Tú te desconciertas, nosotros nos desconcertamos / Eugenio Mateo

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Por Eugenio Mateo Otto
http://eugeniomateo.blogspot.com.es/

     No se podía haber elegido para esta revista Crisis #12 un tema más actual y a la vez más desconcertante, habida cuenta de los sucesos ocurridos a la hora de escribir estas líneas, como es el del propio desconcierto.

    Una actitud generalizada que se agarra a la garganta con mano de hierro, con ese dogal exacerbado que nos hace inseguros a la vez que nos convierte en indefensos. Si cada civilización tuvo su talón de Aquiles, la nuestra es y será una sociedad fallida, porque, por encima de todo, es una sociedad que consigue hacer de las diferencias e injusticias un modelo de vida sujeto a los vaivenes de la historia que se escribe en presente y que está condenada a vivir los imprevistos de una manera cotidiana y dirigida. Quizá, ese sentido metafísico de la levedad del ser debiera inducirnos a tomar medidas de autoprotección, inútiles por otra parte, pues si asumimos que somos capaces de desconcertarnos (y cómo no asumirlo), aceptamos fatídicamente que es imposible prevenir lo inesperado, si acaso, tratar de interpretarlo cuando ya es demasiado tarde, renunciando a intentar adelantarnos a las circunstancias aplicando el simple sentido común de las cosas. En definitiva, se podría decir que la sociedad global  ha perdido el valor de pelear por sí misma y se postra indefensa a merced de lo imprevisto.

    Nada peor que una humanidad desorientada; precisamente, cuando los logros de la tecnología parecían llevarnos al superhombre, han ido mutando los iconos de nuestra inteligencia y descubrimos una confusión que se despierta y acuesta cada día con nosotros, olvidada la firmeza de las convicciones y rendidos al dios infame de las falsas victorias, porque falsos son los postulados de una sociedad cobarde cuando se resigna a sufrir el caos sin saber de sus consecuencias.  Quedar perplejo no es excusa  para quedar inmóvil, no cuando esa misma perplejidad se produce gracias al síndrome coloquialmente llamado del avestruz.

    Bastante tenemos con el desconcierto que nos produce nuestro modus operandi  a diario. Vamos de sobresalto en sobresalto; cuando ejercemos la misión de la familia aparecen misioneros que quieren revangelizar lo que nos concierne; cuando aspiramos a una vida mejor surgen de improviso los despidos; cuando crees que el sol brilla entre los dientes llega un médico a decir que te quedan cuatro días. Es el desconcierto, al que llamaríamos hereditario, que se viene arrastrando con nosotros desde el principio de los tiempos. Con él contamos, incluso sin ser fatalistas. Pero, su efecto ha ido ganado tiempo e importancia, como si la felicidad jugara  al póker  y perdiera siempre, y la culpa la tienen las expectativas maquilladas con las que se nos engaña continuamente. Como se ha impuesto lo global, el desconcierto está globalizado y ya no quedan mesías suficientes para mantener la fe en nosotros mismos. Da igual que sea un habitante de Japón el desconcertado, viendo volar sobre su cabeza la amenaza de un lunático, o que sea a un emigrante en su propio país oyendo hablar de la supremacía de una raza inexistente lo que le deje perplejo; por no hablar de burdas prepotencias cuando se intenta dirigir el mundo o los fanatismos de algunos que no se sabe dónde estaban antes. Da igual, en todas partes cuecen habas.  Hay una sensación de que no pasa nada, y a la vez, de descomposición del toldo que creíamos que nos resguardaba. Sálvese el que pueda, si es que sabe, pero esta vez las mujeres y los niños no irían primero. Saltadas las reglas, el protocolo de salvamento ya no existe. Estupefacción que dejaría atónitos a los pasajeros del Titánic…aunque no a todos.

    La prensa escrita, aquel Cuarto Poder que va camino de desaparecer del ranking, suele deleitarnos con sucesos desconcertantes que ocurrieron ayer, permitiéndonos así pasar un día reponiéndonos de las perplejidades de anteayer y ausentes de las que llegan hasta que se apaguen las rotativas, eso, claro está, si no has conectado la tele, no has leído el Facebook o no te han enviado un WhatsApp, en fin, si vives en un zulo. Hoy en día, la abrumadora catarata de datos sin contrastar y de dimes y diretes es tan alienante, que algunos como el que les escribe, prefiere leer los periódicos a sabiendas que casi todo lo publicado ya es obsoleto, porque al menos, le hemos ganado un día al desconcierto generalizado. La “democratización” de las comunicaciones ha servido, además de para estimular al periodista que todos llevamos dentro, para ser el mejor y más insensible sistema para desconcertarnos. La nunca bien resuelta disparidad de opiniones juega en estos casos con el rumor y la falacia, siempre amenazantes, ajenas de servir de bocina desde la que se nos manipula e insensibles a la propagación de las llamas del incendio del desconcierto. Noticias, contra noticias, verdad, posverdad, distopía, mentiras, cinismo; detrás, simple y llanamente, la lucha por la hegemonía.

   Decía el otro día un periodista amigo, de los de verdad, — que haberlos, haylos—, que ninguna revolución puede justificar los métodos de barbarie terrorista que asola el mundo. La execrable actividad de estos asesinos que no tienen problemas para masacrar a propios y a extraños es el fenómeno más influyente en el Gran Desconcierto. Hemos pasado del cómodo rincón de nuestro cuarto oscuro a temer de los vehículos de carga, de los conciertos de rock, de las concentraciones festivas. Nos quieren hacer volver al mundo del carburo, que apenas iluminaba nuestros pies, y ojalá no haya que temer que se acabe el carburo. Él se desconcierta, nosotros nos desconcertamos, ellos se desconciertan, yo me desconcierto. Antes, la injusticia nos indignaba. Ahora, nos desconcierta su efecto mientras seguimos indignados. Injusticia y desconcierto tocan a cuatro manos sobre el teclado del ser humano. Podrían ser los nuevos jinetes del Apocalipsis.

   Cuando esta reflexión llegue a sus manos, lector, el tiempo habrá resuelto, o no, esa extraña impresión de que andamos hacia tras en el suelo patrio. El tristemente famoso episodio secesionista orquestado por los que creíamos primos hermanos, vive en estos días en que escribo, desquiciado. Nos desquicia y desconcierta la situación y hago votos para que cuando Crisis salga a la calle, éstas no estén ocupadas de segadors y charnegos en pugna cainita. Desconcierta comprobar que el dichoso Seny era sólo una fachada para tapar el cinismo supremacista.

   Impele el — ¡adelante!— a seguir corriendo rumbo a ninguna parte, como pobres descarriados a los que no aguarda una meta, y nos sentimos solos, millones de solitarios que se desconciertan por carecer de respuestas, millones de soledades en cada puerta entreabierta, zombis que deambulan por los puertos que no ofrecen destino. Somos una sociedad fallida por no saber mirar atrás de vez en cuando. Aunque improbable, puede que las Antiguas Escrituras sean las responsables  de que el miedo a acabar como estatua de sal persista en los códigos de parte de la humanidad; de otra, no nos hacemos responsables porque sí parecen  mirar atrás. Los unos y los otros tendemos a tropezar mil veces en la misma piedra, lo que nos devuelve a lo global del desconcierto.

     La representación del esperpento en que se vienen convirtiendo las cosas importantes invita a la reflexión y a la templanza. Más de una vez habría que dar un golpe en la mesa con un — ¡Ya basta! — para dejar sentado que no asentimos, pero, ay, no lo hacemos, conscientes o no, cómplices o sí de nuestros miedos. Si no fuera porque no tiene gracia, se diría que al desconcierto nos lo ganamos a pulso dejando que la sorpresa nos gane la partida. Llegados hasta aquí, al desconcertarnos, todavía le imprimimos más valor a muchas de las cosas que dábamos por entendidas.

(publicado en Crisis #12)

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