– Cariño, no puedes limpiar el cuarto de baño con limpiacristales.
– Anda, ¿y por qué no?
– Pues mira, no es sólo que el limpiacristales no desinfecta. Es que además no luce como la lejía con detergente.
– Sí que luce. Mira el váter, por Dios. Está brillante. Y la lejía me ataca la nariz. Me deja ese olor metido ahí dentro… que se me queda ya para todo el día, ni el tabaco sabe igual, ni puedo comer a gusto, ni siquiera huelo el ambientador.
– Ya… te entiendo, cari. Pero vamos a ver si te lo puedo explicar mejor. Mira: había una vez un rey que tenía dos hijas. Todo el mundo los quería porque formaban una familia feliz, vamos, que todos los súbditos querían ser como ellos y por ellos estaban dispuestos a trabajar, a luchar, incluso algunos a morir.
Cuando el rey ya estaba mayor se descubrió que una de las infantas había estado… bueno, a ver cómo te lo digo… había estado…
– ¿Había estado qué, coño?
– Pues que había estado metiendo la mano en la caja del tesoro real.
– Ah, ya.
– Y entonces, pues claro, con el rey tan mayor y la infanta imputada en un juicio…, imagínate: los jueces, los abogados, los pregoneros; total, un auténtico follón real… Aunque hubiera sido inocente, ya sabes, la gente ya no estaba dispuesta a pasar por aquello y ahora les sabía mal trabajar, luchar, incluso los que estaban dispuestos a morir por ellos ya no parecían tan decididos.
– ¿Y qué pasó entonces?
– No lo sé, y tampoco importa mucho. Pero ¿tú has entendido lo que te quiero decir?
– ¿Que hay que tener cuidado para no pillarse los dedos?
– No, mi rey, no es eso. Lo que yo te quiero decir es que si vas a seguir viviendo a mi costa el cuarto de baño no sólo tiene que parecer limpio, ¡tiene que estarlo de verdad!