Los buitres cavarán tu fosa, quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   La memoria nos gasta bromas. Hemos perdido el contacto con la realidad, así los colores, así los olores, así las sensaciones. El quiosquero de la esquina aspira a que la verdad sea la reconciliación entre lo general y lo particular, pero eso, hoy, es muy difícil.

   El hombre ya no es soberano de sí mismo, sino que es resultado de una operación algorítmica que lo domina sin que lo perciba. Estamos en una fase debilitada de la comunicación y necesitamos una carta digital que recupere la dignidad humana, o sea, pensar en una renta básica para las profesiones que devorarán las nuevas tecnologías.

  Está claro, afirma el quiosquero, que las tiendas pequeñas, ahogadas por la crisis, la subida de impuestos, los grandes centros comerciales y la bajada del consumo a minoristas, tienen los días contados. La memoria, en efecto, nos gasta bromas. La presión fiscal es desproporcionada al volumen de ventas. El esfuerzo del pequeño comerciante no se ve respaldado desde las altas esferas. La responsabilidad, en buena parte, es política. Y no están por la labor. Hacen contratos con las franquicias aunque se carguen veinte comercios. Hay que mirar por las tiendas de cada población, el verdadero tejido interior. Los pequeños comerciantes se afanan por sobrevivir a la crisis y no cerrar los establecimientos que, en muchos casos, han adquirido por legado familiar. Las ventas de los minoristas han descendido salvajemente. Muchos se han visto obligados a colgar el cartel de “se vende” en la puerta de sus negocios y otros multiplican sus esfuerzos en busca de soluciones creativas e innovadoras. Poco antes de bajar la persiana, un parroquiano del quiosquero le dice que hay que dejar el pasado a los historiadores y el diseño del futuro a los innovadores. Pero alguien tiene que pelear el presente.

  De esta memoria que nos gasta bromas, y algo más, hablaba, hace un lustro, el quiosquero de la esquina en un reportaje a cuatro páginas escrito por Esther Ortega para la revista ‘Interviú’, en un número en que compartía espacio con Onix Babe, la diosa del porno lésbico español. Casi trescientos números después de esa crónica, la revista de ediciones Zeta ha dejado de salir en los quioscos. Y ha caído como irán cayendo, ay, más revistas y periódicos, hasta su práctica desaparición. El papel no vende. Tiene los días contados. Como los quioscos. Como los pequeños comercios. Pero el quiosquero de la esquina, cabezón, sigue. Lo aprendió de Joe Rígoli. Un verso luminoso (por triste) de Unamuno dice esto: “Me destierro a la memoria”. Acaso lo escribió para decir que lo que jamás convence es el olvido.

  Y cómo olvidarnos de una revista de quiosco que ha sido la biblia de nuestra educación sentimental adolescente. Muchos pasamos de los tebeos a ‘Interviú’ sin darnos cuenta, como si no hubiera mucha diferencia entre las aventuras de ‘Mortadelo y Filemón’ y los reportajes de investigación que salían en el semanario que creó Antonio Asensio. El destape y la crítica al poder político como sustancias que acreditaban el cambio de régimen sin poner apenas nada en peligro. Anarquía dentro de un orden, como repetía el heterodoxo Buñuel. ‘Interviú’ fue la revista de los que venimos de un silencio antiguo. Y de los que venimos de los quioscos cercanos a casa. La revista que nos erotizó y nos politizó. La de la descarga seminal y de denuncia. Nació en 1976 y ha muerto a principios de este 2018. En total, casi dos mil doscientos números y muchas tetas, muchos culos y mucho periodismo bien entendido. También mucho morbo, mucho sensacionalismo y mucha masturbación. Y en una época en la que el papel era indispensable, no como ahora. Cuarenta y dos años de nuestra historia.

  ‘Interviú’ nos enseñó a mirar y a leer. También a admirar el humor de Martinmorales, de Gila, de Eneko, de Mingote, de Romeu. Y a mirar los cuerpos desnudos de Marisol o Nadiuska, de Sabrina o Samantha Fox, de Bárbara Rey o María José Cantudo. Y a leer las columnas de Umbral, de Cela, de Cándido, de Vázquez Montalbán, de José Luis Balbín, de José María García. O las crónicas de la España negra. O el consultorio sexológico del doctor Serrat. O los reportajes de Luis Cantero, de Andrés Sánchez, de Joaquín Vidal, de Alberto Gayo, de Fernando Abizanda, de Inma Muro, de Gonzalo López Alba. Admitiendo que la objetividad no existe, hay muchas definiciones de lo que debe ser un periodista, pero una de las más brillantemente concisas la escribió precisamente Gonzalo López Alba en uno de sus artículos en ‘Interviú’: “El periodista es un ciudadano al servicio de los demás que relata, analiza e interpreta lo que ocurre para facilitar la formación de juicio y la toma de decisiones aportando conocimiento”. La lucidez de López Alba, fallecido casi a la par que ‘Interviú’, no parece estar, ahora mismo, en una profesión tan desprestigiada, cuando la emoción sobrepasa, en muchas ocasiones, al razonamiento.

  Cuando la prensa ejercía su poder innato, la credibilidad era su signo. El periodismo, hoy, es un ejercicio de incomunicación. Y de manipulación. ¿A dónde ha ido a parar el otrora considerado “cuarto poder”? Tristemente, la prensa independiente ha fallecido de una larga enfermedad. La nuclearización de los medios de comunicación, los créditos bancarios, la precariedad laboral y el pensamiento único han acabado con ella. No hay imparcialidad, ni equilibrio, pues todo depende de qué tipo de subvenciones recibe. Y todo se reduce, al final, a un plan ideológico establecido. En periodismo, si eres uno más, serás uno menos. Hay que demostrar el valor, más allá de la marca del medio. Los periódicos no ahondan nunca en las miserias de sus afines ideológicos. Ese sometimiento de la información a servidumbres partidistas ha dañado mucho la credibilidad de la prensa.

  El quiosquero vendía revistas de ‘Interviú’ como churros. Era la época dorada de la prensa española. Hoy, maldita sea, los quioscos se han quedado desnudos. Los periódicos, esqueléticos, son como las antiguas “hojas del lunes”, y los quiosqueros echan a andar desnudos de todo, desprovistos de las cosas, por decirlo con la periodista y escritora Cristina Fallarás. Hasta los lectores del diario deportivo ‘As’ andan desorientados, que a su contraportada favorita le han puesto traje. La prensa, ya (no) lo vemos, se viste con cuatro trapos. Demasiados fallos en cadena. Demasiados buitres cavando fosas. Demasiado para el quiosquero de la esquina.

  La prensa, maldita sea, agoniza. Desarbolada. Sin corresponsales. Sin anunciantes. Sin noticias de primera mano, comprando la información a las escasas agencias que aún quedan. Sin tetas, recuerden, no hay paraíso. Cuando ya ni las putas se anuncian, mal asunto. Sin trato personalizado. Sin copas gratis. Sin masajes tántricos, sensitivos, integrales. Sin terminaciones felices. Sin culitos respingones. Sin felaciones ni cubanas. Y es que el progreso no tiene piedad. El progreso, como la expansión del universo, se va haciendo de día en día más veloz. Deprisa, deprisa. No espera a nada ni a nadie, ocasionando una acelerada mortandad entre las cosas. Ya murieron, sin irnos más lejos, los casetes y las cintas de vídeo. Y la máquina de escribir. Y nuestros seres queridos. Y morirá el papel de periódico, cuya producción solo se mantendrá mientras haya algún activo. Y ni siquiera les darán tiempo. No hay vuelta atrás. Y aunque los hombres, como las cosas, se esfuercen en perseverar, todos seremos polvo del polvo.

  La prensa, ese termómetro de nuestra sociedad que se revela lo que puede para seguir pegada a la veracidad de las noticias, fue denominada, no hace tanto, cuarto poder, esto es, y tenía el papel de sobrevivir e influir con independencia a los poderes fácticos. Luego, maldita sea, vino lo que vino. Así las grandes corporaciones. Así las licitaciones de frecuencias. Así la balanza de pagos. Así los beneficios. Todo a la vez. Y a la mierda la ética y la estética, suponiendo que sean cosas diferentes. Hoy se cierran revistas, periódicos, tiendas, fábricas, lo que sea. Apenas hay quioscos y no tardarán en aparecer las revistas de corazón en una estantería de la farmacia.

  Mientras la memoria gasta sus bromas, el quiosquero de la esquina silba un blues a la muerte. En su derecho está. Porque ha cumplido con su larga jornada laboral y es hora de bajar la persiana. Mañana será otro día. Bien dijo Michel Houelleberg que la vida empieza a los cincuenta, lástima que se acabe a los cuarenta.

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