Por Juan Marín
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El ambicioso y legítimo sueño aragonés de tener un Guggheim ha acabado en fiasco. El edificio del Instituto Aragonés del Arte y la Cultura Contemporáneos ya se ha ganado el apodo popular de «el Mazinger» porque ciertamente recuerda a Mazinger Z, ese robot japonés de los 70, pero en una versión descuajeringada.
Da como miedo pasar por delante, pues tiene un aspecto agresivo y amenazador, imponente pero un poco tambaleante. No sé, pienso que no habría tenido un aspecto tan negativo si hubiera sido colocado en una explanada o al lado del río, es decir, con mucho aire circulando alrededor y suficiente espacio para ser contemplado con diferentes perspectivas. Pero se ha colocado en una calle, toda ella edificada, y pegando a bloques de viviendas de los años 60 y el transeúnte solo puede mirarlo de abajo arriba (creo yo que con temor y extrañeza). ¿Qué pasa? ¿Es que no estamos preparados para la arquitectura moderna? Es posible pero conviene recordar que no toda la arquitectura moderna es buena (también puede ser horrorosa, por qué no) ni surge un Foster o un Frank O. Gehry en cada pueblo y cada día. Hay que ser humildes y este nuevo edificio del museo Pablo Serrano es, ante todo, pretencioso.
No obstante, las opiniones publicadas en la prensa local sobre esta construcción han sido unánimemente elogiosas. En el suplemento Artes y Letras de Heraldo de Aragón (28/04/2011), leo un artículo a doble página de Jesús Marco Llombart, en el que dice que supone «un nuevo discurso sobre el verticalismo como una nueva forma de pensar la ciudad frente al lacónico bidimensionalismo». Hombre, no sé, pienso que el verticalismo es ya un discurso muy antiguo (tan antiguo como la especulación del suelo) y que ha dado grandes paisajes urbanos, como Nueva York o Benidorm, un poner. Pero antes, su entusiasmo le había hecho escribir que en el interior «el grave murmullo de las escaleras mecánicas rebota sobre el revestimiento metálico de la pared para fundirse con la música de los zapatos del público que acarician la cerámica del pavimento». Corroboro que hay muchas escaleras mecánicas (y no fáciles de subir y bajar en continuidad); sobre la música de los zapatos, tengo mis dudas o quizá es que yo esté perdiendo oído. Basten estos dos párrafos, pues, como ejemplo del encendido elogio que el señor Marco dedica a la obra de su colega José Manuel Pérez Latorre, del que acaba escribiendo que «con cada obra inicia un viaje presidido por la persistencia, la imaginación, la exuberancia, y por encima de todo, por la insaciable búsqueda de la experimentación creativa». Bueno, pues sí, de todo menos mesura.
A través de la revista online «El pollo urbano», leo un artículo de Eugenio Mateo, quien, aunque es muy crítico con el interior y el contenido del museo, sí que alaba el edificio como nueva aportación al paisaje urbano de Zaragoza y lo conecta con otros espacios expositivos del mundo como el MOMA de Nueva York, el Guggenheim de Bilbao, el MUSAC de León o la Tate Modern de Londres, entre otros. Me permito discrepar en parte, pues la arquitectura de estos museos no va en la misma dirección en todos ellos: el Museo de Arte contemporáneo de Barcelona, obra de Meier; el MUSAC de León, de Tuñón y Masilla; el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga en la desembocadura del río Guadalmedina, obra de Gutiérrez Soto (las lista sería más larga) son edificios que no se ven hasta que uno se acerca a ellos, porque han sido muy respetuosos con el entorno y ni siquiera se atreven a romper la línea del cielo del barrio donde se ubican. El Guggen y la Ciudad y las Artes y las Ciencias de Valencia sí que son arquitectura espectáculo y creo que ese camino es el que ha querido seguir Pérez Latorre. Pero esa arquitectura en la que prima el continente sobre el contenido, cuya meta es el impacto y que ha sido aupada, sin ningún rigor, por los medios de comunicación y las instituciones políticas, ya se está pasando de moda. Quizá es ya tiempo de volver a los principios de Vitrubio: la función, la construcción y la consecución de la belleza. En este orden. Quizá ya sea tiempo de reordenar los valores arquitectónicos y de esto habla mi admirado Alberto Campo Baeza (de quien hay una casa en el barrio zaragozano de Montecanal).Recomiendo vivamente la visión de este documental (Los oficios de la cultura, La 2 de RTVE)en el que Campo Baeza trata de transmitir su concepto de lo que es la arquitectura a un joven licenciado y que se constituye en toda una reivindicación de una «arquitectura serena, callada, silenciosa, que es la que perdurará en el tiempo». Oyendo a Campo Baeza, se puede entender el rechazo de algunos zaragozanos al nuevo museo Pablo Serrano.
Pero, aunque a los defensores de esta obra de Pérez Latorre se les escapa alguna vez que es polémica, la polémica no se ve por ninguna parte. El que discrepa, calla y, así, la cultura aragonesa se convierte en puro compadreo, en un concepto muerto por carecer del más mínimo espíritu crítico, por silenciar cualquier debate posible. Cuando comento esto, nadie está en desacuerdo conmigo, y la culpa se la echan a los medios de comunicación: sí que hay discrepantes, dicen, pero no hay donde se pueda discrepar. Servidor se permite discrepar aquí. Y perdón por hacerlo.