De paso / Daniel Arana

Por Daniel Arana

    Vivimos malos tiempos para casi todo. Derrotada y cautiva la inteligencia, cada cual y cada quien elige embarcarse en una cruzada u otra para dar rienda suelta a sus frustraciones y, sin zarandaja ni remilgo, enarbolará ésta o la otra banderita.

   Como si esos dichosos trapos, del color que sean, significasen algo más que un mero fragmento de tela. El mejor de todos ellos –hipérbole de la frustración, cuando no directamente de la ignorancia– es, hoy por hoy, el gallardete de la política.

   Para muestra, un botón, a modo de crónica:

    ¿Que un tipo entra en un instituto de Norteamérica y se dedica, à la Rambo, a exterminar a todo quisqui viviente? Evítese el drama. Se rezan oraciones desde la Casa Blanca, ahora habitada por un sujeto de mentalidad tan dudosa como su estilismo.

   «Armemos a los profesores», dice la estrella del Despacho Oval, en un discurso que haría sonrojar al mismísimo Charlton Heston (por otra parte, uno de los más grandes actores que jamás dio Hollywood), en sus discursos para la Asociación Nacional del Rifle.

   Excusa que aprovecha la descuajeringada izquierda española para sus irritantes -y un pelito catetas- soflamas antinorteamericanas, aunque los pantalones que portan y las hamburguesas con las que se robustecen sí lo sean. La venta armamentística es, desde hace mucho tiempo, una de las más rentables empresas del mundo y todos los gobiernos se lucran de ella. Así que convendría, por un momento, sacar la cabeza del sumidero anti-yankee y estar a la mira del resto del mundo. En fin, es un consejo.

    Seguimos viajando por el mundo y descubrimos que parte del personal humanitario de una renombrada oenegé contrató a prostitutas para orgías. Todo ello, claro, con el dinero de la organización y durante una misión en la devastada Haití de 2010. Los responsables de ese negocio que es, al fin y al cabo, toda oenegé, repiten incansables y con ambiguas fluencias que la culpa es de unos pocos, que nadie sabía nada y que depurarán responsabilidades. Aguarden ustedes, lectores, a la próxima guerra, y les contaré qué queda de todo ese palabrerío desharrapado.

   En nuestra tierra, tres asuntos hay que no terminan.

   Por un lado, la violencia inmisericorde de las asociaciones de hinchas futbolísticos. El último ejemplo lo tenemos en Bilbao, cuyo centro quedó hace una semana literalmente en estado de guerra, merced a los seguidores más radicales del Athletic de Bilbao y los del Spartak ruso, ultraderechistas confesos (y hasta convictos, en algún caso), que destrozaron todo tipo de mobiliario urbano en su batalla –nunca estuvieron dos bandos contrarios más hermanados que en casos así-, causando incluso la muerte por infarto de un inocente ertzaina. Los clubes bajan la cabeza, cuando no directamente toleran, ante la presencia de estos psicópatas. Los indignos políticos desaparecen, en caso, claro está, de que no se sirvan de ellos para apoyar ciertas causas que omitiré aquí, por pudor y casi vergüenza.

   Otro de los asuntos es el despropósito, cada vez más parrandeado, de los líderes independentistas. Ahora, los republicanos y protomarxistas se fugan a monarquías o paraísos fiscales, emblema del neoliberalismo. De la morosa guedeja pasamos al corte elegante, ligero y refinado, con un toque sutil de modernidad. Pero cambiar las pantuflas por zapatos, aunque parezca más cómodamente conyugal, es sólo otra articulación de la misma simpleza. Huir en dirección a los edenes del capitalismo y visitar novedosos talantes será la moda, habida cuenta de esa gripe intelectual y ética que padecen, pero el patetismo que subyace en todo este asunto no lo arredran quienes aún consideran héroes a lo que, en realidad, sólo son arredomados farautes del politiqueo más hortera.

   Mientras tanto, qué mejor forma de dar ejemplo –y así llegamos al tercer asunto, pero no por ello menos relevante- que lanzar balones fuera, como hace el presidente del gobierno –por seguir llamándolo así– y olvidar que su organización se ha dedicado al atraco de la desprotegida nación, sin hallar en ello impedimento alguno del resto de fuerzas, tan pobretonas como el que más.

   La corrupción del actual gobierno, descarada y galopante, se ampara, además, en una antidemocrática Ley Mordaza, con la que se encarcela o fustiga a cualquiera que exprese una opinión discordante.

   Patente ha sido el sumario del rapero Valtonyc, aunque, en este caso, bien es verdad que alguien –mejor un juez que los lamentables tertulianos televisivos– tenía que explicarle que es un delito amenazar a otros seres humanos con el asesinato, por no hablar de la mofa de un terrorismo que tantos cientos de muertos ha dejado en este país. Bastaba, empero, con obligar a este iletrado moral, a este necio de los derechos humanos, a retirar sus «canciones» y multarle, para que quedase más claro. Pero nunca la prisión por expresar algo –vomitarlo, en este caso– aunque lo expresado sea directamente indigno y monstruoso.

   Así pues, y en conciencia, mi repudio desde aquí a la infame condena y al infame condenado.

   Distinto, aunque parte del mismo problema, es secuestrar un libro de las librerías, simplemente porque destapa la podrida olla a presión de las corruptelas políticas. Esa censura es, en la modesta opinión de quien suscribe, un acto totalitario, más digno quizá de una república bananera o del propio franquismo, que no enterró, tan bien como pensaba, la sacrosanta Transición del 78.

   Y es que, si la política fuese una novela, debiéramos culpar a sus artífices de haberle dado premura al desenlace, de haberse liado la manta a la cabeza, enmarañando al máximo la trama y entusiasmándose con una serie de personajes que, de izquierda a derecha, resulta tan mediocre como estúpida.

   Bien pagados ellos, eso sí, pues apenas bastarán unos años dedicados a holgazanear en las instituciones, para cobrar una vergonzosa paga vitalicia.

   De paso, una pequeña lectura de Aristóteles les iría bien para que aprendiesen principios mínimos de ética. Súmenle otra, acaso más prolija, de Montesquieu, para aprender algo sobre justicia, porque, hasta ahora, sus estipendios por desvalijar la caja de las pensiones, mantenerse en los cargos ad infinitum para continuar su fraude o, en fin, hacer apología de bobas alteraciones gramaticales en aras de no sé qué pendencia, resultan un precio demasiado alto.

   Créanme que, a la larga, sale caro financiar despropósitos.

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