Colchón de púas: ‘El paisaje en dos poemas de América: un canto de los indios Tewa y un poema de Salvador Díaz Mirón’


Por Javier Barreiro

       El descubrimiento romántico del paisaje tiene tan sólo dos siglos.

     Sin embargo, esa concepción anda tan imbricada en nuestra sensibilidad y afecta tanto a nuestras percepciones que parece sorprendernos la evidencia de que grandes escritores anteriores –el Arcipreste, Garcilaso o Cervantes, por citar tres emblemas- lo ignoren, lo tomen como una mera escenografía clásica heredada -el locus amoenus- o transiten por él con mucho menor entusiasmo que lo hacen ante un palacio o una catedral. De hecho, es la misma actitud que la del rústico morador de un maravilloso paraje natural: se sorprende de que ese río, ese bosque, ese paso angosto entre montañas soberbias, con los que siempre ha cohabitado, despierten la atención de alguien. En cambio, se marea con su primera visita a una capital, le supera tanto esplendor, esa capacidad humana de construir y crear belleza distinta.

     Sin embargo, en la poesía primitiva, en la poesía cantada anterior a la escritura podemos percibir, si no el latido del paisaje, sí el asombro, el estupor, el agradecimiento a esa tierra de la que el hombre se considera una proyección y en la que vive absolutamente integrado, con lo que cantarla es también un cantarse a sí mismo, un himno a esa vida de la que se desconoce todo y, a la vez, todo se percibe , al revés de lo que le sucede al contemporáneo. Del mismo modo, la fascinación que para este contemporáneo ejerce la poesía primitiva, lejos de basarse en las complejas connotaciones que para el lector avezado suscitan las elaboradas estructuras sintácticas o audaces polisemias postmallarméanas, estriba en la sencillez de sus imágenes, en la ausencia de retórica, en la pureza de un lenguaje no viciado por exceso de referentes.

      Se trata de una visión del mundo desprovista de interpretaciones. El mito es aquí tan natural y cercano como el ruido de la fuente, el bisbiseo del viento, el piafar de los caballos. Lo inmediato se hace eterno, lo concreto se universaliza, el tiempo no es sucesivo sino cíclico, lo que se manifiesta en un ritmo repetitivo que, en muchos cantos primitivos, se hace machacón pero nunca en la hermosa poesía conservada de los pieles rojas de América del Norte, uno de cuyos ejemplos me propongo comunicar aquí. En ella el tiempo que reverbera se manifiesta intenso tanto en el declinar como en el renacer y, sin embargo, no hay temporalidad estricta sino discurrir, fluencia de un mundo que se manifiesta tan predeterminado como perfecto.

CANTO TEWA AL TELAR DEL CIELO

¡Oh Tierra, madre nuestra!
¡Oh Cielo, padre nuestro!
Aquí están vuestros hijos
que con cansados miembros,
hoy vienen a traeros
los dones de su amor.

A cambio, os lo rogamos,
tejednos sutil manto
que tenga como urdimbre
la blanca luz del alba,
que tenga roja trama:
luz del atardecer.

Y tenga como franjas
los chorros de la lluvia,
del iris los colores,
del sol el resplandor,
para andar dignamente
donde la hierba es verde,
para andar dignamente
allá por el azul.

¡Oh tierra madre nuestra!
¡Oh, cielo padre nuestro!
os piden vuestros hijos
un vestido de luz.

     Maravilla verificar la carga de amor universal y cósmica concordancia que esta poesía transmite, la fuerza de una raza tan integrada en su entorno que poesía y naturaleza se confunden e identifican: el mundo interior es incomprensible sin el espacio externo. Tan sólo algún francotirador como Walt Whitman recogió la simiente diseminada por estos maestros ágrafos y supo expresar en su poesía la plenitud de la naturaleza en armonía con el hombre. Recuperar el canto frente al argumento, la palabra frente al discurso, el destello frente al texto es una experiencia que nos purifica, que nos hace respirar más hondo. Robert Graves ha escrito páginas magistrales sobre estas cuestiones y a él debe acudir quien desee calar más adentro.

     Poesía que transpira libertad, que nos sumerge en un cosmos preadámico, anterior a la culpa y, tal vez por ello, nos acusa. No es la manoseada nostalgia del paraíso perdido, la consabida restauración de una identidad colectiva que se esfumó, sino algo más extraño: una suerte de desalada melancolía, la responsabilidad y la nostalgia de haber dejado escapar esa magnificencia, esa armonía, esa plenitud que hubo de disfrutar un pueblo capaz de cantar estos admirables himnos.

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     Algo más tarde y algo más al sur, Salvador Díaz Mirón escribía Lascas, el libro más hermoso y perturbador del modernismo mejicano. Pese a la singularidad de esta obra y a su indudable rango artístico, apenas ha recibido atención a este lado del Atlántico. Y tampoco demasiado al otro. La razón puede residir en la tradicional aversión de la crítica hispánica hacia lo raro, feo, conflictivo o heterodoxo. Ni siquiera en Méjico donde han aparecido numerosos libros sobre la obra del poeta –al fin se trata del mayor modernista mejicano y de uno de los mayores del movimiento estético más potente que ha dado América- se ha estudiado con la asiduidad otorgada a otros autores menores.

Por su parte, Díaz Mirón fue un personaje conflictivo en obra y vida. Nacido el 14 de diciembre de 1853, a los veinticinco años queda inútil del brazo izquierdo a consecuencia de los disparos de Martín López, a quien había provocado. Gustaba de dibujar a tiros de revólver las iniciales de su nombre. En 1879 reta al gobernador Luis Mier y Terán. Éste consigue que un jurado compuesto por amigos suyos declare la nulidad del duelo, aunque en este caso acompañara la razón al poeta. En 1879 es provocado y agredido por Federico Wólter, al que mata de dos disparos. El episodio le deja con cicatrices en la cabeza y en el alma que le acompañaron siempre. Pasó cuatro años en la cárcel sin que saliera el juicio en el que finalmente fue absuelto. De su estancia en prisión procede la mayor parte de la redacción de Lascas. Su posterior actividad política no volvió a ser tan desinteresada e idealista como hasta entonces. En 1910 provoca un incidente con otro diputado, Juan C. Chapital, al que, además, dispara. El agredido, hombre muy fuerte, consiguió desviar el brazo del poeta y no fue herido. A Díaz Mirón se le desaforó como diputado y volvió a pasar seis meses en prisión. Participó como protagonista en otros duelos y dio muerte a alguna otra persona, como Roberto Berea Arizmendi. Las anécdotas que dan fe de su carácter orgulloso, irascible y pendenciero son, por demás, numerosas. Tanto es así que en 1925, con motivo de un homenaje que se le quiso rendir, un grupo de poetas vanguardistas mandó al comité organizador este telegrama:

     En vista calentamiento ese Comité para encontrar digno homenaje a poeta Pérez [sic] Mirón, sugerimos consista en pistola con inscripción memorables hazañas.

    Hasta el fin de sus días siguió con las pendencias. En 1927 agrede a un alumno del colegio en el que era director y es cesado. Muere el 12 de junio de 1928.

     Este extraño personaje da a las prensas en 1901 este libro, Lascas, cuajado de sensibilidad, fiereza y brillantez, donde esplende con luz propia lo que fue una de las constantes del modernismo: el chapoteo en la degradación y el extrañamiento que acompañó a su rutilante estética.

     Los modernistas habían vuelto a dar carta de naturaleza a la tradición del malditismo que, aunque fundamentada en los románticos, se había mantenido sin quiebras a lo largo de todo el siglo XIX. Su poesía es una constante exposición de la imposibilidad de concertar ideal y experiencia (“los azoramientos del cisne entre los charcos”), como se expresa en esa deslumbrante biblia de la contradicción modernista que constituye el primero de los dos nocturnos de Cantos de vida y esperanza. Pero no debe olvidarse que no sólo se trataba de la consabida tensión espiritual que afecta a todo creador. El mundo que pisaba el modernista –español o iberoamericano, fini o primisecular- era duro, negro y expresionista en su cotidianeidad, donde miseria, desmesura, crueldad y tremendismo eran moneda corriente. La realidad no permitía el mantenimiento constante de una idealización culpable. La truculencia de la vida no podía permanecer alejada de sus manifestaciones estéticas. El exceso estaba en ella, al igual que lo estaba en la estética del modernismo. Como la bohemia –inquerida, la llamó Rubén- no era elección sino necesidad y recurso, independientemente de que se termine por amar las pajas entre las que se nace, el estiércol entre el que se pasta. Frente al jardín cerrado se alzaba la montaña de cieno.

     Confluían, pues, en la poesía de Díaz Mirón las corrientes estéticas de su tiempo, las peculiaridades del mundo físico en que desenvolvió y, sobre todo, las inclinaciones personales: una sensibilidad extraña, abrupta, fuertemente sensual y agresiva que deparaba flores de continua rebeldía. Uno de los poemas más atacados del libro desde un criterio moral, por su crudeza, y también uno de los más bellos y característicos es el largo “Idilio”. En su primera parte hay una descripción del paisaje que debe contarse como una de las más fascinantes de la poesía en castellano de todas las épocas. En ella aparece el contraste entre la suma plasticidad y su estética cruel y deformada, con resabios naturalistas:

Distante, la choza resulta montera
con borla y al sesgo sobre una mollera.
El sitio es ingrato, por fétido y hosco.
El cardón, el nopal y la ortiga
prosperan, el aire trasciende a boñiga,
a marisco y a cieno; y el mosco
pulula y hostiga (vv. 10-16).

     En este marco una rústica huérfana urgida por las pulsiones de la naturaleza, deambula confusa por las montaraces soledades hasta sugerirse el incesto:

Y por siembras y apriscos divaga
con su padre, que duda de serlo;
y el infame la injuria y la estraga
y la triste se obstina en quererlo.
Llena está de pasión y de bruma,
tiene ley en un torpe atavismo,
y es al cierzo del mal una pluma…
¡Oh pobreza! ¡Oh incuria! ¡Oh abismo! (vv. 112-119).

      En su última parte el poema se vuelve a sumergir en una rutilante, efectista y mareante descripción paisajística y vuelve a aparecer el elemento provocador de la lujuria en la figura de “un borrego de gran cornamenta / y pardos mechones de lana mugrienta”, que copula con una oveja. Los versos finales son antológicos.

La zagala se turba y empina…
y alocada en la fiebre del celo,
lanza un grito de angustia y de anhelo…
¡Un cambujo patán se avecina!

Y en la excelsa y magnífica fiesta
y cuál mácula errante y funesta,
un vil zopilote resbala,
tendida e inmóvil el ala (vv. 166-173)

     La capacidad de Díaz Mirón para combinar ideal, descripción, anécdota, referencias clásicas y humanísticas con su perturbadora visión del mundo aparece por doquier en este “Idilio”, desde cuyo título ya se nos sugiere el sarcasmo. Como de costumbre, los extremos se tocan: la crueldad y fiereza del poeta van casi siempre acompañadas de la piedad por los desdichados. El sarcasmo comparece con el rictus de ternura, el mejicanismo, con el cultismo. Estamos en pleno revoltijo de tendencias que ejemplifican esa conjuctio oppositorum, tan representativa del fin de siglo y por la que camparon desde el romanticismo a las vanguardias y que tuvo sus referentes más explícitos en simbolismo, modernismo y expresionismo, sin olvidar los pujos herméticos y teosóficos de los que, al parecer, Díaz Mirón se mantuvo más alejado que otros contemporáneos, sin que esto implique su exclusión de los mismos. No me resisto a reproducir otros versos paisajísticos de “Idilio” que ejemplifican alguna de estas afirmaciones:

El fausto del orbe sublime
rutila en urente sosiego;
y un derribo de paz y de fuego
baja y cunde y escuece y oprime.

Ni céfiro blando que aliente, que rase,
que corra, que pase.

Entre dunas aurinas que otean,
tapetes de grama serpean,
cortados a trechos por borlas hostiles,
que muestran espinas y ocultan reptiles.
Y en hojas y tallo un brillo de aceite
simula un afeite.

La luz torna las aguas espejos;
y el mar sin arrugas ni ruidos
reverbera con tales reflejos,
que ciega, causando vahídos.

El ambiente sofoca y escalda;
y encendida y sudando la chica
se despega y sacude la falda,
y así se abanica (vv. 137-156).

      El testigo ha dejado de ser inocente, la intervención humana ya no es una prolongación o resultado del marco paisajístico sino, al contrario, un chafarrinón que corrige la armonía universal, como echándonos en cara la culpa y la historia. Así este impresionante soneto de Lascas

EJEMPLO

En la rama el expuesto cadáver se pudría,
como un horrible fruto colgante junto al tallo,
dejando testimonio de inverosímil fallo
y con ritmo de péndola oscilando en la vía.

La desnudez impúdica, la lengua que salía,
y alto mechón en forma de una cresta de gallo,
dábanle aspecto bufo; y al pie de mi caballo
un grupo de arrapiezos holgábase y reía.

Y el fúnebre despojo, con la cabeza gacha,
escandaloso y túmido en el verde patíbulo,
desparramaba hedores en brisa como racha,

mecido con solemnes compases de turíbulo.
Y el Sol iba en ascenso por un azul sin tacha,
y el campo era figura de una canción de Tíbulo.

      El poema tiene todos los visos de estar basado en una observación real, en unos tiempos en que esta escena no debía ser demasiado extraña en los caminos mejicanos. Toda la crueldad de la imagen descarnada del fantoche ahorcado es mostrada con la potencia y expresividad características de este poeta feroz, pero, excepcionalmente, en los últimos versos, se desvela el contraste con la naturaleza esplendorosa que nos hace considerar este poema como una muestra –el “ejemplo” del título- de la funesta obra del hombre frente a la belleza e inocencia del entorno natural. En efecto, ese “horrible fruto colgante” es como un error (“inverosímil fallo”) provocado por la acción humana que convierte lo que debieran ser los carnosos y munificentes frutos del árbol es un espantajo maloliente y patético. La impactante representación visual del primer cuarteto se incrementa en el segundo con los rasgos naturalistas y preesperpénticos (“alto mechón en forma de cresta de gallo”) que siluetean la figura del ahorcado. Como se dijo, sólo una versión del natural puede explicar los detalles. La disparidad entre la inocencia y belleza del paisaje con la acción humana se percibe también en la crueldad de esos arrapiezos que espantan su terror con la mofa.

   El contraste del horror y la muerte con la naturaleza viva se vuelve a plantear en el primer terceto pero es en esos dos anticlimáticos versos finales, donde vemos todo el alejamiento del hombre de su paraíso, todo el error que constituye su peripecia.

     El lector sabrá extraer consecuencias de poemas tan lejanos en su concepción y en su cultura aunque tan cercanos en el espacio -los tewa proceden del sudoeste de los Estados Unidos y noroeste de Méjico- y casi, también, tan cercanos en el tiempo cronológico, que no en el tiempo histórico. Tewas de la misma generación de Salvador Díaz Mirón pudieron cantar el himno del telar del cielo. El fogoso diputado mejicano pudo haber conocido a alguno de ellos y hablar del espacio en que se encontraban, del mundo en su torno, de los nopales, de las montañas, del horizonte…. A nosotros nos queda el poderlo imaginar.

El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com/

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