Por Julio José Ordovás
Las patillas rocanroleras de Javier Macipe. La cresta apache de Kase O. Los tatuajes arrogantes de Enrique Bunbury.
La garganta indomable de Eva Amaral. La gorra inmutable de Juan Aguirre. La voz de seda de María José Hernández. La guitarra de juglar de Gabriel Sopeña. El marcianismo psicodélico de Bigott. Las piernas invencibles de Salma Pallaruelo. La altura estratosférica de Aday Mara. La tozudez goleadora de Iván Azón. La sutileza psicológica de Pilar Palomero. La garra narrativa de Isabel Peña. La mirada hechicera de Paula Ortiz. La bonhomía baturrísima de Jorge Asín. La ternura somarda de Marisol Aznar. El perfil keatoniano de Luis Rabanaque. El chaleco planiano de Pepe Cerdá. Los lápices oníricos de Jesús Cisneros. La magia blanca de Álvaro Ortiz. La delicada melancolía de Iris Lázaro. Las pinceladas flamígeras de Eduardo Laborda. El ojo elegíaco de Andrés Ferrer. La madurez creativa de Ignacio Martínez de Pisón. El vitalismo luminoso de Manuel Vilas. La sonrisa feérica de Irene Vallejo. La mística futurista de Mariano Gistaín. La biblioteca infinita de Pepe Melero. La maleta poética de Fernando Sanmartín. Las gafas vitriólicas de Adolfo Ayuso. La filosofía consuetudinaria de Ismael Grasa. El corte clásico de Almudena Vidorreta. La barba apostólica de Juan Marqués. Las gafas parisinas de Aloma Rodríguez. La tinta mordaz de Daniel Gascón. El nervio óptico de Sergio del Molino. La corbata sabia de José-Carlos Mainer. El romanticismo aragonesista de Chusé Raúl Usón. La buena letra de Alfonso Castán. La lengua de serpiente de Federico Jiménez Losantos. Los aguijones de Alberto y Carlos Calvo. Y las testas resplandecientes de José María Conget, de Antón Castro, de Miguel Mena y de Luis Alegre.