son iguales. O, por decirlo más bellamente, no todos callan lo mismo. Un silencio puede valer una fortuna, porque tal vez sea la posibilidad creativa por antonomasia. También puede ser otra cosa, una prueba de disolución de todo.

   Todo, en realidad, es una somera ilusión, los deseos son mezquindades del hombre, y el silencio ayuda a esa iluminación sobre la brevedad y la inconsistencia. El silencio, a fin de cuentas, lleva una intuición de creatividad sin la cual no hubiera nacido la primera sinfonía de Brahms. O los personajes de esos emotivos documentales realizados en 2013 y titulados ‘Juego de espías’, de Germán Roda y Ramón J. Campo, y ‘El rey de Canfranc’, de José Antonio Blanco y Manuel Priede, un dejarse encontrar en la renuncia de lo esperado para evidenciar un silencio que a todos envuelve, porque, acaso, en el fracaso de la búsqueda se revela lo que nos encuentra. La miseria humana tiene mucho de miedo escondido. Es el silencio del que escucha.

     Son dos documentos de unos hechos silenciados, de encuentros y desencuentros, de abrazos y despedidas, de besos y miradas. Los que quisieron que cumplieran en silencio el rito de la despedida, cuando lo que buscaban era el encuentro, sin estruendos. Estamos en 1941, cuando el mundo está inmerso en plena segunda guerra mundial, y España sufre una severa posguerra. En este contexto, el consulado inglés de San Sebastián organiza una red de espías formada por vascos, aragoneses y franceses que informan sobre los movimientos de las tropas alemanas y el paso de mercancías, estableciendo una conexión semanal entre Francia, Canfranc, Zaragoza y San Sebastián. Gracias a las informaciones de esta red de espionaje se ayuda a la derrota de la Alemania nazi. Y los espías protagonistas de los hechos nos lo cuentan en primera persona.

     Es conmovedor escuchar en estos documentos el testimonio de Simone Casaubon, quien a sus nueve años transportaba documentos elaborados por el alto mando aliado a través de la red, viajando junto al maquinista del tren, mientras su madre se encontraba sentada en uno de los vagones, una estrategia para burlar la vigilancia de la policía franquista y de los agentes alemanes destacados en Canfranc. O las palabras de la octogenaria Lola Pardo, al recordar cómo, de jovencita –y novia de guardia civil-, escondía papeles secretos en los bolsillos de su abrigo mientras charlaba con los de seguridad a bordo de los trenes, para no infundir sospechas.

     Ahora ha muerto Lola Pardo a los ochenta y ocho años, la espía aliada, canfranquesa que fue designada por el jefe de la aduana francesa, Albert Le Lay, para llevar secretos de la resistencia entre Canfranc y Zaragoza, con su hermana Pilar, entre 1940 y 1943. “Yo llevé secretos de los aliados. Nos cerraron la boca y no se lo conté a mi marido”, confesó la espía a Ramón J. Campo. Ella trabajaba como modista y era hija del responsable de las obras del túnel, Joaquín Pardo Gavín, pero tenía mucho trato con los funcionarios franceses que trabajaban en la estación del Canfranc.

     El principal mérito de los documentales es rescatar del olvido, setenta años después, a una serie de espías que se jugaron la vida en el entorno de la estación de Canfranc, y cuya valentía salvó vidas y contribuyó a minar el poderío de Hitler gracias a acciones tan sencillas como heroicas. Unas personas que, en caso de ser detenidas, se arriesgaban a morir en un campo de concentración nazi o, en el mejor de los casos, a acabar con sus huesos en una cárcel franquista.

     El oscense Ramón J. Campo ha dado pie a los libros ‘El oro de Canfranc’, ‘La estación espía’ o ‘Canfranc, el oro y los nazis’. Una reedición de este último ha doblado en este 2015 el número de páginas a la publicación de 2002 para ofrecer un testimonio más fiel del papel estratégico que desempeñó la estación de Canfranc durante la segunda guerra mundial, con un prólogo de Forges, documentos y personajes que han enriquecido la historia y le han dado una profundidad que no se podía percibir entonces. Además, se incluye la última entrevista que Ramón J. Campo hizo a Lola Pardo, todo un homenaje a la espía recientemente fallecida que actuó para los aliados.

   En ese enclave fronterizo circularon tanto ciudadanos judíos como soldados aliados huyendo de las fuerzas alemanas, pero también toneladas de oro y obras de arte que los nazis intentaban poner a salvo de un inminente desmoronamiento del tercer Reich. En un estado en principio neutral, la policía franquista perseguía con saña a los españoles que intentaban, precisamente, ayudar a los judíos a huir de las garras de los nazis. Y aquella gente, incluso, escondía a los judíos en el propio Canfranc, donde se llegó a izar la bandera de la cruz gamada cuando llegaron los alemanes.

     La recientemente fallecida Lola Pardo contó al propio Ramón J. Campo que el jefe de la aduana francesa les explicó que iban a llevar correspondencia clandestina y les avisó que era peligroso. “Nos pidió”, dice nuestra protagonista, “que, si nos detenían, no debíamos decir nunca nada. Mi hermana Pilar era muy miedosa y por eso me pedía que le acompañara, porque yo era más echada para adelante”.

     Y añade el periodista: “Los documentos iban en cajas escondidas en la faja y se los llevaban a otro contacto en Zaragoza, el páter Planillos, un cura militar. La red resistió hasta que la Gestapo persiguió a Albert Le Ley en septiembre de 1943 desde Canfranc hasta Madrid. Lola y sus hermanas recibieron en medio de la euforia al jefe de la aduana francesa a su regreso en 1945 porque habían contribuido a la libertad con la red de espionaje. Por suerte, no fueron detenidos en medio de toda la vigilancia que tenían encima. Los alemanes controlaban la estación desde 1941 para vigilar el tránsito de oro nazi a cambio del wolframio, y desde noviembre de 1942 hubo una brigada de las tropas de Hitler destinada allí”.

     Todo, en realidad, es una somera ilusión, los deseos son mezquindades del hombre, y el silencio ayuda a esa iluminación sobre la brevedad y la inconsistencia. El silencio, a fin de cuentas, lleva una intuición de creatividad sin la cual no hubiera nacido la primera sinfonía de Brahms. Como un dejarse encontrar en la renuncia de lo esperado para evidenciar un silencio que a todos envuelve. En el fracaso de la búsqueda se revela lo que nos encuentra. La miseria humana tiene mucho de miedo escondido. Es el silencio del que escucha. Es la historia de Lola Pardo García, que nunca le contó a su marido su secreto. Su más íntimo secreto. La memoria contra la tentación del olvido. La memoria de la heroína discreta, anónima.

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