Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
Siempre nos queda tiempo, aunque no sepamos cuánto, para apurar los últimos cigarros, los últimos tragos de whisky, el último gancho…
…en cualquier ring del mundo y las últimas notas de ese piano en el que Sam vuelve a tocar otra vez y siempre. Acaso quien está sentado en la cola del piano tras la penumbra no es la dama que nos espera, maldita sea, sino el que viene a precintar las manos del pianista. Sí, lo sé, soy un ingenuo. O, peor todavía, a veces me levanto mucho más alelado de lo que acostumbro y espero que la cafetera hierva sin haberla puesto. O que el pan se tueste sin electricidad. Esta noche no hay humo en el Savoy, pero sí ausencias. Diez años después de la muerte de José Luis Alvite, los días se me caen encima como un camión cargado de plumas.
Si cierro los ojos, lo miro y veo a ese cronista de barra larga y cenicero lleno, a ese maestro de la crónica y de la noche que escribía con la nostalgia de quien sabe que la mejor historia ya pasó y la peor aún está por llegar. Y lo imagino con su media sonrisa de pistolero sin prisa y la voz quebrada de quien ya lo ha dicho todo. Se cerraron para siempre las puertas del Savoy y su particular universo de luz y sexo, de sueños y jazz, de coristas y boxeadores, de borrachos y solitarios, de putas y matones, de personajes atrabiliarios con los que poblaba paisajes inexistentes, las zonas más oscuras del alma. Y me veo tocando en el piano aquella melodía olvidada. Y me entran tantas ganas de huir que, en el atril, en vez de partitura encuentro un billete de tren.
Con Alvite me desayunaba un café, siempre solo, cuando las mañanas todavía eran noches, un revulsivo innegociable para lo que quedaba del día. Y aprendí cada mañana a agradecerle esa ingenuidad siempre renovada de descubrir la novedad del día. Hoy, sin embargo, ¿quién me queda? Era una combinación única de aspereza y ternura. Sus imágenes desbocadas eran un manantial inagotable de paradojas, la retórica poética iluminada. Sus frases, llenas de tabaco y alcohol, de amistad y lealtad, de delitos y faltas, de acordes y desacuerdos, recababan en el cine negro, en el lejano oeste, en la pintura de los perdedores, los antihéroes, los escépticos, en los relatos de Dashiell Hammet. También en los de Raymond Chandler.
Era capaz de condensar en unos cuantos conceptos puros, descarnados, sin abusar de las metáforas, lo que parecía la experiencia de toda una vida. En el fondo, él sabía que había más literatura en la máscara funeraria de Dillinger que en las obras completas de Flaubert. Cargaba las horas perdidas en los bares sin horario con palabras de pólvora hasta convertirlas en balas certeras, como el eco de un disparo inoportuno. Un tipo de un magisterio marginal y perfumado. De los que no confundían descreer con mentir y sabían que decir que el tiempo todo lo cura vale tanto como decir que todo lo traiciona, como diría Ferlosio. Cuando tíos como Alvite chocan palabras, arman mundos; cuando desaparecen, siempre quedan.
“Lo que me preocupa de la muerte”, dijo una vez Alvite, “es que no sé si aguantaré tanto tiempo acostado”. Tengo memoria, sí, y sigo leyendo a Alvite. La memoria, esa linterna contra el olvido (por decirlo con Fernando Sanmartín), domina su obra. Una memoria hacia fuera y hacia dentro. Una memoria voluntaria que encauza, marca y tiñe toda su escritura, y cuya gran referencia es Marcel Proust. Entre la evocación personal (con continuas referencias a su vida) y la visión crítica y poética de la realidad, tanto social como política, se mueven los fascinantes textos de Alvite. Sus relatos, así, se convierten en pretextos para recuperar el tiempo perdido de la infancia, evocaciones proustianas de un pasado que se aleja hasta convertirse en sueño. Una infancia perdida y recuperada por la magia de las palabras.
Sus crónicas constituyen un verdadero cóctel literario en el que mezcla su amor por el cine, el boxeo, los bares, la música y la amistad con el trasfondo de un recorrido por sus solares imprescindibles. Los olores y sabores quedan grabados para siempre. La idea es reflejar cómo las decisiones que uno cree acertadas en su momento se convierten, con el paso del tiempo, en fatales. Ahí, precisamente, sigue el rastro a personajes dudosos. Su literatura, con la sencillez de una prosa milagrosa, trata de la fe en los ideales y de cómo el tiempo puede convertirse en la peor de las trampas. Y con un humor celta, sonriente, pausado.
Todo es figuración y metáfora. Alvite se presenta siempre como un ser vencido, un personaje que solo disfruta cuando pierde una oportunidad o se equivoca. Noches en las que uno no encuentra ni su propia casa. La heroica compenetración con la bohemia, las luces de Manhattan, los ‘dray martini’ que atraviesan la garganta como una espada de fuego, el olor del bourbon de Kentucky, el humo de los habanos, las almas del nueve largo, las mujeres fatales, la música de Duke Ellington. El Savoy, en fin, como un pecado confesable, porque en el apego a la decencia rige la misma aplastante razón que le lleva a creer que el matrimonio para lo que realmente sirve es para serle fiel a la mujer de otro hombre.
Renunciar a la alegre promiscuidad no es nada en comparación a ver cómo nos profanan uno de nuestros instantes. Soldado de la batalla perdida, han matado a mi caballo. Algo nos llama de muy adentro a dejar de tener fe en la especie humana, pero tomamos, como tantas otras veces, conciencia de nuestro deber y de nuestra misión y emergemos de la desolación para sonreír y ser amables y tiernos, y sostener en nuestros brazos heroicos el peso entero de la gran función.
Es la hora del atardecer. El viento mece las copas de unos frondosos tilos y la menguante luz solar se filtra entre las esquinas de dos edificios de ladrillo caravista. Acaso la vida sea algo mucho más simple de lo que queremos creer. Acaso sea inútil buscar la coherencia y el sentido de las cosas. Acaso debamos vivir el aquí y el ahora sin preguntarnos dónde estamos y adónde vamos. Y pasado el tiempo de la inmortalidad, del sueño, llega otro en que la realidad puede ser tan pesada como la ausencia.
Llegó, maldita sea, el tic tac de un reloj grande, pesado, en el que ya no escucharemos el viento, la lluvia, las hojas secas. Y no podremos distraernos de la vida.