Desde el gallinero: Aplausos sanitarios para romper el silencio


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

      Me levanto a las seis y media de la mañana. Soy el quiosquero de la esquina y le gano una hora al sueño ahora que apenas hay reparto.

    Parece un día normal. Enciendo la radio y el rosario de cifras siniestras me sitúan, de golpe, en la realidad. Asomo la nariz por la ventana. El día está fresco. Las avecillas que colman los olmos y chopos en el distrito de Sementales me dan, con sus cálidos y sonoros trinos, los buenos días. Se les escucha con una fuerza capaz de romper el acero del silencio. Busco con la mirada un jersey adecuado. Le doy una pasadita a los zapatos y me calzo. Me pongo el chaquetón. Me miro en el espejo de la entrada y hago una mueca. Además de lo imprescindible y lo obligado, cojo también ‘Rewind’, el libro de Juan Tallón que acabo de empezar.

  Salgo, por fin. Mi pase de quiosquero me abre las puertas de la calle. Y saben: el que tiene pase pasa y el que no tiene pase se queda sin pasar. De camino al quiosco, cruzo por Asalto, giro por Tenerías, encaro el Coso bajo y de ahí enfilo a la calle Mayor, justo al lado de la torre de la Magdalena. Calles y callejas calladas. Plazas y plazuelas desiertas. Persianas bajadas. La ciudad parece perdida como unos zapatos viejos sin dueño. Su horma resulta incómoda, y más en un paisaje deshumanizado. Parezco el cowboy que llega a un pueblo abandonado del oeste, imagen típica de cualquier comienzo de un espagueti cualquiera. Solo diviso, en mi andar, a dos barrenderos. No hay tráfico. Los semáforos son farolas juguetonas: ahora verde, ahora amarillo, ahora rojo…

  Los únicos vehículos que veo son patrullas del orden con sus luminosos azules, servicios de limpieza con sus destellos amarillos y taxis con el piloto verde. A las paradas vacías acuden puntuales autobuses sin pasaje. Un conductor me saluda con la complicidad del que entiende el trabajo del otro. La calle, en fin, es de la policía (local, nacional, militar). Y me acuerdo de ‘Nada’, aquella pesadilla autobiográfica de cuando le abrían la puerta a Carmen Laforet. Antes de abrir el quiosco, organizo la (poca) prensa que llega y, acto seguido, voy a comprar el pan, como Umbral, a la panadería de la otra esquina.

  Allí la gente, al menos, se deja ver, hace cola en estricta fila india y en un aparente orden de separación. Si el enemigo fuera visible nadie estaría ahí. Con el panadero, compañero de heroísmos, hablo brevemente de las cosas de la vida. Y de libros. Y de las urracas, los pájaros más elegantes de Zaragoza, “con ese aire que tienen de camareros de otra época”, aunque tengan mala fama, “porque son carroñeras, chillonas y usureras”. Y nos intercambiamos letra impresa. Los días sin día de Julio José Ordovás.

  Con la primera faena mañanera hecha, me enfrento, decidido, a mis parroquianos madaleneros. La poca clientela que me visita, quiero decir. Un sintecho me sonríe amablemente al pasar por el quiosco. Todo está en silencio, pero el cierzo hace compañía. Un silencio solo roto por el canto de los pájaros. Respiro como los cartujos y pienso en el silencio y en el tiempo, dos cosas que se nos han devuelto a cambio de nuestra libertad. Sí, tiempos marcados por un virus que comparte nombre con un auriga malvado contra el que los personajes de Uderzo y Goscinny ya habían luchado antes que cualquiera de nosotros. Pero uno está vacunado contra el miedo y corre por sus venas la poción mágica de la resistencia.

  Salgo a fumarme un cigarrillo y una pareja en el balcón de enfrente me saluda. Parecen felices. Y empiezo a ver tantas personas como perros. Avanzan con su bozal profiláctico hacia la nada. Una octogenaria recoge dolorosamente la cagarruta de su mascota. El mundo en estado de aislamiento funciona porque unos pocos seguimos al pie del cañón. Esas cosas del compromiso, la obligación moral o el sueldo, vaya usted a saber. No entra nadie a comprar el periódico. O lo que sea. A eso de las ocho y media entra el primer cliente, un tipo de voz incunable o de olmo seco, con mascarilla y guantes. Pide pilas para un transistor, pero, como no hay, nos hacemos bromas, por delicadeza. Al final, compra un tebeo del pequeño e irreductible Astérix y su inseparable Obélix. “¡Pilas no tendrá, jefe, pero me llevo la poción mágica!”, exclama, medio eufórico. Y se va. Al rato, aparece por la puerta un tipo con la boina calada, la barba de profeta y la melena blanca como de oficiar insurrecciones, sin mascarilla y con un guante en la mano izquierda, y me pone al tanto de la quietud de nuestras existencias. No compra nada.

  Un tipo sin mascarilla, que habla con un aparente esfuerzo dubitativo, balbuciente, como si su pensamiento tuviera varias opciones para cada problema e intentara elegir la más atinada a su voluntad de convicción, compra ‘La Vanguardia’ y me cuenta que el filósofo Epiménides, siendo joven y melenudo, se metió en una cueva a echar la siesta una tarde de mucho calor. Según Diógenes Laercio, se tiró durmiendo cincuenta y siete años seguidos. Puede que el dato sea exagerado. Pausianas asegura que, en realidad, aquella siesta no duró más de cuarenta años.

  Un tipo al que conozco bien, que aprieta la mandíbula como si fuera a destripar a alguien, sin guantes pero con mascarilla, compra ‘El País’. Ha escrito varios libros –malos- y me cuenta que estos días de confinamiento le vienen de maravilla para terminar de pulir su nuevo artefacto. Le doy ánimos. Cervantes comenzó a esbozar lo que luego sería el ‘Quijote’ mientras estaba encerrado en el presidio de Sevilla. También Shakespeare –fuera quien fuera- escribió ‘Macbeth’ durante un confinamiento, en su caso debido a unas pestes que a principios del siglo diecisiete causaban estragos en Inglaterra.

  Un tipo que acumula una voz suave, cadenciosa, cercana, casi inesperada, compra la ‘Hola’ y la ‘Diez minutos’ para su mujer, y el ‘As’ y ‘El Periódico de Aragón’ para él. Hablamos y, asustado, me cuenta que no sabe cómo va a pagar el alquiler del bar, la hipoteca de la casa o los tributos administrativos. A este paso, ni la compra diaria. “¡Si no tienen ni guantes para los enfermeros, qué carajo nos van a dar a nosotros!”, sentencia, con amargura.

  Una seductora jovencita de voz grave que me altera (porque me guiña un ojo) y que luce falda corta y muestra sus rodillas de formas redondas y brillantes, con el añadido perverso de su mascarilla, compra unas agendas y un calendario. ¿Será para poner una cruz a cada día que pasa? La conversación es cercana, sensual, y me dice que está viendo muchas películas apocalípticas durante el confinamiento, no para evadirse de la realidad, sino para comparar la ficción con lo que está pasando. Es descorazonador comprobar que no hay tanta diferencia entre lo que es capaz de imaginar un director de cine y la manera en la que actúa la humanidad. Me acerco a ella, sin la separación preceptiva, para ayudarla a sacar el dinero de su monedero. Gato con guantes no caza.

  No se ve a nadie en la calle. Al quiosco van entrando al goteo, como el tipo que me recuerda a Félix Romeo Pescador, presto a cualquier chanza y que parece acabado de comer. O la mujer que aloja en la voz cierta penumbra que no esquiva la alegría. O la anciana de rostro afilado, con perfil de quetzal y que escucha con gesto alerta. O la veinteañera cuya belleza produce asombro y vértigos, con voz de caramelo líquido. O el hombre con cuerpo de pájaro, metro y medio, nariz aguileña y ojos inquietos, con un gesto que subraya su aire de ave. O la tipa con el tipo del tordo, la cabeza pequeña y el culo gordo. Con mascarillas o sin ellas. Con guantes o sin ellos.

  Y me piden barajas, publicaciones de sudokus, crucigramas, cruzadas, autodefinidos, cábalas literarias, jeroglíficos, las siete diferencias (u ocho o nueve), cuadernos para pintar, algún parchís y cosas así, del entretenimiento. Pero no me quedan y no puedo pedir, porque no hay fábricas ni distribuidoras en funcionamiento. En total, trece parroquianos, veintiún periódicos vendidos, siete revistas y unos cuantos caramelos balsámicos para la tos inoportuna. La ruina caracolera. En fin, que la cosa huele mal. Decía Umbral que el órgano de la memoria es el olfato (‘Cartas a mi mujer’). Uno no ha perdido el suyo, pero a estas alturas de la película todo sabe chato, pocho, triste. Para compensar, avanzo en la lectura de Tallón y su prosa de diamante, cortada con un punzón láser (va por ti, Angus), que limpia el retrogusto verde, acre, de esta jornada para olvidar. Y las que te rondaré, morena.

  Mientras cierro el quiosco, se me cruza una amiga y me abronca: “Al saber que no sonaba el móvil, supe que eras tú”. Y le respondo, por decir algo, a la manera de Lorenzo Oliván: “Nos falta tiempo para casi todo incluso cuando nos sobra tiempo para casi todo. Qué retorcido, el tiempo”. Una sirena me conecta con el terror infantil, imaginando un dolor intubado. Soy testigo de una escena inolvidable. Una mujer de unos setenta años, portadora de los signos de la enfermedad, está siendo introducida en una ambulancia: su rostro es blanquecino y desencajado, y sufre un ataque de tos compulsiva. Cuando la muerte nos pasa cerca consigue que nuestras esperanzas mundanas pasen por cierto tiempo a segundo plano.

  De regreso a mi portal, abro con la llave de siempre la puerta de siempre. Y subo las escaleras de siempre para seguir la vida de ahora. La casa en silencio. La vida fuera, detenida. Todos escondidos, atrapados en el mismo paisaje. El mundo prisionero de un paréntesis. Sobrevolado de buitres. Un cheque en blanco al destino. La memoria puesta a prueba cada día. Los días sin día del panadero de la otra esquina. La vuelta a la cueva, a la hibernación permanente. Al nido. Detrás de cada cristalera, el vaho de la vida doméstica encapsulada al vacío. Sombras chinescas de un mundo detenido.

  Coloco una banqueta en mi balcón y parezco un árbitro de tenis en una cancha sin nadie. La cancha es mi calle. Dan las ocho de la noche (o de la tarde, nunca se sabe) y la gente se agolpa en las ventanas a aplaudir sanitariamente. Aplaudo (por inercia). “¿Cuántos de los que ahora aplauden votaron en su día a quienes vienen desmantelando la sanidad pública?”, nos recuerda Ignacio Echevarría. Huelo a aroma fresco y rural como no lo recordaba ni de niño. La nostalgia es algo que avanza sin cesar. Y observo cómo se acerca la mancha gris de la tormenta que se cierne sobre la ciudad.

  Los rayos agrietan un cielo que retumba como si la bóveda de la que cuelgan las nubes fuera a desmoronarse. Pero el tormento lo tiene uno en el interior, aislado en una habitación llena de libros. “Un libro no puede sustituir a la brisa, a las calles, a los árboles, a las personas. Son espejos. Pero no son la vida. Son clausura”. Lo dice el de ‘Ordesa’.

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